La muerte del papa Francisco cerró una etapa en la historia reciente de la Iglesia católica. Su papado no estuvo exento de tensiones y polémicas, pero logró poner en el centro de su agenda la compasión y la inclusión, la protección de los derechos humanos, la urgente necesidad de la paz y el cuidado de la naturaleza. Después de los ritos funerarios, la atención se ha desplazado hacia otro escenario: la elección de su sucesor.
El cónclave es una tradición que ha logrado mantenerse durante siglos con muy pocas alteraciones. El proceso exige que los cardenales electores se aíslen en la Capilla Sixtina; en ese espacio discuten, construyen consensos y votan para elegir al próximo papa. El secreto de lo que allí ocurre es obligatorio para todos los participantes: está tácitamente prohibido divulgar las deliberaciones y los resultados de las elecciones. La única comunicación con el exterior es una chimenea.
En una sociedad como la nuestra, donde reina la inmediatez y existe una exigencia por hacer de la cotidianidad un espectáculo visible a todos, este ritual llama la atención precisamente por lo que no muestra. Mientras todo a nuestro alrededor sigue un ritmo frenético, en el cónclave se detienen; mientras sufrimos un bombardeo constante de información, este proceso se lleva a cabo en silencio. Y, ante la presión por mostrarlo todo, los cardenales se aíslan para reafirmar su decisión de guardarse para sí todo lo que allí ocurra.
Más allá de las diferencias que se puedan tener con la Iglesia católica, este procedimiento nos interpela: ¿qué espacio le damos hoy al silencio en nuestra vida y en la vida pública?, ¿somos capaces de detenernos para pensar antes de decidir?, ¿podemos confiar en procesos que no se explican al instante ni se exponen de inmediato al juicio colectivo? Ya lo decía Pascal: “toda la desgracia de los hombres proviene de una sola cosa: no saber quedarse quietos en una habitación”. Darnos tiempo para estar con nosotros mismos, en silencio, es una quietud que ya no nos es habitual, ni tampoco fácil de sostener. El cónclave parece un espacio deliberadamente ajeno a las reglas del presente, y por eso también es capaz de cuestionarlas.
No se trata de idealizar el secreto ni de convertir la opacidad en virtud. Pero tampoco es razonable pensar que todo debe ser instantáneo, ni que debamos normalizar el ruido que nos agobia por dentro y por fuera. Es necesario cultivar el silencio. Las decisiones exigen discernimiento, y hay conversaciones que se deben tener en privado, porque el exceso de información no ilumina, sino que distrae. Así las cosas, el silencio y la quietud no son ausencias, hacen parte de un método.
También está el misterio, ese espacio de lo no dicho, de lo que no se puede explicar del todo, de lo que simplemente se nos escapa. No todo puede ser comprendido, clasificado o traducido; no todo está a nuestro alcance. Tal vez por eso millones de personas alrededor del mundo siguen atentas a un proceso del que no se puede ver casi nada, y los analistas y medios de comunicación invierten horas en explicar el procedimiento y en elaborar hipótesis sobre lo que está ocurriendo dentro de la Capilla Sixtina. El cónclave nos recuerda la necesidad humana de contemplar el misterio que acontece, porque lo importante no siempre está en lo que se ve a simple vista, hay momentos que deben cuidarse y las decisiones importantes necesitan recogimiento.
No creo que el cónclave se oponga al presente, pero tampoco se pliega a su lógica. Insiste en otro ritmo, en otro lenguaje, funciona con otras reglas y, al hacerlo, deja ver un margen que da cabida al misterio, a la reflexión ponderada y al silencio. A veces, en el fondo de ese silencio, todavía queda algo que merece ser escuchado.
Creyentes y no creyentes esperamos de este cónclave la mejor decisión, un papa que sepa continuar el camino que Francisco comenzó a trazar.
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