El periodo presidencial en Colombia es de 4 años. Por ahora, inmodificables. Un periodo que puede resultar nimio o una eternidad. En los últimos años ha habido presidentes que salen por la puerta de atrás, y el paso del tiempo borrará su irrelevante lugar en la historia patria (quedará sirviendo solo para ajustar casillas en un crucigrama mediocre). Hay otros envalentonados a quienes el cuatrienio resulta un suspiro y añoran con fuerzas y mermelada seguir en el cargo. En este segundo grupo tenemos al presidente actual. Capaz de echarse al hombro un cuatrienio más, al menos de palabra, dizque porque necesita librar sus reformas. Aquí hay un problema de forma y de fondo. La forma es el modelo republicano que exige limitar la vocación napoleónica de nuestros gobernantes de turno. No es correcto legislar en provecho propio. Hasta ahora, no ha habido uno solo que discuta el periodo presidencial o la relección anulando la condición de candidato. Esa posición vicia el debate y dispone un lugar privilegiado que anula la posibilidad de una contienda electoral en términos de igualdad. El fondo es el contenido de las reformas. En el lugar más profundo de su perversa bondad todos los presidentes creen que sus reformas son fundacionales. Y todas terminan siendo una alharaca con la que tranzan favores políticos futuros, en nombre del cambio, con los oportunistas de siempre. Reformas oscuras, tibias, ambiguas, frágiles y acomodadas. Reformas ilegibles que confían su contenido y eficacia en decretos reglamentarios (modo de proceder que anula el principio constitucional de publicidad). Entiendo que toda reforma es un camino de espinas. Pero hay propuestas que nuestra sociedad merece discutir con más detalle. A mí me seduce una en particular: asegurar que todo cargo público posible se provea por concurso de méritos, en el orden nacional y en el territorial. No es perfecto. Pero de todas las opciones posibles de nombramiento es el que mejor asegura que los cargos públicos sean ocupados por los más aptos y no por los más cercanos. Lo público no puede seguir siendo el espacio en el que se derrochan millones a cambio de favores políticos. El curso de la política debe seguir girando sobre la voluntad popular y el caudal electoral, los cargos de elección popular quedan por fuera de esta exigencia. Pero la función directiva requiere la libertad y la independencia que da el conocimiento. La carta de presentación de un funcionario no puede ser su padrino político o el título académico; debe ser la probidad, el respeto por los argumentos y la búsqueda de la justicia. Puede que el concurso tenga reparos pero da autonomía. La autonomía da libertad, y solo en libertad, o en la lucha por ella, nace la justicia.
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Del autor
John Fernando Restrepo Tamayo
Abogado y politólogo. Magíster en filosofía y Doctor en derecho.
Profesor de derecho constitucional en la Universidad del Valle.
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