La incertidumbre continuaba por conocer el diagnóstico; mientras tanto, se escuchaba en el exterior, desde el puesto de enfermería, ubicado en el centro del salón, la enunciación de números en voz alta entre quienes estaban allí.
Los amplios y blancos pasillos eran la puerta de entrada del centro de Urgencias de la Nueva Eps en una clínica de Medellín en donde estuve durante una semana acompañando a mi madre en una recaída de su salud. Era un domingo, 6:40 de la mañana aproximadamente. Por razones que aún desconozco, estaba completamente vacía la sala. De la recepción pasamos inmediatamente al triaje, un mecanismo utilizado para clasificar el nivel de gravedad de la situación o enfermedad, y determinar el tipo de atención requerida:
- Enfermedad respiratoria – oí decir de una enfermera con acento costeño.
- Covid – pensé.
La espera, agobiante e infinita, se hacía dolorosa al verla en una silla reclinable con problemas para respirar.
- Debido a que es enfermedad respiratoria, lo primero que debe hacerse es prueba Covid – me dijo el médico de turno.
- Claro que sí – dije inmediatamente y con alta preocupación.
- Debemos llevarla, usted debe permanecer afuera. – advirtió nuevamente el médico.
- ¿Por qué no puedo acompañarla? – le pregunté nervioso y lleno de paranoia por rumores que siempre había escuchado sobre la atención a pacientes con Covid y la supuesta inflación de cifras por parte de los centros hospitalarios.
- Entrará en aislamiento. No demorará mucho, es una prueba rápida. – me manifestó el médico con el fin de tranquilizarme un poco.
- Asentí.
Fueron alrededor de treinta y cinco minutos los que estuve esperando. Treinta y cinco minutos en los que tu cerebro empieza a realizar un trabajo en retrospectiva, un tortuoso ir y venir de recuerdos que sólo complejizan el momento y no permiten pensar con racionalidad sino basado en las emociones. Reminiscencias que arrugan el alma y te hacen recordar lo importante que es para tu vida esa persona, su compañía, el valor de sus palabras, sus caricias, el olor que emana de su ser, el lenguaje que comunica su mirada, que, sin una sola sílaba pronunciada, te expresa su amor incondicional. Treinta y cinco minutos en los que ves pasar los veintidós años de tu vida junto a esa persona.
- La prueba salió negativa. – me dijo el médico.
- ¿Entonces qué tiene? – pregunté un poco aliviado.
- Le hicimos nuevos exámenes para determinar qué es, pero tal parece que es una neumonía. – me respondió.
- – dije con una nueva preocupación.
Me dejaron verla nuevamente. Se encontraba en el cubículo once, de los quince que se hallaban en una sala más cómoda. Cada uno contaba con una cama hospitalaria, una silla plástica y una cajonera con tres entrepaños para guardar elementos personales. Los cubículos estaban separados por cortinas color azul cielo, aire acondicionado que mantenía un excesivo frío en toda la sala preservando una suerte de seguridad ambiental. La incertidumbre continuaba por conocer el diagnóstico; mientras tanto, se escuchaba en el exterior, desde el puesto de enfermería, ubicado en el centro del salón, la enunciación de números en voz alta entre quienes estaban allí.
- La cuatro satura bien. – decía una de las enfermeras.
- Signos vitales estables en la dos. – comentaba en voz alta otra.
- La once acaba de llegar, hay que tomarle signos. – ordenaba la jefe de enfermería refiriéndose al cubículo en el que nos encontrábamos nosotros.
Luego del llamado hecho por la jefe, llega un auxiliar de enfermería a cumplir con su tarea. Lee el tablero de vidrio ubicado en la cabecera de la cama, menciona en forma de saludo el nombre que está allí escrito desde el momento de la llegada, toma signos vitales y sale diciendo en voz alta: “once, signos vitales estables”. Allí desapareció el nombre propio; la identidad otorgada en aquel tablero de vidrio se desvaneció y fue reemplazada por un simple número. La mecanicidad propia de estos entornos y las diversas acciones realizadas de forma sistemática, provocan que todo aquel que arriba a uno de los cubículos se transforme en un número o en un acompañante de este. La identidad de cada paciente queda reducida a un concepto matemático sobre el cual deciden especialistas, médicos generales, enfermeras y auxiliares.
Después de una semana de acompañamientos diurnos y nocturnos, de rotación con familiares que nunca desfallecieron ni cesaron su preocupación, de incertidumbre por escuchar la palabra UCI en las madrugadas, de nerviosismo por oír a pacientes que rechazaban traslados de forma desesperada, de medicamentos las veinticuatro horas y una hinchazón en las piernas por el exceso reposo, mi madre logró salir victoriosa de esta lucha.
Comentar