Preludio del sufrimiento sin lágrimas

Juan Camilo Parra Avila

“En esas ocasiones lloré porque creía que llorar era lo justo. Porque llorar es la respuesta más conveniente cuando no se tienen palabras. Y aunque me parecía autentico en los demás —aunque no menos patético— llorar en los momentos donde la emoción calaba tanto, en mí simplemente era algo inauténtico. En esa relación el llanto se había convertido en la forma en la que me aparentaba como real. Pero el hombre no es real, es una posibilidad”.


Cuando era muy chico me burlaba de todas las personas que lloraban en público. Aquellas personas sentimentales que podían abrirse con cualquiera en cualquier situación. Las detestaba profundamente. No entendía, sí, realmente no entendía cómo podían hacerlo. Las tomaba de pretensiosas, histriónicas, imbéciles. Solía escabullirme siempre que llegaban a mí buscando ayuda, buscando una mano que sujetar o un hombro sobre el cual llorar. Solía escabullirme porque no le encontraba causa a su martirio. Sus actos eran risibles y ridículos ante mis ojos. El mundo me había hecho un pequeño desconsiderado, inhumano si quiero ponerme más conceptual.

A medida que crecía empezaba a reconocer los ademanes y preparatorios. Tenía un sexto sentido que me permitía presentir las inmediaciones de los lloriqueos, era algo cadavérico. Sí, cadavérico, mortuorio, funesto. Tenía que ingeniarme maniobras de escapismo para poder evitar a toda costa dicha situación. ¿Qué poder decirle a alguien que siente una afección tan grande que el mundo le carece de sentido? Bueno, si es que le ha puesto sentido al mundo. Cuando se está sufriendo, caído en la nada, palideciendo a más no poder, se prefiere el silencio.

Seguí creciendo y los demás me parecieron siempre lejanos. Nunca podía ser lo que ellos esperaban que yo fuera. Nunca podía hacer lo que esperaban que yo hiciera. Luego, en el momento del llanto, solo los observaba. No había acto más repudiable que llorar. Mentiras. De hecho sí lo había: llorar en frente mío. Crecí y tuve mi primera relación, lloré por ella las dos veces que decidimos acabar todo. En esas ocasiones lloré porque creía que llorar era lo justo. Porque llorar es la respuesta más conveniente cuando no se tienen palabras. Y aunque me parecía autentico en los demás —aunque no menos patético— llorar en los momentos donde la emoción calaba tanto, en mí simplemente era algo inauténtico. En esa relación el llanto se había convertido en la forma en la que me aparentaba como real. Pero el hombre no es real, es una posibilidad.

A medida que los años transcurrieron me di cuenta de que la incapacidad de llorar iba más allá de una simple característica personal propia de mi ser. Era como si un vacío se apoderara de mí, dejándome sin un escape para liberar la angustia, el dolor y la soledad que me abrumaban. La incapacidad de llorar se convirtió en un recordatorio constante de mi padecer y de la distancia que me separaba de los otros. Todo había comenzado porque no podía llorar y los demás sí. El mundo me había hecho un pequeño inepto afectivo. Caí en la cuenta de que la forma para afrontar mis crisis emocionales era la inexpresividad. Pero los sentimientos jamás expresados son inolvidables. Algo faltaba en mí, lo sentía pero no podía aclararlo. Busqué todas las formas posibles para llorar, incluso leí a Cortázar y sus instrucciones para llorar. Todo esto fue en vano. Por no soltar lágrimas la gente nunca creyó que sufría verdaderamente. Aunque bueno, yo también tuve mucho que ver por burlarme y alejarme de las personas que sucumbían a las lágrimas. Pero la gente no me creyó, no había la certeza de que verdaderamente sufría y eso no ocurría porque no había lágrimas. Créanme, señores, esta meditación sobre el llanto es una verdadera muestra de que sufro. Una muestra de que el llanto no lo es todo. Las palabras son mis lagrimas cayendo sobre el papel que es mi rostro. La sociedad nos convirtió en seres silenciosos y alejados. Llorar se nos ha vuelto un sinónimo de debilidad. Por ello lucho contra los hombres que como yo caen ante el preludio del sufrimiento sin lágrimas, aquellos que caímos en las garras de lo más bajo del ser humano y aquellos hombres que por no poder liberar la tensión, hoy son de los más inhumanos de nuestra sociedad.


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Juan Camilo Parra Avila

Soy filósofo de la Universidad Industrial de Santander, escritor y gestor cultural en El Cocuy Boyacá. Director de la editorial independiente Espeletia Ediciones y representante legal de Los Eudaimones, empresa filosófica y cultura.

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