La creciente – Primeros Poemas
Al amanecer crece el río, retumban en el alba los enormes troncos que vienen del páramo.
Sobre el lomo de las pardas aguas bajan naranjas maduras,
terneros con la boca bestialmente abierta, techos pajizos, loros que chillan sacudidos bruscamente por los remolinos.
Me levanto y bajo hasta el puente. Recostado en la baranda
de metal rojizo, miro pasar el desfile abigarrado. Espero un milagro que nunca viene.
Tras el agua de repente enriquecida con dones fecundísimos
se va mi memoria.
Transito los lugares frecuentados por los adoradores del cedro balsámico,
recorro perfumes, casas abandonadas, hoteles
visitados en la infancia, sucias estaciones de ferrocarril, salas de espera.
Todo llega a la tierra caliente empujado por las aguas del río
que sigue creciendo: la alegría de los carboneros, el humo de los alambiques,
la canción de las tierras altas, la niebla que exorna
los caminos, el vaho que despiden los bueyes, la plena, rosada
y prometedora ubre de las vacas.
Voces angustiadas comentan el paso de cadáveres,
monturas, animales con la angustia pegada en los ojos.
Los murciélagos que habitan la cueva del Duende huyen
lanzando agudos gritos y van a colgarse a las ramas
de los guamos o a prenderse de los troncos de los cámbulos.
Los espanta la presencia ineluctable y pasmosa del hediondo barro
que inunda su morada.
Sin dejar de gritar, solicitan la noche en actitud hierática.
El rumor del agua se apodera del corazón y lo tumba contra
el viento. Torna la niñez…
¡Oh juventud pesada como un manto!
La espesa humareda de los años perdidos esconde un puñado de cenizas miserables.
La frescura del viento que anuncia la tarde, pasa velozmente
por encima de nosotros y deja su huella opulenta en los árboles
de la «cuchilla».
Llega la noche y el río sigue gimiendo al paso arrollador de
su innúmera carga.
El olor a tierra maltratada se apodera de todos los rincones
de la casa y las maderas crujen blandamente.
De cuando en cuando, un árbol gigantesco que viajara toda
la noche, anuncia su paso al golpear sonoramente contra las piedras.
Hace calor y las sábanas se pegan al cuerpo. Con el sueño a
cuestas, tomo de nuevo el camino hacia lo inesperado en
compañía de la creciente que remueve para mí los más escondidos frutos de la tierra.