¿Qué (no) es esa cosa llamada democracia?

“…la democracia como régimen no define el contenido de las decisiones —es decir, la orientación de las políticas públicas— ni muchos menos la ideología política que debe tener el gobierno…”.


De cuando en cuando, en Ecuador circulan las noticias de alguna de las atrocidades cotidianas de regímenes autoritarios como el nicaragüense o el venezolano. Con parecida periodicidad, se nos informa del deterioro de la democracia en México y Bolivia. En algunas ocasiones, incluso, se nos trata de convencer de que todo país gobernado por la izquierda sufrirá la misma suerte, aunque Colombia, Brasil, Chile y Argentina desmientan, de momento, esta idea (su suerte económica es harina de otro costal).

Frente al autoritarismo consolidado del primer par de casos, y en proceso de consolidación del segundo, una parte importante de la izquierda ecuatoriana prefiere guardar un deshonroso silencio, cuando no celebran la deriva autoritaria. La democracia neoliberal, burguesa o cómo se prefiera adjetivarla debe ser desmantelada por estos heroicos líderes populares para fundar una democracia popular.

Para esta izquierda, la democracia no se define por la existencia de elecciones periódicas, libres, limpias y competitivas, ni por la fragmentación del poder político mediante mecanismos de frenos y contrapesos, y mucho menos por la vigencia de derechos políticos y libertades civiles de alcance universal. Todos esos componentes, que la teoría política moderna ha identificado como constitutivos y definitorios del régimen democrático, no son, para nuestra izquierda populista, más que adornos insulsos de los que bien se puede prescindir.

Si no es eso, entonces, ¿qué es democracia para esta izquierda? Cualquiera que navegue en ese mar de opiniones expertas llamado Twitter, se habrá topado con la amable lección provista por algún refinado pensador de buenos modales que nos informa que democracia es cuando hay carreteras.

Ironía aparte, lo cierto es que en esta izquierda prevalece el error de atribuirle al régimen político características que corresponden al sistema económico y, particularmente, al modelo de desarrollo. El carácter democrático de un régimen no reside en la reducción de los niveles de desigualdad y de pobreza durante un determinado gobierno —objetivos deseables, por lo demás. La democracia, es otra cosa; es un régimen político, esto es, define el conjunto de normas e instituciones que regulan los procesos de toma de decisiones públicas y de selección de los tomadores de dichas decisiones —los representantes políticos.

Por lo demás, en un error similar incurre una buena parte de la derecha, para la que los derechos y libertades de un grupo de la población pueden y deben verse reducidos o eliminados en favor de fines como la seguridad o el progreso. “Los derechos hay que ganárselos”, dicen. No sorprende, entonces, que personajes como Bolsonaro o Bukele generen admiración en estos individuos. Los derechos laborales y o el derecho a la presunción de inocencia son, no solo prescindibles, sino perjudiciales.

No. La democracia como régimen no define el contenido de las decisiones —es decir, la orientación de las políticas públicas— ni muchos menos la ideología política que debe tener el gobierno; a lo sumo, excluye de partida ideologías y decisiones incompatibles con la democracia, como el fascismo o las políticas de segregación racial, aunque, como estamos viendo en muchos países del mundo, no siempre lo logra.

Todo esto no significa que el régimen político se encuentre aislado del sistema económico o de los conflictos sociales de un país. La desigualdad económica es una amenaza a la democracia, lo mismo que la inseguridad y la violencia, pero se trata de amenazas externas al régimen democrático propiamente dicho. La desigualdad, la extrema pobreza y la violencia de bandas criminales —procesos que siempre se dan de la mano y se retroalimentan mutuamente— generan conflictos sociales que, en casos extremos, pueden propulsar el ascenso del Chávez o el Bukele de turno. Entonces, a la precaria situación social y económica se suma el deterioro del régimen político. E incluso cuando la crisis social se resuelve —temporal y superficialmente, como nos demuestra la historia—, la pérdida de derechos y libertades impide a la mayoría gozar plenamente de los “logros” cosechados, y los pone a merced de la buena voluntad de un autócrata.

Sirva un ejemplo para ilustrar mejor lo que estoy diciendo. Supóngase por un momento que la democracia se definiera por el contenido de las políticas. Esto supondría que todo gobierno debería actuar en función de, por ejemplo, el libre mercado o la militarización de la seguridad. En tal caso, ningún partido o candidato cuyo plan de gobierno se base, digamos, en la construcción de un Estado de bienestar que corrija las fallas de mercado, podría presentarse a las elecciones, con la consecuente limitación de los derechos de participación política de los ciudadanos que compartan dicha visión. En el escenario opuesto, en el que la intervención del Estado sea el contenido del régimen democrático, quienes aboguen por la apertura comercial estarán vetados de la vida pública.

Si se produjera esta situación, las elecciones se volverían superfluas, pues el resultado vendría dado de antemano por las exigencias de esta peculiar democracia. Los sistemas de frenos y contrapesos perderían relevancia también, pues ninguna decisión del gobierno que vaya en línea con el contenido de esta democracia será objetable por ninguna otra función del Estado. Los derechos y libertades dejarían de ser tales en virtud de que el disenso no tiene cabida en este régimen político.

Así, esta democracia de contenidos no puede ser otra cosa que un proyecto totalitario que erradicaría el pluralismo e impondría un pensamiento único. El siglo XX nos ofrece innumerables ejemplos de la suerte que corren los ciudadanos bajo este tipo de regímenes. La democracia, como procedimiento político de toma de decisiones públicas en sociedad, es el antídoto que la humanidad ha desarrollado históricamente contra estas distopías tristemente reales, valga el oxímoron.

La respuesta a los bajos rendimientos de la democracia es más democracia, no menos. Más participación en la toma de decisiones, mejores mecanismos de frenos y contrapesos y una garantía efectiva de las libertades y derechos conquistados constituyen las herramientas indispensables para que la ciudadanía plasme sus intereses y preocupaciones en el sistema político a través de sus legítimos representantes.

Debilitar estos mecanismos sólo puede conducir a lo que hoy son Venezuela, Nicaragua o Haití: democracias destruidas en las que la violencia y el hambre campean a sus anchas.


Todas las columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/juansvera/

 

Juan Sebastián Vera

Sociólogo por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Estudiante de Política Comparada en FLACSO, Ecuador.

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