Hay libros que se publican y que nadie nunca lee. El escritor argentino Christian Vázquez reflexionaba en «La biblioteca de los libros no leídos» sobre algo estremecedor y cotidiano. Desasosegante como un cuadro que nunca nadie viera, como una partitura que nunca nadie escuchara. Pero que está ahí, al alcance de los dedos. Letras, palabras, frases, párrafos encerrados en un Lager donde encierran con categorías por debajo de la indiferencia (¿No es acaso mejor que lo condene Torquemada, que lo manden quemar los entorchados, que lo señalen por impío los cónsules y senadores?):
«Su primer libro –decía- se publica gracias a su amistad con el editor, el cual, bien sea por olfato o por falta de tiempo, solo hojea el manuscrito y luego lo entrega al corrector de estilo de la editorial, que no lo lee, sino que lo corrige, que es distinto. El libro, una vez publicado, da lugar a entrevistas hechas por periodistas que han leído solo la contraportada, cosa bastante común, y es reseñado brevemente por reseñistas que también solo han leído la contraportada. Se vende poco, pero no menos que otros. Los pocos compradores leen la contraportada y luego olvidan el libro en una repisa de la librería, como ocurre a menudo».
En el mundo académico es aún más cruel. Los artículos que se publican en las revistas que permiten prosperar en la carrera, no los lee nunca nadie. Nadie. Incluso cuando son los más citados. Escribir y leer pueden tener caminos diferentes.
Los buenos lectores deambulan por las librerías de viejo -o de nuevo- esperando que el azar reduzca con un golpe de suerte la incapacidad de dar cuenta de todo.
Leer como una conjuro para ahuyentar la muerte. Todos los grandes escritores fantasean sobre bibliotecas infinitas, con laberintos que se pierden en otros laberintos, cámaras que llevan a pasillos que terminan en escaleras que suben a otros laberintos. No es sino la expresión de la impotencia de que no nos da tiempo en una sola vida a leer todo lo que queremos leer. Y de nada nos valdría reencarnarnos si no tenemos memoria de lo acumulado.
Umberto Eco tenía una biblioteca de 30.000 ejemplares, que le llevarían casi un siglo leer contando con que se leyera un libro al día. Yo he estado con algún libro seis meses. La desesperación es inabarcable.
Quizá por eso los buenos lectores deambulan por las librerías de viejo -o de nuevo- esperando que el azar reduzca con un golpe de suerte la incapacidad de dar cuenta de todo. Una suerte de magia que te lleva a ese libro, a ese y no a otro, y te tranquiliza al permitir que te cuentes a ti mismo: por algo habrá caído en mis manos. Algo o alguien lo ha traído a mí: estoy leyendo lo que debo.
Nunca te has leído todos los libros que tienes en tu casa, pero poseerlos es una declaración humilde de lo pequeños que somos.
Los libreros son esenciales cuando nos conducen por el laberinto en el que debieran haber abierto la puerta las editoriales seleccionando solo aquello que merece la pena ser publicado, traducido, divulgado. Y otro tanto debieran hacer los profesores, que tienen planos de laberintos concretos de su profesión que les permiten hacer atajos productivos para que sus alumnos no pierdan el tiempo.
Hay traseras para el confinamiento con falsas bibliotecas. Como que tener libros da prestigio. A mi amigo Emilio, que llegó a profesor y que solo tenía en casa de niño la Biblia que les regalaron unos mormones, las páginas amarillas y un libro de la editorial Salvat, su abuela le dijo un día que volvió de la universidad contando que tenía que comprarse un libro: ¿Otro? ¿Y los que ya tienes? Nunca te has leído todos los libros que tienes en tu casa, pero poseerlos es una declaración humilde de lo pequeños que somos. Tener más libros de los que podrías leer -y sobre todo de los que puedes guardar- también te permite un gesto hermoso, que es regalar libros que han estado un tiempo entre tus manos.
Un país que no tiene una buena revista de recensiones es un país que sigue en la prehistoria. En España tuvimos la Revista de libros. Pero alguien pensó que era mejor rescatar con ese dinero el sueldo de un directivo medio de Bankia.
¿Será verdad que libros electrónicos dejan en la memoria una huella más débil? Los cantos de cada libro y el olor y el tipo de letra se repiten. Y cuando los cierras no está esa portada que alguien ha discutido para expresar el contenido, sino la pantalla negra de la tableta. Es más fácil que los libros de papel te penetren y que los libros electrónicos te entretengan o satisfagan búsquedas concretas. Los libros de la librería forman parte de la cotidianeidad de cada día. Aunque sea por el polvo que acumulan. Los libros encerrados en un ordenador apagado se van de la memoria con la rapidez de los favores.
La gente que nos ayuda a navegar por laberintos son generosas. Los libros esenciales de la ciencia política; todo lo que debiera leer un economista. Claves esenciales del pensamiento filosófico. Los clásicos irremplazables de la sociología. Igual que son generosos los traductores y los que hacen reseñas honestas de los textos. Un país que no tiene una buena revista de recensiones es un país que sigue en la prehistoria. En España tuvimos la Revista de libros. Pero alguien pensó que era mejor rescatar con ese dinero el sueldo de un directivo medio de Bankia.
Saber los libros que no has leído puede ser más inteligente que saber los libros que has leído. Cuando Sócrates dijo que solo sabía que no sabía nada estaba siendo arrogante. Porque para saber que no sabes nada hay que saber mucho.
Mientras, en España, no solamente no tenemos una revista de libros ni un programa de libros en la televisión, sino que la universidad está perdiendo la carrera del tiempo, mientras los periodistas que ganan premios que se dan entre ellos las empresas de medios de comunicación, dicen que saben tanto que saben que Sócrates no sabía nada.
Seguro que lo habrán leído en algún calendario.
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