Hace unos meses, en otra columna de opinión, pedía desesperadamente el cese de la violencia represiva del Estado hacia sus ciudadanos, especialmente hacia sus jóvenes. Lo anterior, en el marco del estallido social que se vivió en Colombia durante el 2021.
Manifestaba en aquel entonces mi preocupación frente a la militarización de las calles, las detenciones arbitrarias, los excesos policiales, las desapariciones, los bombardeos, las ejecuciones extrajudiciales y las balaceras. Decía que la solución, si es que podría venir del Estado, no podía ser usar el fuego para apagar el fuego, porque las consecuencias serían evidentes.
De forma cotidiana y durante años tuvimos que presenciar lo absurdo, inexacto y peligroso de aquellos que han considerado que la totalidad de la inmensa masa de jóvenes marchantes en este país somos “vándalos”, “saqueadores” y “terroristas”. Vimos a las madres teniendo que prohibirles a sus hijos salir a las movilizaciones por el miedo de no volverles a ver nunca más con vida. Vimos a jóvenes manifestarse de forma tan heroica como temeraria, saliendo de sus casas con la idea de que el escenario al que iban a enfrentarse en las calles era desconocido, bélico, peligroso y tan injusto como letal. Vimos jóvenes salir a las calles a ejercer el componente de “libertad” del lema nacional, volviendo a sus casas humillados, heridos, sin algún ojo, con contusiones, con heridas abiertas, con heridas de bala o sin vida.
Vimos a los jóvenes con su energía característica, con entusiasmo, con esperanza, con sinceridad, con pintura, con música, con baile, con pancartas, con arengas y con libertad siendo recibidos de forma clara, terrorífica, bárbara e hiper-violenta en las calles por los cascos, los escudos, los bolillos, las tanquetas, las patrullas, las motos, las granadas de aturdimiento y de múltiple impacto, los agentes químicos, las patadas, los puños, las pistolas, los fusiles y las balas del Estado (aunque de algunas manos particulares también).
Vimos a Dilan Cruz siendo asesinado al ser impactado en la cabeza por un artefacto lanzado por el Esmad. Vimos a Lucas Villa siendo asesinado por ocho balas que le dispararon sicarios a menos de un metro de distancia. Los vimos a ellos y a muchos más, como representaciones de los jóvenes promedio en Colombia, pasar tristemente su corta estadía en este mundo en continuo contacto con la violencia, la necesidad y la falta de oportunidades como constantes del país donde les tocó existir. Vimos que les tocó un lugar en la sociedad sin beneficios ni privilegios, y vimos cómo les tocó un país sin oportunidades, donde estudiar es difícil, conseguir trabajo digno es difícil, luchar por los derechos y las libertades es difícil; donde salir adelante en medio de tanta desigualdad es ¡insoportablemente difícil!
Vimos también unos gobiernos que no escucharon ni sintieron el más mínimo respeto por su población, que la hirió, le disparó, la bombardeó, la asesinó, ocultó sus cuerpos, los disfrazó de guerrilleros o los victimizó con el miserable argumento de – «es culpa de ellos porque para qué estaban ahí»-.
Ahora, varios meses después de ese estallido social en Colombia, tuvimos unas elecciones legislativas bastante atípicas en un país que hasta ahora se mostraba escorado a la derecha. Afortunadamente las fuerzas políticas en el Congreso colombiano se diversificaron y la izquierda obtuvo una representación sin precedentes que, sumada al centro, podría conformar mayorías que hasta ahora ostentaban los partidos tradicionales de derecha. Lo anterior es apenas normal de acuerdo a la inconformidad de un país que ha sido mal gobernado desde el Congreso y la Presidencia de la República por los mismos grupos durante décadas, sin embargo, vemos ahora con sorpresa a algunos sectores políticos, representantes de los anteriores gobiernos, manifestando su “desconfianza” frente a las elecciones legislativas que acabaron de pasar. Hablan peligrosamente de “no aceptar los resultados”, de falta de “legitimidad”, de elecciones “inaceptables” e incluso proponen su “repetición”.
No entiendo en primer lugar, ¿Por qué les cuesta tanto perder? Claro, puede que quienes estaban acostumbrados a ganar con engaños y sin control ciudadano, ahora que perdieron quieran atizar vientos de “golpe de Estado” si ganan sus contradictores. Quienes proponían «defender» la democracia y las libertades, cuando les llega el momento de crisis terminan proponiendo revocar las Cortes y el Congreso. Si así son de candidatos, ¿se imaginan gobernando? Ya lo sabemos.
En segundo lugar, frente a las injusticas, la falta de oportunidades, al hambre, a la violencia represiva del Estado, a la militarización de las calles, a las detenciones arbitrarias, a los excesos policiales, a las desapariciones, a los bombardeos, a las ejecuciones extrajudiciales y a las balaceras, ¿Qué esperaban? ¿Que el pueblo saliera a votar en masa por ellos mismos?
Buscan desconocer millones de votos legales en el país, pero es importante que sepan que ya no hay nada que hacer. La pintura, la música, el baile, las pancartas y las arengas pasaron de las calles a las urnas, y las consecuencias de años de mentiras y atropellos están siendo evidentes.
Ojalá les quede claro que no solamente perdieron en las urnas, sino que hace rato perdieron en la conciencia de la ciudadanía. Ya no les creemos ni les tememos. Nos quisieron amedrantar con la violencia y el miedo, pero decidimos con valentía asumir la dirección de nuestro propio país cuando entendimos que nadie va a venir a salvárnoslo.
Somos la generación de jóvenes con la que soñó Jaime Garzón y el cambio es imparable.
Comentar