La columna de opinión es una plaza pública. Miro a conocidos. O no tanto. Incluso hay extraños cruzando. Huraños que estiran las piernas. Poetas. Periodistas. Políglotas. Publicistas. Toda suerte de vendedores ambulantes de promesas. O de hechos cumplidos. Incumplimientos. Besos morosos. Desempleados con promesas rotas. Los amorosos culpables por su crimen.
Hay policías de la gramática. Encumbrados doctores de la soledad. Acartonados estudiosos de rigor. Profetas del desamparo. Novelistas aún sin escribir ni publicar. Volúmenes magistrales chamuscados en la hoguera para calmar el frío. Viejos periódicos sin leer que protegen de la lluvia. Filósofos disgustados con las granadillas. Abandonados en la esquina.
Acá existo. Soy en ciernes, acaso tachador o garabateador de acera. Mi deseo es volver de la penumbra. Sentir el frío de la noche en la mejilla. La premura de la urgencia. El pulso que digita. Ser otros, un total desconocido. Ser los posibles lectores. Ventilar angustias. Soñar despierto. Y de cuando en cuando, ir al pasado, hablar mal de tal que cual libro insufrible; tal vez ser aplaudido por la lluvia contra la ventana.
Esta es mi ágora de palabras. Mi mitad de calle. Mi pedazo de andén para desnudarme. Soy. Mi deseo no es aleccionar a nadie. Sí, tal vez, gritar. Escarbar ese lastre de maledicencias facebuqueras que infestan. Huir de esa suerte de arrogancia, del círculo vicioso de odios. A quienes publican, reciben premios literarios o son entrevistados. Escapar de la pesadumbre. No buscar el prestigio literario. Despotricando de otros. Evitar hurgar en los defectos ajenos. Dejar crecer la hierba entre las palabras orinadas pro los perros. Quizás hacer el amor entre la hierba.
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