Al momento de publicar la presente editorial ya las elecciones habrán arrojado un resultado; sean cuales sean los candidatos que hayan pasado al balotaje (segunda vuelta), el país debe realizar una profunda reflexión sobre lo que ha de venir.
Estos ocho años de gobierno que están por terminar llevaron al país a unos extremos solamente vistos en la década de los cincuenta del siglo pasado; la clase política sacó su peor traje y colocaron al país en pie de lucha, nuevamente, por unas ideas que en nada favorecían la vida y tranquilidad colectiva y que por el contrario les daban razón a los intereses personales.
Todo un país se sumió en las contradicciones generales: la economía sufrió un retraso importante, se desestimuló la creación de empleo, se victimizó a la educación y se abandonaron otros frentes para sumergirse en la búsqueda de una paz anhelada pero que terminó por no ser aceptada por la mayoría de la población. Se dejó a la suerte la mecánica estatal y hubo una concentración en el logro de una meta que siendo necesaria ya que las condiciones de existencia de las mayorías eran indignas, fue tomada como estandarte para lograr la exaltación definitiva del ego personal del primer mandatario que solo después de conseguir el anhelado premio se acordó que había un país que urgía por ser gobernado.
Con lo que se vivía se gestó una oposición agresiva, una oposición poco aportante, que, dolida por no haber seguido con sus tesis, se volcó a realizar críticas inaportantes, torpedeando cada intentona del gobierno por gobernar y apelando las masas, con tácticas sinuosas, para que hubiese obstáculos prominentes que impidieran la realización de objetivos trazados por el establecimiento. Se rodeó de lideres cuestionados y oportunistas para que sirvieran de sustento a sus propósitos y apelo al miedo como herramienta de ejecución.
En estos ocho años de brega, el país no tuvo nada bueno ni nada malo que mirar de manera neutra; el país solo tuvo cosas buenas o cosas malas dependiendo de la posición en la que se estuviera.
La paz fue ese gran estandarte que se levantó para tratar de unir a la nación y en ella se ocuparon los grandes esfuerzos de la administración, descuidando los aspectos básicos que amerita el gobernar un país. Una paz que no fue diseñada para la unidad sino para la unilateralidad y que lo único que trajo como ganancia fue la ruina de las casas funerarias que ya no ganarán a tropel si no a cuenta gota. El Estado descuidó, a no dudar, a las regiones, permitiendo la intromisión de agentes externos que se enquistaron con propósitos oscuros; abrió las puertas a la degradación económica y es evidente que ejecutó el legado de su antecesor al acabar con la clase media que quedaba.
No atacó problemas de fondo y dejó que hiciera metástasis problemas gravísimos que atentaban contra la moralidad, como por ejemplo la corrupción que galopó como corcel desbocado, la crisis de credibilidad de la justicia y una economía que aprieta al de a pie pero que premia al encumbrado.
Lo mismo se puede predicar de la oposición. La oposición no le aportó al país nada diferente a un enfrentamiento enfermizo en contra del establecimiento; un enfrentamiento con tintes vindicativos, que llevó a los extremos a las personas, acabando con la serenidad que reinaba en la discusión política y volviéndola virulenta. Pregonó a viva voz las deficiencias de la paz, señaló los males de la corruptela y de la indigencia de las instituciones olvidando que parte de esos males eran heredados; usó el miedo como forma de azuzar a la gleba y por momentos hubo temores de sublevación general por cuenta de fantasmas creados por ellos que nunca existieron (o existirán).
En síntesis, el país atravesó ocho años de enemistad entre dos lideres que llevaron a los extremos a un país, que aún sigue esperando la orden -si es del caso- para contender.
Quien tome las riendas del país, no la tendrá fácil. Cuatro años para recomponer lo ocurrido en ocho de gobierno desafía la lógica matemática; la abolición de la reelección fue esencialmente nociva pero en su ausencia, el nuevo gobernante, debe apelar a la inteligencia.
Lo primero que debería hacer, es bregar por la unidad política que conlleve a la unidad social; es evidente que seguir manteniendo el país en los polos en que se encuentra es darle alimento al monstruo de la contienda; no puede el gobernante apelar a la táctica de la división para recoger dividendos, un país que este unido en torno a su dirigencia y viceversa es un país que puede sobrevivir a los embates que resulten. Los años por seguir, harán necesaria la unión contra los hechos que se están gestando en la región y el mundo.
Lo segundo que debería hacer es estructurar una economía, no con bases populistas sino con bases racionalistas. El empresario no debe ser mimado al extremo ni el trabajo subyugado y viceversa; debe haber unos compromisos en donde todos aporten al crecimiento económico, apostarle a la economía naranja, al empoderamiento del trabajador y a la apertura de nuevas líneas de negocios con una reducción racional de la carga impositiva es necesaria. Y el Estado debe ser garante que los impuestos no terminarán en manos de los corruptos sino en manos de la población.
Como tercero, debe lograr un acuerdo entre las ramas del poder público que permita mejorar el panorama jurídico de la ciudadanía. El exceso de normas aunado a una rama judicial politizada deja en el limbo el ejercicio de la ciudadanía libre; las necesidades no se combaten comprometiendo al Estado de manera formal o criminalizando las conductas superfluas, la ley debe ser el instrumento de imperio y de acatamiento para el Estado y el ciudadano como la justicia su garante. Vencer los males nacionales no deberá ser a punta de cárcel sino de inteligencia.
Como cuarto, tendrá que empoderar a la educación como eje de transformación social; la clave para cambiar el rumbo del país está en educar a la población y llevarla a un estatus que le permita superar su flácida existencia y volverla sólida.
En conclusión, la tarea del nuevo mandatario no será fácil ni envidiable, lo que si deberá pensar es que a un país como el nuestro no lo podrá gobernar con sentimiento de partido sino con sentimiento de unidad, con sentimiento de gallardía y de marino al que le gusta el viento en popa; el nuevo mandatario a todas luces deberá demostrar que los rezagos de épocas aciagas serán superados teniendo como esencia al ciudadano y su devenir.
No podrá gobernar escuchando a los revanchistas ni a quienes quieran acabar con lo que se haya logrado (si es que se logró), mirar para tras está prohibido; sí, al nuevo presidente le quedan prohibidos y proscritos los espejos retrovisores.