(Un paseo entre guayacanes, palacetes y leones sentados, en el único barrio patrimonial de Medellín)
La diversidad arquitectónica, con caserones construidos según el “buen gusto” burgués, en tiempos en que la ciudad todavía asistía a las funciones del filme Bajo el cielo antioqueño (1925), cuyos fotogramas no alcanzaron a mostrar aspectos del que iba a ser el barrio más hermoso de Medellín, según las palabras de su fundador, Ricardo Olano, es una de las característica del bautizado en 1926 como barrio El Prado.
Prado se creó bajo los parámetros de la “ciudad-jardín” y, como el mismo Olano lo advirtió, la excentricidad de sus habitantes primigenios lo convirtió en una mezcla de ensoñación y realidad de asombro. Recorrer sus calles de dieciséis metros de ancho, con antejardines y una arborización que todavía recuerda lo dispuesto por su forjador, es toda una aventura sensorial. Ya veremos.
Un caminante podría seleccionar solo las formas de los ventanales, con maderas de caobas o comino crespo, hierro forjado, arcos y alas batientes o de una sola pieza, vitrales belgas y se daría un gusto visual, un banquete de dimensiones estéticas. Y si selecciona portones, ni hablar. Arqueados, rectangulares, inmensos, con aldabones en forma de cabeza de león o de diablo, algunos ya alterados por rejas espurias debido a los nuevos sobresaltos. Prado es curvilíneo, con ochavas, con torres y torrecillas, entejados españoles o ingleses, casas de dos y tres plantas, algunas como palacetes, otras como castillos medievales, y sin faltar la que se parece a un vapor de aquellos que navegaron con su alcurnia y músicas de trópico por el Río Grande de la Magdalena.
Hay chalets a la suiza y alguna casona que evoca arquitecturas escocesas. Todavía hay faroles que parecen tener aire de tango. O de calle parisina. El transeúnte, o, de otra manera, más una suerte de flâneur, o de caminante con criterio, descubrirá en las fachadas todas las características de lo republicano, de lo europeo, de algún vestigio colonial. Rosetones, cornisas, decoraciones con hojas del triunfo, de flores extrañas que evocan las de un libro de la escritora catalana Mercé Rodoreda. Todo es posible en su geografía, hoy un poco venida a menos.
Prado, cuya primera calle (mejor dicho, carrera) fue la prolongación de la vieja Palacé, en cuya esquina con Darién se construyó la primera mansión (hoy metamorfoseada en la iglesia del Espíritu Santo, erigida en 1957, con un curazao rosado que puede ser el más grande de la ciudad), la de Joaquín Cano, es todavía una muestra de aquellas lujosas distinciones de los “ricos de Medellín”. Olano promovió la siembra de guayacanes amarillos y lilas, distribuidos estos por las calles; por las carreras los primeros. Y cadmios, para que las brisas del Pandeazúcar (con luna incluida) repartieran aromas por el barrio. Pimientos y carboneros completaron el jardín, que luego aumentó con los casco’evacas.
En el único barrio declarado patrimonio cultural de la ciudad usted puede encontrarse con la casa donde habitó uno de los ingenieros más preclaros de Antioquia, Juan de la Cruz Posada, cuya mansión todavía está en la esquina de Palacé con Belalcázar, en la que hoy (con el nombre de Casa Prado) está la sede de una empresa de moda femenina.
El barrio, delimitado por Popayán (carrera 50C, algunos lo prolongan hasta Neiva, 50D), San Martín (carrera 46), Cuba (calle 59) y Jorge Robledo (calle 65) creció con la columna vertebral de Palacé (carrera 50), con otras paralelas a ella, como Venezuela y Balboa. Tal vez la construcción más extraña del barrio es el Palacio Egipcio, diseñado por Nel Rodríguez para el optómetra y aficionado a la astronomía Fernando Estrada. Está en Sucre entre Cuba y Miranda.
Edificado a la manera de un palacete de Luxor (ciudad egipcia que está sobre las ruinas de Tebas), su dueño, un amante de la cultura y la historia de los faraones, lo bautizó como el Palacio Ineni (“princesa hereditaria de noble familia”). Columnas que representan papiros sin abrir, de granito rosado, pictogramas y jeroglíficos, un observatorio, reuniones de masonería en sus cuartos altos, patios centrales con salones alrededor, convirtieron la vivienda del fundador de la Óptica Santa Lucía, en la más curiosa de Prado. Hoy, sin embargo, está amenazando ruina.
Caminar por este barrio, de eclécticas arquitecturas, es hallar un poco de lo árabe en Casa Blanca (Balboa con Darién) y de castillos galeses, como la Casa Walsingham, en la esquina de Balboa con Belalcázar y diagonal a la mansión que habitó la señora Luz Castro de Gutiérrez, donde en otras calendas se realizaban los desfiles de Señorita Antioquia.
Prado, que aún conserva un alto valor ambiental, es, hoy, una mixtura de asilos de ancianos y conventos (hay veintidós), con sedes artísticas, corporaciones de salud y clínicas siquiátricas, oncológicas y pediátricas. Su único parque, el Olano, tiene dos ceibas y nuevos jardines. La casa de su fundador es hoy una sede de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia, en Balboa con Belalcázar. Entrar en ella a través de un gigantesco portón a modo de arco, es recorrer un laberinto de dos enormes plantas.
Casi todo lo que en Prado se conserva es digno de verse. Narra historias. Transmite emociones. Hay leones sentados y buhardillas bohemias. Torreones y mansiones que parecen habitadas por antiguos fantasmas. Su añejo esplendor todavía brilla en muchos de sus caserones, a veces inverosímiles. Todavía sus frondosos árboles cosechan pájaros. Pasear por sus ámbitos es una experiencia de entrar en otro tiempo, el de los días en que las muy encopetadas familias de la élite medellinense erigieron el sector en una conjunción de exquisitez y comodidad. Y sigue siendo, pese a su decadencia, un “sueño hecho barrio”.
(A los noventa años de un histórico barrio digno de preservarse)
Nota: este artículo está en mi libro “Medellín, ¡cómo te siento!” y lo escribí en noviembre de 2016.
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