“Usted entendió que la literatura y la poesía no están en los libros sino en el preciso momento en el que coinciden libro y lector y fue justo eso lo que nos mostró, lo que nos enseñó. Usted enseñó belleza, usted enseñó poesía, dos palabras que comprenden al mundo y que nos parecen imposibles de transmitir.”
Buenos Aires, jueves 23 de diciembre de 1946
Querido Edwin:
Excúseme por favor por ignorar deliberadamente a la palabra ‘profesor’ que precede su nombre siempre que me dirijo a usted. Sucede que hoy, mientras le escribo desde el sur y son las tres a.m., le recuerdo con cariño y aunque recurra a la comodidad del usted, le siento cercano. Hace días que intento escribirle–creo que a veces voy por la vida tan solo buscando algún hecho que me sirva de materia prima y que justifique mis cartas- pero las palabras andaban ausentes de este lado, no sé con claridad quién estaba de vacaciones ¿ellas o yo?, creo que ellas… lo cierto es que hace poco más de un mes nuestros encuentros resultan breves y un tanto incómodos (así que esta carta es una pequeña tregua, una llamada que nos hicimos de isla a isla).
Como le dije, hace varios días que le escribo -en mi mente- incluso desde antes de emprender mi viaje. Quería y quiero escribirle porque el semestre pasado usted me dio una lección preciosa, Edwin, y siento que debo ponerle al tanto: usted me enseñó cómo debe ser un maestro de literatura que al tiempo es un lector plenamente feliz, usted me mostró que el profesor es un ensayista y un ensayo en sí mismo, usted me salvó de perderme en las profundas y tristísimas preocupaciones a las que me conducen los malos profesores, tan frecuentes en la academia. Le contaré los hechos que posibilitaron tal aprendizaje. Hacia comienzos del febrero de este año (que no importa cuál es porque el tiempo no sucede, solo nosotros sucedemos) me inquietaban dos cosas. La primera, cuáles libros deberían construir mi canon, cuáles de esos libros debería ofrecer a mis futuros estudiantes, y la segunda, cómo contagiarlos del bicho literario, cómo procurar espacios que permitan tal contagio. Mientras intentaba responder a tales líos me sentí frustrada de sobremanera porque no quería, ni quiero, repetir la imagen del profesor que tanto he odiado en silencio desde el rincón del salón, no quiero que por mi culpable ineptitud los chicos detesten a los libros, no quiero ser quien cause esos odiosos destinos en los que la literatura no tiene un lugar importante; pero tampoco sabía cómo no serlo.
Entre tanto, en una de sus clases, acordamos leer tres o cuatro novelas colombianas para luego charlar sobre ellas y escribir un ensayo que sería el trabajo final. Yo por esos días andaba algo abrumada por la vida, las obligaciones académicas y el tiempo que aunque no suceda, nunca alcanza, por lo que le confieso que al llegar la fecha en la que teníamos que haber terminado tales lecturas, yo iba a penas por la segunda y me estaba resultando poco agradable el encuentro con la novela. Tuvimos dos clases, creo, para discutirla y usted se dio cuenta pronto de que casi nadie la había leído y quizás sospechó que nos estábamos asomando a ella con cierta predisposición y con algo de pereza, seguramente por culpa del desafío que significaba tal obra (por el nivel intelectual que exige al lector). Así que usted con toda la lucidez que posee un cronopio cuando al arte se refiere, se tomó la palabra y nos mostró los apartados de la novela que más le gustaban y algunas de sus lecturas. Fue tan hermoso lo que usted halló entre esas páginas y su rostro se iluminó de tal manera que, al terminar la clase, salí directo a buscar entre ese libro eso que usted halló (con seguridad agrego que no fui la única que corrió a buscar el libro), no me explicaba cómo era posible que mi lectura hubiese sido tan pobre y superficial. Mi disposición cambió y luego, luego pude correr los velos, acomodar mi silla y percibir la poesía que oculta y silenciosa esperaba allí. ¿Lo ve Edwin? Usted no nos censuró, no se enojó ni procuró presentarnos a la literatura como una obligación. Usted se limitó a compartirnos su experiencia, su felicidad y nos contagió, nos sembró curiosidad; por eso después con qué placer y disposición para el asombro nos asomamos a la obra. Si ese no es el trabajo de un profesor, yo no sé de qué va la cosa.
Al terminar la novela, me sentí un profundamente agradecida con usted por construir ese puente, quise decirle que si algún día asumo el trabajo docente me gustaría ser así, quise contarle sobre lo bien que hace su trabajo, quise decirle que usted era de esos profesores que me devolvían la esperanza y hacían que no renunciara a la tortuosa academia o a la difícil labor docente. Y bueno, justo ahora recuerdo sus clases y las echo de menos… Me quedo pensando un momento en cuántos profesores recuerdo con admiración; cuántas clases recuerdo con cariño y nostalgia, y son tan pocas que me dan ganas de llorar. Repaso a todos esos profesores (del colegio y de la universidad) que han despertado odios pequeñitos en mí porque me roban mi tiempo, porque irresponsable y descaradamente se me llevan pedazos significativos de vida y no les importa y no les preocupa, ofrecer algo ‘sincero’, algo que ‘valga la vida’ a esos veinte o treinta humanos que están sentados frente a ellos renunciando a una película, al tacto de un árbol o la charla con un ser querido. Deberían preguntarse si eso que brindan merece que utilicemos horas de nuestras limitadas vidas, si la respuesta es no, el deber dicta renunciar y no ser de ese grupo de criminales que roban el tiempo y asesinan lentamente a una necesidad vital y hermosa del ser humano, la sed de aprendizaje.
Sé que con los años me cruzaré con Tríptico de la infamia y recordaré aquel acto heroico que aunque pequeño, revelador y esperanzador. Me parece que usted entendió muy bien a Borges cuando habla de la lectura como un tipo de felicidad y luego hizo que esas palabras del viejito juguetón, tomaran todo el sentido del mundo para el oficio del ensayista, o lo que es lo mismo, el trabajo del profesor de literatura. Usted entendió que la literatura y la poesía no están en los libros sino en el preciso momento en el que coinciden libro y lector y fue justo eso lo que nos mostró, lo que nos enseñó. Usted enseñó belleza, usted enseñó poesía, dos palabras que comprenden al mundo y que nos parecen imposibles de transmitir.
Edwin, gracias infinitas por azular las clases, por revelar ocultas sensibilidades, por querer tanto a Julio, por ser maestro. Gracias por enseñar sobre vidas posibles y vuelos fantásticos a este triste intento de pájaro.
Posdata: Perdone a mis palabras por ser tan torpes y espumosas, perdóneles por su incapacidad para expresar eso que con tanta alegría resuena en mi memoria.
Le recuerda con las manos frías y tierna admiración,
Alejandra Vidal.