Si algo no tiene un verdadero carácter anticlientelista –el adjetivo que le endilgan los partidarios del gobierno de Gustavo Petro–, es la reforma política en trámite. Porque, para empezar, en la Comisión Primera del Senado se rechazó de plano la propuesta de Humberto de la Calle de cambiarle el carácter y las funciones al Consejo Nacional Electoral y a sus relaciones con el todopoderoso Registrador, los dos poderes que aseguran un sistema electoral plagado de clientelismo y corrupción que no ha estado al servicio de la democracia sino de la partidocracia de los mismos con las mismas. Con razón concluyó de la Calle: “Creo que el gobierno no apoyó la idea”.
De pupitrazo, ya se aprobó en primer debate la reforma de la Casa de Nariño y los partidos “de gobierno”, los mismos electores en la componenda que escogió al Contralor General, pieza insustituible en toda repartija clientelista, con sus cegueras y torpezas calculadas para no ver ni actuar, no resulte que por error cumplan con sus funciones legales de investigar y sancionar.
Aunque pueda parecer increíble, están por resucitar que los congresistas puedan renunciar a sus cargos para convertirse en ministros del gobierno, práctica hoy prohibida por una ley que le dio respuesta al repudio ciudadano a que los presidentes usaran su poder para comprarse a los jefes de los partidos y a los propios partidos.
La financiación oficial de las campañas ya no la controlarán los candidatos sino los partidos, con lo que se decuplicará el gran poder de sus presidentes para someter a los congresistas y a los demás candidatos a unos avales que reparten a discreción.
También pretenden aprobar otra etapa de transfuguismo político, para que los ya elegidos puedan escabullirse de los partidos por los cuales salieron para irse a otros, norma diseñada a la medida del Pacto Histórico, que así calcula aumentará sus filas. La clásica reforma sastre, a la medida no de las necesidades nacionales sino del grupito de quienes resultarán favorecidos.
Y buscan resucitar otra práctica que también fracasó. La de las listas cerradas y obligatorias a las corporaciones públicas, que hicieron famoso el “bolígrafo” de cada mandamás, que a su arbitrio escogía a los candidatos echando el cuento de que así garantizaba figuras ejemplares.
Cuando lo único que en verdad pueden asegurar las listas cerradas es poder ocultarles a los electores a quienes se elegirán, porque no tienen que hacerse visibles en las campañas electorales. Al senador que saltó del anonimato al desprestigio en Cartagena, ¿si lo habrían elegido los antioqueños –que lo conocían de autos– si hubieran tenido que marcarlo en el tarjetón?
Sobre las listas cerradas o abiertas lo democrático es lo que hoy existe, que permite que cada partido, según sus propios criterios, abra o cierre las suyas en cada circunscripción y que además pueda modificar sus decisiones a lo largo del tiempo.
Lo mínimo de lo democrático en una reforma política es que el sector de quienes controlan la chequera del gobierno nacional no pueda usar el poder burocrático y contractual para imponer cambios diseñados a la medida de sus particulares intereses, sobre todo cuando el “cambio” anunciado es como este, el salto a un pasado indeseable.
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