El paso “del miedo a la esperanza” fue el lema con el que la administración de Sergio Fajardo celebró y publicitó una situación de cambio de rumbo de la ciudad de Medellín, que se hizo patente desde comienzos del tercer milenio. El optimismo presente en esta sentencia no era infundado, ni se trataba de un delirio administrativo: Medellín había pasado de tener una tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes de 381 a comienzos de la década de 1990, a tener menos de la décima parte a mediados de la década del 2000.
Puntualmente, tres hechos respaldaron la percepción favorable que el alcalde y la ciudadanía tenían de la redefinición del orden político en la ciudad: por un lado, el repliegue de los grupos guerrilleros que habían controlado diversos territorios periféricos hasta comienzos de la década del 2000; por otro lado, el exterminio físico de las unidades armadas del Bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia por parte de otras facciones de la misma estructura y, finalmente, el proceso de negociación con los bloques Cacique Nutibara y Héroes de Granada que condujo a que, entre los años 2003 y 2005, se entregara un total de 1.617 armas y se desmovilizaran 2.901 combatientes.
En aquel contexto, durante el año 2005, llamó la atención de un periodista la frase plasmada en uno de los muros de la Comuna 1: “Adolfo paz es la paz de Medellín”. El mural, era una clara alusión a Diego Murillo Bejarano, conocido también con el alias de Don Berna, de quien se afirma que a comienzos de la década del 2000 ostentaba el control de cerca del 70% del territorio de la capital del departamento de Antioquia, lo que lo posicionaba como un actor cercano al monopolio del poder criminal en la ciudad gracias a lo cual disminuyeron los indicadores de violencia.
Poco honor hace a la justicia afirmar que el Estado había sido derrotado por el crimen, pero está claro que éste no era el gestor de aquella esperanza que reflejaba una calma aparente y confusa, hecho que no incomodaba a las autoridades políticas locales que presentaron como un logro el brillo de dichas externalidades a la gestión administrativa.
Así, este tránsito del miedo a la esperanza, más que algo por celebrar, fue consecuencia de ignorar, deliberadamente o no, la consolidación del poder de una estructura criminal que, luego de haber protagonizado agudos ciclos de violencia en las décadas anteriores, había superado en capacidad a otros competidores igualmente ilegales. Los grandes protagonistas del crimen en la ciudad, cada vez más organizado, parecían haber comprendido como cualquier empresario, que los millares de muertos en las calles perjudicaban su propósito de obtener onerosas ganancias derivadas del usufructo del control del territorio y la participación en los mercados ilícitos mundiales. El optimismo, entonces, resultó ser un mal entendido soportado en el amor ciego de un alcalde y el anhelo de una sociedad aturdida por la violencia de las décadas anteriores.
La consecuencia visible del ejercicio de una autoridad institucional limitada en el territorio fue la incapacidad de impedir el surgimiento de una nueva oleada de violencia colectiva luego de la extradición de alias Don Berna, lo que significó un repunte de las cifras de homicidios en la ciudad, los mismos que disminuyeron luego de que los criminales pactaran el silencio de los fusiles. En Medellín, reflejo de la realidad del país, la frontera difusa entre la paz y la guerra, más que una decisión de Estado, ha sido una decisión de aquellos interesados en participar de los rendimientos de la economía criminal.
En medio de un proceso de globalización de los mercados ilícitos que rebosan los ámbitos jurisdiccionales de acción institucional y que robustece a estructuras criminales, también interesadas en el control de la población y los recursos contenidos en el territorio de Medellín y Colombia, la honestidad en el reconocimiento de los problemas públicos debe ser el presupuesto de la movilización del Estado y la máxima de los tomadores de decisiones del nivel nacional y local que deben resistirse a la tentación políticamente correcta de separar lo que los analistas del lenguaje llaman el contexto empírico y el contexto discursivo.
En consecuencia, la coyuntura electoral que presenta a Sergio Fajardo como uno de los líderes más opcionados para llegar a la Casa de Nariño, marca el momento propicio para exigir que él, particularmente, y los demás candidatos en términos generales, indiquen con claridad cuáles serán los lineamientos estratégicos que permitirán al Estado garantizar la estabilidad del orden político y social en el territorio colombiano y que eviten, de una vez por todas, que sean los criminales quienes continúen manejando a su antojo el aumento o la disminución de los indicadores de violencia y, con ello, manipulando la esperanza de los colombianos.