Es en la vida y obra de Rimbaud donde encuentro la radicalidad de la desesperación en su forma literaria. A los veinte años, el poeta francés ya había agotado por completo la vida; extinguió la existencia por el camino de las palabras, su poesía fue una aventura que develaba la capacidad de descripción y observación en los detalles más sutiles. Sus ojos azules e inocentes vivieron los autoritarismos constantes de su madre y el abandono de su padre. El poeta decidió salir a comerse el mundo. De joven e inocente se fue convirtiendo en un hombre maldito sin esperanzas, sin anhelos, que convivió con la miseria de quien consume sus pasiones a toda prisa y sin refugio. Rimbaud expresa en Una temporada en el infierno: “Conseguí desvanecer en mi espíritu toda esperanza”.
Hemos sido arrojados a la angustia, estamos haciendo habitable aquello que tal vez no es posible habitar y Rimbaud lo entiende. Entre guerras y desdichas, la respuesta fue la poesía; por eso, la mayor tragedia rimbaudiana será siempre el abandono de su modo de expresión y de la actividad literaria por la cual Arthur se hizo un lugar en el mundo. No es un secreto que el poeta francés dejó de escribir a la edad donde otros empiezan; por tal motivo, su vida tiene dos partes: una donde el ritmo lo marcan las palabras y otra donde vive a ritmo puro y sin descanso.
El retrato del poeta francés no empieza en el infierno. Su transformación fue un movimiento lento como el fuego de la rebelión. Un chico con habilidades extraordinarias para las letras fue convirtiéndose en el arquetipo de la desesperación moderna. Sin aplazamientos permaneció constante al principio de no esperar nunca.
La desesperación puede ser también una condena. Rimbaud en su niñez, según Enid Starkie, parecía desprovisto de interés por el desbordamiento y la inquietud. Su infancia estaba gobernada por su madre, una mujer entregada a los hábitos absorbentes, de ánimo difícil y de disciplina castrense. Vitalie Rimbaud no fue una villana, pero sí se dedicó con meticulosa firmeza a estrechar los placeres de sus hijos para imponerles el yugo del deber. No había signos de rebeldía y mucho menos de irreverencia en la casa de los Rimbaud, porque la figura severa y obsesiva de su madre aplacaba cualquier gesto de insolencia. No obstante, el instinto irreprimible de Arthur por las aventuras y el vagabundeo lo acompañó perpetuamente.
El pequeño poeta encontraba en la lectura la línea de fuga del ambiente familiar restrictivo y fue hasta que llegó su profesor Izambard cuando todos los umbrales de calma fueron superados, pues su corazón tierno y apasionado encontró, por primera vez, un alma cómplice. En 1870, este profesor llegó a la vida de Rimbaud, tenía apenas veintiún años y su interés por la poesía gozaba de la frescura que Arthur necesitaba; el aliento y la comprensión del joven mentor incidió directamente en la vida del poeta y lo encaminó al destino de vivir desesperadamente. Rimbaud fue un desesperado, porque gobernó completamente sus acontecimientos; a las edades más tempranas decidió vivir lo que quiso. Vagabundeó por París en medio de la guerra, tuvo una relación con Verlaine sin esperar la madurez que le permitiera asumir la carga del amor; sufrió, vendió armas y personas, amasó una fortuna en Argelia y, sin embargo, siempre será recordado como un escritor para quien la literatura fue un juego fácil y finito.
Rimbaud fue un escritor que intentó desaparecer. Aunque murió en 1891 y huyó de la poesía mucho antes, el poeta maldito sigue siendo el portavoz de la exasperación juvenil; esa imperfección y entrega obsesiva a la destrucción no solo no puedo criticarla, sino que la entiendo como el principal atributo de su existencia. Pasar toda una vida exiliado del paraíso y además de ello transfigurar las penas y las desdichas en poemas eternos es admirable.
La razón por la cual los desesperados agonizamos y vivimos con Rimbaud es que nos conectamos con ese espíritu gitano que no se entrega a ninguna obediencia. El poeta maldito vivió su aventura, primero con los libros, después con el vagabundeo y posteriormente con su seducción por la alquimia y las formas celestiales. No es acaso un logro hacer del mundo un lugar insípido y demasiado pequeño para satisfacerse. Mientras otros se obnubilan con los climas, las montañas, los colores, los animales y el amor, este sujeto decide encontrar la belleza por la vía negativa, por la obscenidad, la desaprobación y la muerte.
Abrazar a la desesperación y sus tragedias como lo hizo Rimbaud es sorprendente, porque es más fácil no hacer nada, esperar y que todo salga conforme los mandatos. Esperar y envejecer, esperar y encontrar un pequeño reparto que nos beneficie, esperar y no meterse en problemas. Pero Rimbaud no solo no esperaba, sino que predicaba la desesperanza como una nueva ilusión: “¡Lígate a nosotros con tu voz imposible, tu voz!, único halago de esta vil desesperación”, dice en Las iluminaciones.
Ya que constantemente buscamos en el pasado la inspiración, deberíamos dejar el impulso de crear héroes y heroínas históricos y tratar a los personajes del pasado como iguales a nosotros: imperfectos, contradictorios y vulnerables; por eso Rimbaud vale la pena, pues muestra la debilidad humana y su incapacidad de ajustarse a las arbitrariedades. Ya es hora de honrar, por fin, a un miserable pecador. Afirma Enid Starkie de Rimbaud: “prefirió perder antes que hacer concesiones o inclinarse ante las circunstancias”. No puede ser más literaria la vida del poeta que mientras se consume a sí mismo, sonríe a sus destructores, sin pedir piedad, perdón o misericordia.
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