Por el derecho a la esperanza y a la paz

Desde hace 25 años, cada 21 de septiembre conmemoramos el Día Internacional de la Paz. Este año, en Colombia, esa fecha ha sido marcada por un acontecimiento doloroso: la ruptura de los diálogos entre el gobierno de Gustavo Petro y la guerrilla del ELN. Lo que parecía ser una posibilidad de poner fin al último grupo armado con motivaciones políticas surgido en los años 60 en nuestro país se ha convertido en otro retroceso en el ya difícil camino hacia la paz.

A pesar de los traspiés, este proceso había logrado algo sin precedentes: convocar a la sociedad civil en un Comité Nacional de Participación en el proceso de paz con el ELN y  que las delegaciones avanzaran en la firma del primer punto de la agenda, lo que generó grandes expectativas. La negociación se tambalea en medio de la frustración, la violencia sigue imperando en muchas regiones del país y las comunidades más afectadas, que han sufrido las consecuencias directas del conflicto durante décadas continúan atrapadas en una espiral de violencia, dolor y muerte.

El ELN es un actor complejo, con una estructura interna diversa y objetivos contradictorios, todo esto ha dificultado historicamente las negociaciones de paz con este grupo armado. La desconfianza mutua entre Estado y guerrilla, alimentada por años de fracasos y acciones violentas, se ha convertido en una barrera difícil de superar. Durante las conversaciones, los ataques a la fuerza pública, a la infraestructura, los toques de queda en los territorios donde hacen presencia y los secuestros no cesaron, erosionando aún más la confianza. Según cifras de INDEPAZ, solo en el primer año del cese al fuego, el ELN lo incumplió en más de 200 ocasiones. Esto no solo  ha llevado a retrocesos en las negociaciones, sino que también demostró su falta de voluntad para buscar alternativas para firmar la paz. Además, les dio argumentos a los detractores del proceso y ha sido una gran decepción para quienes anhelamos una salida negociada al conflicto.

En este contexto de desesperanza, el legado de Nicanor Restrepo Santamaría se vuelve especialmente relevante. Restrepo es una de las figuras empresariales más destacadas de Colombia, y defendió a lo largo de su vida la idea de que la esperanza no es solo una aspiración, sino un derecho fundamental. En un país marcado por el conflicto armado, la desigualdad y la polarización, la esperanza se convierte en un pilar esencial para la construcción de un futuro más justo y pacífico. Nicanor no solo fue un empresario exitoso, sino también un líder social que entendió que la paz, el desarrollo social y el progreso económico deben ir de la mano. Está claro que, sin un sentido compartido de esperanza, cualquier esfuerzo para reconciliarnos y construir la paz es insuficiente.

En su libro “Derecho a la esperanza”, Restrepo no proponía un optimismo ingenuo; abogaba por una esperanza activa, exigiendo compromiso y responsabilidad tanto del sector privado como del público; para él, la esperanza era el motor que impulsaba el desarrollo humano integral. En sus múltiples roles como dirigente empresarial y promotor de iniciativas de paz en Colombia, defendió el encuentro, el diálogo y la cooperación como los instrumentos más eficaces para superar las barreras que separan a los diversos sectores sociales, ideológicos y políticos en Colombia.

Dentro de las recomendaciones que la Comisión de la Verdad hizo al país en su Informe Final, también se ha subrayado que la construcción de la paz en Colombia debe ser entendida como un proyecto nacional que involucre a todos los sectores de la sociedad. No puede limitarse únicamente a acuerdos entre el Estado y los actores armados; debe trascender hacia un esfuerzo colectivo y transformador que aborde las raíces del conflicto: la inequidad, la exclusión social y la falta de garantías de derechos de tantas personas en muchos territorios del país. La paz no puede ser vista como una solución inmediata, sino como un proceso a largo plazo, en la que el conjunto la población debe participar activamente en la toma de decisiones y en la construcción de soluciones a las causas estructurales que perpetúan el conflicto entre nosotros. Solo mediante la inclusión y el compromiso de todos los ciudadanos será posible sentar las bases para una paz estable, duradera y sostenible.

El país se enfrenta ahora a una pregunta crucial: ¿qué ocurre cuando continuar con la negociación parece imposible? Algunos sectores ya han comenzado a pedir medidas militares más contundentes, mientras otros insisten en que la paz no puede construirse sobre la base de más violencia. Sin embargo, este impasse evidencia un problema más profundo: la falta de confianza entre el Estado y la guerrilla del ELN, y de la sociedad con estas dos partes que se encontraban en la mesa de diálogo.

En un contexto como este el legado de Nicanor Restrepo nos recuerda la importancia de mantener viva la esperanza, reconocerla como un derecho significa garantizar y defender los derechos fundamentales de todos los ciudadanos tales como el acceso a una educación de calidad, al trabajo, la salud, la justicia y la paz. Estos no son un lujo, sino una condición fundamental para que el país avance hacia el cierre de las brechas que nos permitan reconciliarnos y consolidar una paz duradera. En ese sentido, Nicanor Restrepo nos dejó una lección clara, el futuro de Colombia depende de nuestra capacidad de crear las condiciones de vida dignas para que la esperanza compartida de un mejor país nos impulse a buscar colectivamente los medios para construirlo.

El desafío que enfrenta el gobierno es encontrar el equilibrio entre la necesidad de garantizar la seguridad de la población civil, mantener el orden y la urgencia de abrir nuevos espacios para buscar la paz. Por su parte, el ELN debe reflexionar sobre su voluntad de paz y su compromiso con el futuro del país, aprovechando el momento histórico para tender puentes de entendimiento y diálogo que permitan salidas negociadas a un conflicto que nos ha dejado más de 9 millones de víctimas, un intolerable derramamiento de lágrimas y sangre que debemos detener cuanto antes. Precisamente son las víctimas, que llevan décadas esperando respuestas, quienes nos interpelan como país, su sufrimiento nos recuerda la urgente necesidad de vencer la indiferencia y la apatía que nos han mantenido distantes.

Es momento de unir esfuerzos y buscar salidas no violentas, audaces y acordadas que impidan que más vidas se vean afectadas por el conflicto armado. Sanar las heridas que la violencia ha dejado en cuerpos, comunidades y territorios requiere un compromiso de todos nosotros, cada acción que tomemos direccionada hacia la paz es un acierto que nos permitirá avanzar hacia una Colombia donde la esperanza prevalezca y donde la paz no sea solo un anhelo, sino una realidad.

Daniel Bedoya Salazar

Estudiante de Filosofía UdeA
Ciudadano, creyendo en la utopía.

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