Una de las enseñanzas de la actual pandemia es que nos mostró tal y como somos, despojados de las pretensiones vanas y las impresiones distorsionadas sobre nuestra realidad. No se trata simplemente del plano individual sino sobre todo del institucional. El brote de coronavirus desnudó muchas de las inequidades de nuestro sistema educativo y dejó en evidencia su fragilidad.
Aunque el Ministerio de Educación Nacional estableció los lineamientos para el regreso a clases en los colegios tanto públicos como privados, dejó sabiamente esta decisión en manos de los mandatarios locales, quienes sopesarían las condiciones en cada caso. Tras esto y ante el panorama aciago que arrojó el diagnóstico harto conocido, la semana pasada una docena de secretarías municipales y departamentales de Educación anunció que sus colegios y escuelas oficiales no abrirán sus puertas en lo que resta del año. La medida se debió a que muchos de estos centros no contaban con las condiciones mínimas de bioseguridad —como un número proporcional y adecuado de baños, agua potable e implementos de aseo— así como a la imposibilidad de acceso en las zonas rurales. Las clases se impartirán, en lo posible, de manera virtual, aunque igualmente se consideran otros medios como las cartillas y la radioeducación, porque, junto con la precariedad de nuestros planteles, también tenemos un déficit de conectividad que impide la formación virtual: otro pendiente que se debe cumplir antes de acuñar eslóganes que venden realidades imposibles.
El anterior escenario no deja de ser paradójico si se tiene en cuenta que, desde hace un par de años, la política pública de educación básica y media en el país se ha basado en proveer a las instituciones oficiales de herramientas digitales y promover allí la inclusión de las últimas innovaciones informáticas, como la programación o la robótica. Si bien esta es una iniciativa no solo necesaria sino imprescindible en el mundo contemporáneo, no debe convertirse, como lo ha hecho, en el polo de atención e interés para los formuladores de política pública y los mandatarios del país. El brillo de los últimos adelantos y la imperiosidad de su apropiación no deben cegar ante las deficiencias estructurales, estas sí verdaderamente urgentes, sin cuya solución se perpetúa la desigualdad social, incubada en las entrañas de nuestro sistema de educación nacional.
Es éticamente reprochable que un puñado de centros educativos oficiales, ubicados en las capitales y áreas metropolitanas departamentales, cuente con tecnologías y programas informáticos de punta, mientras otros carecen de suministros de agua potable y de energía, o no tienen personal de aseo que garantice la apropiación y creación de conocimiento en ambientes dignos. Si la equidad es la meta central de nuestra visión de país, enmarcada en el Plan Nacional de Desarrollo (Pacto por Colombia, pacto por la equidad), la exclusión y el privilegio no pueden legitimarse desde lo público. No se trata de retroceder sobre lo avanzado, sino de atender los rezagos de años. Los rezagos y a los rezagados que ha producido.
Mucho se ha hablado de las afectaciones al comercio, al empleo y al turismo. No obstante, quizás sea el frente educativo, desde los estudiantes, el más golpeado por la actual crisis y el que más tardará en recuperarse. Sin duda, la pandemia acentuará las diferencias: aplanará la pista para algunas mientras la empinará, aún más, para otros. Una cartilla o un programa radial jamás reemplazarán a un maestro, ni a un compañero de clase, ni a un semillero o grupo de estudio, especialmente en el estadio de la educación básica. Así, no solo se abrirá una nueva brecha entre los que puedan formarse de manera presencial o semipresencial y quienes lo hagan exclusivamente por medios virtuales; también surgirá una diferencia entre estos últimos y quienes tengan que recurrir a manuales y otros medios, ya superados, para instruirse. De no hacerse nada, los costos sociales en el mediano y largo pueden ser incalculables. Y no solo se verían dentro de nuestro país, sino también entre Colombia y el resto del mundo.
Partiendo de esto, la política y los programas educativos que se adopten luego de la pandemia deben procurar, antes que nada, salvar las brechas educativas en dotación de insumos esenciales. No solo es un imperativo moral y un mandato constitucional: es también un requisito para el avance social. Como lo dice el neurocientífico Rodolfo Llinás, la verdadera defensa nacional de un país es su producción científica. Pero para hacer ciencia, primero se debe pasar por colegios con baños limpios y en cantidades suficientes, con agua potable, con implementos y personal de aseo, con vías de acceso: en suma, espacios dignos en los cuales aprender, enseñar, crear e investigar sean un placer y no un tormento o incluso un riesgo.
Si toda crisis encarna una oportunidad, que sea este el momento para hacer un alto en el camino y reevaluar las prioridades y las metas en materia de educación. Y para evitar que el sistema educativo opere, de nuevo, como un replicador de las desigualdades sociales heredadas, en lugar de erigirse como el transformador de estas.
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