Pasé muchas tardes felices de mi vida de liceísta, y de universitario también, en el Club Maracaibo, situado en la calle del mismo nombre, a la mitad de la cuadra, entre Junín y Palacé. Unas escaleras de madera llevaban al segundo piso, donde estaban los billares y las pequeñas mesas en las que los parroquianos podían estar durante horas tomando tinto, en las mañanas, o, en las tardes, haciendo rendir la cerveza que acompañaba una interminable conversación.
En el tercer piso, adonde se llegaba por unas escaleras también de madera, pero un tanto más estrechas, estaba la sala de ajedrez más grande que ha tenido Medellín. Era tan grande que, incluso en las tardes de sábado, cuando estaba más atestada, increíblemente siempre encontré un lugar para jugar. En 1972 la sala empezó a llamarse Salón Bobby Fischer, en honor del gran ajedrecista norteamericano que puso fin a la hegemonía soviética en el juego ciencia. Un hermoso óleo de gran formato de Fischer presidió por muchos años la sala.
Al Maracaibo iba, solo o acompañado, a jugar o ver jugar ajedrez. Siempre se podía encontrar un rival, un conocido o un desconocido. En este último caso había que tener cuidado de no ir a dar con un “perro”, de esos que estaban listos a desplumar a cualquier incauto. Cuando la víctima estaba mirando una partida, el “perro”, que también hacía de mirón, se acercaba y, como quien no quiere la cosa, ¿jugamos? decía. En cualquier mesa desocupada se sentaban los contendientes y empezaban a jugar “ping-pong”, como se llamaba al ajedrez rápido en el que cada jugador tenía dos o cinco minutos para hacer sus jugadas. Inicialmente, el “perro” perdía la mayoría de las partidas, no todas, para no inspirar desconfianza. Después de veinte minutos o media hora, el “perro” sugería, también como al desgaire, apostarle al juego y empezaba la tanda de jaques mates que se sucedían con pasmosa velocidad hasta que la víctima había agotado sus recursos.
Tuve el “honor” de ser desplumado varias veces por Gildardo García y Sergio González, las primeras por incauto, la demás de forma deliberada, pues sabiendo lo que iba finalmente a ocurrir, buscaba jugar con ellos por el gusto de enfrentar a un gran jugador y por el placer infinito que me causaba hacerles tablas o ganarles, de pronto, una partida, para poder fanfarronear luego diciendo: le gané a Gildardo. Ese era un gusto que bien valía unos cuantos pesos. A Sergio y a Gildardo les gané unas cuantas veces y les saqué muchas tablas. A Oscar Castro le saqué un par de tablas, una en El Maracaibo y otra en la cafetería de la Facultad de Educación de la U de A. Nunca pude ganarle ni sacarle unas miserables tablas a Tirso Castrillón, un prodigio del “ping-pong”, que derrotaba incluso a los ajedrecistas profesionales consumados que frecuentaban la sala. Tirso, tipógrafo y corrector de pruebas de la editorial Bedout, sacó un libro doble, de ajedrez, por un lado, esperanto, por el otro.
El ajedrez gozaba por ese entonces de gran popularidad. Los diarios más importantes del País tenían páginas dedicadas al ajedrez en donde se daba cuenta de los torneos, nacionales e internacionales, se transcribían partidas y se ponían problemas, juegan las blancas y dan mate en tres, que retaban a los lectores. Boris de Greiff, el hijo del poeta León, también ajedrecista, escribió, durante años la de El Tiempo. Emilio Caro, si mal no recuerdo, tuvo a su cargo la de El Colombiano. En el Maracaibo se reunía la élite del ajedrez paisa y allí llegaban infaltablemente los grandes ajedrecistas de otras partes del País que visitaban la Ciudad. En sus mesas jugaron Oscar Castro, Carlos Cuartas, Gildardo García, Sergio González, Emilio Caro y su hermosísima esposa Ilse Guggenberger, la mejor ajedrecista colombiana de toda la historia que alcanzó el título de Maestra Internacional.
Era tanta la afición que el enfrentamiento entre Bobby Fischer y Boris Spasski, insólitamente jugado en Reikiavik, la capital de Islandia, entre el 11 de julio y el 1 de septiembre de 1972, lo vivimos, en el Maracaibo, en vivo y en directo. En la pared frontal de la sala, opuesta a la vidriera que daba sobre la calle, pusieron un gran tablero de esos en los que las fichas planas pueden colgarse de un cáncamo. No había internet ni siquiera fax y la telefonía de larga distancia era costosísima. Las jugas se transmitían por télex a Bogotá y desde allí, Miguel Cuellar Gacharná, las comunicaba por teléfono al Maracaibo. El encargado movía la pieza respectiva en el tablero, los aficionados lanzábamos un suspiro colectivo y empezábamos a especular sobre el rumbo de la partida.
Aprendí a jugar ajedrez muy joven allá en Belén. Durante años tuve un pequeño juego de fichas de plástico ahuecadas, cuyo interior rellené de yeso, para darles solidez, y a las que puse, en la parte baja, un pequeño trozo de paño verde, para darle suavidad al movimiento en el tablero. En Belén tuve unos pocos rivales que pronto superé: el Negro Edgar, Rodrigo el peluquero, el Mono Pintura. En la Universidad jugué mucho en la cafetería de la Facultad de Educación, en la que se reunían, como jugadores o mirones, muy buenos ajedrecistas. Allí mi principal y más frecuente rival fue el Flaco Rojas, casado con una enfermera que de pronto se aparecía, interrumpía la partida y se llevaba al pobre flaco como niño regañado. Otro era un muchacho costeño, al que llamábamos Fischer por su gran calidad de juego, muy borrachín y tahúr, que llegaba frecuentemente enguayabado y con los codos pelados a causa del frotamiento contra el borde de la mesa en la que había amanecido jugando cartas. Una vez jugué con Oscar Castro, quien en muchas ocasiones se sentaba a observar las partidas. A veces siento algún remordimiento por no haberle inculcado a mis hijos el gusto por el ajedrez. Aún no es tarde para tratar de hacerlo.
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