Prado, una belleza que cojea

Trampantojo de Lalinde, en la esquina de Palacé con Urabá. Foto Spitaletta

(Ojeada al único barrio declarado como patrimonio cultural de Medellín)

Patrimonio, me dijo una arquitecta, es “lo que se valora”. Es una conexión sentimental, mental y de apegos con una construcción que puede ser tangible o no; una cuadra, un santuario virginal, una brisa que nos hace caer en cuenta en que parte del año vamos, la ventana por la que he visto atardeceres. Así que una pared de cuarto, un viejo árbol, incluidas sus cosechas de pájaros, o el pedacito de cielo que se cuela por el patio, pueden ser un inventario patrimonial. Ah, sí, hay patrimonios colectivos y, otros, muy cálidos y entrañables, de carácter personal.

Hay patrimonios, en su condición de tiempo y espacio, que se conectan con la historia (más allá de la familia). Con la ciudad y sus raíces. Con la memoria colectiva. Son referencias para mirar desde el presente al pasado, y viceversa. Así que, cuando un territorio se despoja de determinados asientos históricos, es como si hubiera una desagregación, una ceguera. Un vaciamiento.

El barrio Prado, con sus arquitecturas de fábula europea, con combinaciones de materiales y mano de obra propias de estas tierras (la construyeron artesanos nativos), es un referente imprescindible en lo que, en Medellín, aún sobrevive como patrimonio cultural. Es un sector que habla de varios momentos de la ciudad, de sus élites de la primera mitad del siglo XX, de inmigrantes y visiones urbanísticas.

Ese barrio que parecía un sueño, como lo referenció el mismo fundador, Ricardo Olano, y que sigue siéndolo, aunque no faltan las pesadillas, es una conexión con otros tiempos en que, incluido el “buen gusto burgués”, otros dicen que era más bien el esnobismo de los nuevos ricos, la ciudad industrial tenía barrios de clase alta y de obreros. Prado, construido a semejanza de los conceptos de la “ciudad jardín”, aún conserva aspectos de su antiguo esplendor. Sin embargo, no es tan residencial como lo fue, ni está el inventario completo de caserones, distintos todos, porque algunos los tumbaron y otros están en ruina.

En varios de sus sectores el barrio es todavía una especie de laboratorio para arquitectos, historiadores, diseñadores y poetas. Aún hay viejas casas que evocan a sus habitantes primigenios. Hay fachadas hermosas, ventanales, portones, líneas curvas (que predominan), cornisas, leones blancos que guardan entradas, aplicaciones elegantes, tal vez recargadas, barrocas. Y un mundo que se abre a los sentidos con una placidez más propia para ojos extranjeros.

Es un barrio con historias, con fantasmas, con luces y sombras. Se pueden hacer lecturas de los estilos y diseños. Con dos iglesias católicas, varias cristianas, cerca de veinte conventos, clínicas, inquilinatos, hostales y geriátricos tristes, Prado se ha salvado de los pulpos constructores, edificadores de torres anodinas y sin ninguna estética, porque es patrimonio cultural de Medellín. Pero no faltan los que aspiran a que esto termine para poder tumbar, depredar, borrar.

A veces hay pábulo para sospechar que se tejen consejas y conspiraciones. Es como si hubiera un escondido complot, quién sabe montado por qué torvos intereses, para aburrir a sus habitantes, deprimir el sector que todavía tiene un inmenso valor ambiental, por sus especies arbóreas, su fauna, sus calles anchas, sus hermosos antejardines. Se ven extraños que van depositando basuras, que se roban avisos y tinacos, que vandalizan fachadas. Y se ha ido creando un imaginario de inseguridad (bueno, toda la ciudad es insegura) y desolaciones.

Desde lo oficial parece haber una mirada que ignora el valor histórico y patrimonial. Que no se interesa por la inversión social y cultural (no solo hay que pintarrajear algunas fachadas y poner lucecitas blancas en dos calles). Que parece cómplice del deterioro. El que puede ser, por su diversidad estética, variedad de diseños y formas, el barrio más bonito de la ciudad, está en una evidente situación de descaecimiento.

 

El barrio de los guayacanes y los cadmios, de los laureles y los mangos, del casco de vaca y las acacias, aquel que en otro tiempo se denominó con guasa como la “Nueva Jerusalén” por la presencia interesante de judíos (sefarditas, polacos, lituanos, rusos), tiene lugares que ya no guardan su vieja presencia de brillos y limpiezas. Por ejemplo, en tramos de Sucre entre Cuba y Moore, es una pena; en partes de la calle Miranda y también en la que puede ser la más solitaria calle (en rigor es carrera) del barrio: Balboa, en particular desde Belalcázar hasta Cuba.

Llevo un poco menos de una década como habitante del barrio. Me sé de memoria sus perfumes y hedores, sus colores y vientos, los cantos de sus pájaros y los aposentos de guacamayas y loras. Algunas historias de viejas familias que ya no están. Y de otras que siguen ahí. No digo que pudiera andar con los ojos cerrados, porque Prado es un barrio para mirarse, para el deleite del caminante, para el recreo del que quiere buscar en sus casonas tantas formas, arabescos, trazos y geometrías insólitas.

El barrio, en particular el que corresponde al diseño original de Olano y compañía (Balboa, Palacé, Venezuela, entre Cuba y Jorge Robledo), es una atracción para los visitantes y para los que saben mirar. O quieren aprender a hacerlo. Huele a historia y a francesinos. En sus espacios, delimitados culturalmente por la carrera San Martín (la 46) hasta la carrera Neiva (la 50D), y desde Cuba (calle 59) hasta Manizales (la calle 66), hay multiplicidad de estilos arquitectónicos.

 

Y se puede encontrar desde el excéntrico Palacio Egipcio, cuyo dueño primero, el optómetra y aficionado a la cultura de los faraones, Fernando Estrada, tenía un observatorio astronómico y convocaba reuniones agnósticas, hasta casonas cuya arquitectura semeja la de un vapor antiguo de los que navegaban por el río Grande de la Magdalena o un castillo medieval. El Egipicio, o Palacio de Ineni (arquitecto que diseñó edificaciones para cinco faraones quince siglos antes de nuestra era), cuya construcción y diseño estuvo a cargo de Nel Rodríguez, está hoy venido a menos.

Prado, de esquinas con ochavas, de trampantojos como los que pintó Pedro Pablo Lalinde en la esquina de Palacé con Urabá, y en la casa de los fabricantes de instrumentos o lutieres de la familia Posada, en Palacé con Belalcázar, es tal vez el último bastión patrimonial de la ciudad. Un conjunto valioso e imprescindible para el reconocimiento de nuestra historia, memoria y aún para el cultivo de ciertas nostalgias.

En Prado, azulejos, canarios y otras aves dan conciertos en las ventanas y hay casonas que parecen sacadas de un cuento de hadas. Patrimonio, en efecto, es lo que se valora. Y este barrio bonito y memorioso reúne esa condición. Falta que el resto de la ciudad también lo valore y lo sienta suyo.

(Escrito en Medellín el 26 de junio de 2021)

 

Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.