Donald Trump es un personaje desagradable: altanero, prepotente y soez. Lo acusan de misógino. Más que un gran empresario innovador es un especulador más o menos afortunado de la renta urbana. Trump es sin duda un típico representante de la clase alta neoyorkina, la que pone de moda las causas sociales, la que lee o presume leer “The Newyorker”, la que Tom Wolfe retrató cruelmente en “La Hoguera de las vanidades” y la que produce tipos como Epstien o Madoff. También produjo, esa sociedad, a Truman Capote, un enano presumido y alcohólico, que no por ello deja de ser el gran escritor que fue.
Los escritores deben ser juzgados por sus obras y los políticos por la suyas. Si juzgáramos a los políticos con base en los preceptos de “El Sermón de la Montaña” o por su encanto personal, ninguno en toda la historia de la humanidad merecería nuestra aprobación.
Uno de los principales cargos contra Trump ha sido el de su mal trato a los inmigrantes. Curiosamente, como en muchos otros casos, los números hablan a su favor. El promedio anual de inmigrantes que han recibido la residencia en Estados Unidos durante su mandato, la ansiada “Green Card”, es superior al de cualquiera de sus tres últimos antecesores. Está encima del de Obama y muy mucho más del de Clinton quien, gracias a la prensa biempensante, ostenta el lauro de gran amigo de la inmigración.
El 43,7% de los nuevos residentes de 2018 procedía de algún país de América Latina o El Caribe; los países africanos aportaron 10,6%. En total latinos y negros que recibieron ese año la “Green Card” fueron el 54,3%, cifra que no parece mala para un “racista” y que se compara bien con el 50,7 % del último año de Obama y con el 49,9 % del último de Clinton.
En 2016, Trump ganó las elecciones porque en un golpe de audacia política rompió con el buenismo y la victimología imperantes que, despojado de su individualidad a negros, latinos, mujeres, indígenas y homosexuales, los han convertido en especies de mascotas gregarias que, incapaces de valerse por sí mismas, deben ser ayudadas y protegidas de una sociedad que las oprime. Su audacia consistió en dirigirse al supuesto opresor, al individuo blanco o de cualquier color – heterosexual, religioso, tradicionalista, patriótico – que ha sabido progresar con su esfuerzo y su trabajo y contra cuyos valores si se admite, en el buenismo oficial, la burla y la denigración. Además de este discurso, que es cada vez mejor entendido por la gente, Trump tiene en esta oportunidad varias cartas fuertes de las que carecía en 2016.
Donald Trump ganará las elecciones de 2020 por ser el candidato-presidente, porque los resultados económicos de su gestión son satisfactorios, por el fracaso de los demócratas en el proceso de impeachment, porque los disturbios que siguieron a la muerte de George Floyd fortalecen su candidatura y porque la economía norteamericana se recuperará vigorosamente, al tiempo que los contagios y las muertes por la pandemia se reducen paulatinamente.
El candidato-presidente tiene sobre su rival la ventaja de una mayor exposición mediática, la de definir los temas de la campaña y la de controlar los cargos de la administración pública donde se manejan las clientelas políticas, porque siempre vale más un “toma” que un “tendrás”.
Desde Franklin D. Roosevelt, solo dos presidentes que se presentaron a la reelección fueron derrotados: Carter y Bush padre. Hay que tener unos números muy malos o estar apabullado por algún estruendoso fracaso o escándalo reciente, para que un candidato-presidente no resulte ganador. Los números de Trump son buenos y, en lugar de una derrota, viene de una victoria política indiscutible como es el fracaso del “impeachment” impulsado por los demócratas.
Antes del choque de la pandemia, la economía de USA estaba prácticamente en pleno empleo y casi sin inflación. El crecimiento del PIB per cápita es bastante bueno. En fín, la economía es más abierta que en 2016, cuando la relación porcentual del comercio exterior con el PIB era 26,5% frente a 27,5% en 2018. Un punto de crecimiento en dos años no está mal para un proteccionista.
Los desórdenes promovidos por la izquierda radical y acolitados por el Partido Demócrata, en lugar de debilitarla, pueden fortalecer la candidatura de Trump. En 2016, Trump enfocó su oferta política hacia la clase media blanca, el sector mayoritario de la sociedad norteamericana, que por efecto de la propaganda aparece como la responsable de las calamidades de las minorías discriminadas: negros, latinos, homosexuales, etc. Este grupo es el que ha sido víctima de las mayores agresiones protagonizadas por los participantes en las protestas desatadas tras el asesinato de Floyd. Pero aún entre los negros y latinos, que han prosperado en la sociedad norteamericana, prevalece el sentimiento de que esos desmanes son una reacción exagerada frente a un hecho que todo mundo está dispuesto a condenar como un evento de brutalidad policial.
Las protestas por lo de Floyd fueron menos masivas y se han disipado más rápidamente de lo que hubieran querido sus instigadores. Ya solo quedan en las calles los activistas organizados de movimiento Black Lives Matter, cuyo orientación violenta y totalitaria es cada vez más notoria y más evidente para el pueblo de Estados Unidos.
Le recuperación del empleo es asombrosa. La tasa de desempleo, que llegó a 14,7% en abril, retrocedió a 11.1%, en junio, como resultado de la creación de 4.9 millones de puestos de trabajo. Si esta tendencia continúa, como presumiblemente lo hará a medida que se reabra la economía, en octubre, el desempleo estará hacia el 6% – 7% y la victoria de Trump sería muy probable. Si en el camino aparece la vacuna contra el Covid-19 en alguno de los laboratorios que han recibido fondos de la administración federal, su triunfo será imparable.
Las encuestas contratadas por los medios afectos al Partido Demócrata marcan una tendencia desfavorable a Trump, como la mostraban en 2016 hasta el día anterior a las elecciones. Ese año Trump obtuvo 3 millones de votos populares menos que Clinton, hoy podría perder por 5 y, aun así, ganar la mayoría en el Colegio Electoral, si mantiene sus votos en los estados republicanos del centro el País y gana en unos dos de los estados bisagra, como La Florida y Ohio, donde salió victorioso hace cuatro años.
Para la democracia y la libertad en Colombia, sometidas al ataque de las dictaduras de Cuba y Venezuela y de la izquierda latinoamericana, agrupada en el Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla, es bueno que Trump la vuelva a hacer, que vuelva triunfar. De ganar Joe Biden, su gobierno estaría hipotecado a la izquierda pro-cubana y socialista del Partido Demócrata: Warren, Ocasio-Cortez y, por supuesto, Bernie Sanders.
A la amenaza contra Colombia desde Venezuela, donde están miles de guerrilleros de las Farc y el ELN, que hostigan permanentemente al ejército colombiano y maltratan a los habitantes de la frontera, se añade la amenaza interna de las Farc y sus aliados, con sus inmensos recursos económicos, políticos y jurídicos y sus enormes plantaciones coca que no pueden ser fumigadas porque la Corte Constitucional no lo permite.
Un gobierno de Joe Biden, que se ha declarado “progresista” – como Castro, Chávez, Maduro y Petro – sería nefasto para Colombia. ¡Ojalá que Trump lo vuelva a hacer!
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