En el año 2009, el profesor de la Universidad de Caldas Pablo Arango publicó un artículo llamado “la farsa de las publicaciones universitarias” en la revista El Malpensante. Allí, denunció con tono duro lo que veía como una práctica nociva para la academia: publicar con el fin de inflar la hoja de vida y recibir por ello un aumento de sueldo.
En efecto, el punto central del autor era que, debido a los incentivos para la publicación instituidos normativamente por dos decretos (primero por el decreto 144 de 1992 y luego por el decreto 1279 de 2002), que establecían aumentos de sueldo para los profesores universitarios de acuerdo a las publicaciones que estos hicieran, el número de publicaciones universitarias se había disparado, pero no así la calidad de las mismas.
Arango se va lanza en ristre especialmente en contra de las ciencias sociales y humanas, pues señala que en estas áreas se han escrito, desde que se promulgaron los decretos mencionados, una gran cantidad de textos que no tienen realmente ningún valor académico, y que además están redactados en una jerga pomposa y pretenciosa, incomprensible para el ciudadano de a pie, o incluso para los expertos. No estoy completamente de acuerdo con el autor, pues su tono es excesivamente fatalista, y pareciera negar que, de hecho, en este país sí se hace buena ciencia social. Como politólogo en formación, puedo dar el ejemplo de las excelentes investigaciones que se hacen en el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Bogotá (IEPRI), y en el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia (IEP).
Ahora bien, esto no significa que Arango esté del todo equivocado: como politólogo en formación también puedo afirmar que uno se encuentra con mucha mala ciencia social por ahí, con artículos largos y confusos que, palabras más palabras menos, no dicen nada. Se trata de una ciencia social en la que, como señalaba hace poco Jorge Orlando Melo, “la verdad no existe, pues la realidad la construye el discurso y por lo tanto nadie yerra ni se equivoca”.
En todo caso, el punto central de Arango es válido: hoy día parece haber un afán por publicar, pero no basado en el deseo de aportar al conocimiento, sino en el de inflar el propio curriculum vitae y aumentar el sueldo. El aumento de sueldo no es malo per se, pues en todo tipo de trabajos este es un objetivo anhelado y perseguido. Lo cuestionable es que esto lleve a que se incurra en prácticas poco éticas para lograr incrementar las publicaciones: desde publicar artículos de mala calidad, hasta publicar textos que han sido escritos por otras personas, como por ejemplo los asistentes de investigación, que a veces son excluidos de publicaciones en las que hicieron aportes fundamentales.
Así, debemos debatir si se necesitan nuevos diseños institucionales que regulen el quehacer académico e investigativo, para así desterrar este tipo de prácticas de nuestra sociedad y evitar que la academia sea desprestigiada por el accionar de unos cuantos investigadores inescrupulosos.
@AlejandroCorts1
[author] [author_image timthumb=’on’]https://fbcdn-sphotos-f-a.akamaihd.net/hphotos-ak-ash3/t1.0-9/10157367_1429775133947014_2734248217865849022_n.jpg[/author_image] [author_info] Alejandro Cortés Arbeláez Estudiante de Ciencias Políticas y Derecho de la Universidad EAFIT. Ha publicado en revistas como Cuadernos de Ciencias Políticas del pregrado en Ciencias Políticas de la Universidad EAFIT, y Revista Debates de la Universidad de Antioquia. Ha sido voluntario de Antioquia Visible, capítulo regional del proyecto Congreso Visible. Actualmente se desempeña como practicante en el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia (IEPRI). Leer sus columnas. [/author_info] [/author]
Una versión más corta de esta columna fue publicada en el periódico El Colombiano. Disponible en: http://www.elcolombiano.com/BancoConocimiento/P/publicar_para_que/publicar_para_que.asp
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