Después de la primera columna referente al luto con el que Álvaro Uribe Vélez vistió al país a causa de su responsabilidad en diferentes masacres como la de El Aro, y a propósito de su aseveración cuando dice que el país está de luto, corresponde en esta ocasión la entrega de otra enlutada en la que tuvo que ver el hombre aquel, pero ya siendo presidente, y me refiero a la operación Orión en la comuna 13 de Medellín, una de esas de las periferias de los pobres o de los nadies, como diría Eduardo Galeano, esos que cuestan menos que la bala que los mata.
Uribe inauguró en el 2002 su seguridad democrática con la operación en mención para recuperar esa zona de Medellín conocida también como San Javier. Ya había tenido lugar la Operación Mariscal sin nada de resultados, pero en la Orión sí hubo más de 350 detenciones arbitrarias, más de 30 heridos y unos 7 desaparecidos, aunque varias denuncias dicen que las desapariciones se contaban por decenas, igual que los muertos. Lo anterior se fue esclareciendo años después con las confesiones de los paras. Con esta operación entonces comenzó la era de la seguridad democrática de Uribe, esa que no trajo seguridad para las clases más desfavorecidas del país sino para los grandes Señores. Seguridad para quién, cuestionó Petro alguna vez.
Esta operación se realizó en conjunto entre el Ejército, la Policía, el DAS, el CTI, la Fiscalía, las Fuerzas Especiales Antiterroristas y, por supuesto, de la mano negra del paramilitarismo que Uribe Vélez apadrinó durante tantos años (o apadrina). No lo digo yo, lo dijo Don Berna y otros tantos paramilitares que fueron enviados a EEUU porque estaban hablando mucho, y es que hay que aclarar que Uribe no los extraditó precisamente por incumplir las reglas de Justicia y Paz (una chambonada), sino porque todas las voces de esos jefes estaban conduciendo a Casa de Nariño.
Hay una fotografía muy famosa de Jesús Abad Colorado, que es la que acompaña el encabezado de esta columna, en donde se aprecia a un ‘militar’ encapuchado andando por una de las calles de la comuna con una cuadrilla de militares a sus espaldas mientras señala con su índice hacia dónde ir, y muy posiblemente, indicando qué hacer allí a donde el dedo señalaba. El sinrostro tiene un traje poco regular entre las fuerzas militares: botas pantaneras, sin correa, sin chaleco antibalas, y sin insignias ni ningún tipo de prensillas. No podría ser más evidente: la Fuerza Pública y los paramilitares estaban trabajando de la mano, pero diría Uribe que todo “fue a sus espaldas”.
Ese hombre, como muchos otros que quizá anduvieron encapuchados y dando órdenes a lo largo y ancho de ese territorio durante varios días, decidieron por el día, la hora y la forma de morir de los otros, todo con el fin de quitarle el control territorial a las células de las FARC-EP, ELN y EPL que allí coexistían, para darle la entrada al dominio paramilitar en manos del Bloque Cacique Nutibara, los nuevos amos y señores de la zona.
Cuántos pobres muchachos habrán caído en una guerra que no era de ellos. Quizá el único delito de ellos fue ser hincha fiel de algún equipo de fútbol, siendo estigmatizado y satanizado por ello, o ser rapero, vendedor en los buses, o solamente estudiante. Cuántos de esos habrán muerto por mera sospecha de una cuadrilla de hombres armados enviados desde Palacio para fumigar y acabar hasta con el nido de la perra en esas lomas de Medellín. Pero son muertos que no valen, porque sirvieron de advertencia para las milicias que allí había, cumpliendo así el objetivo siniestro de informarles de que tenían que salir el territorio porque el amo iba a ser otro combo, no ellos; los nadies fueron solamente un instrumento de guerra (o son). Toda esa sangre, esos llantos y esos desaparecidos simbolizaron el cambio de mando que anunciaba la llegada del entonces presidente Uribe; ya las milicias no gobernarían más, ahora el turno sería de la mano sangrienta y despiadada del paramilitarismo.
Varios paramilitares se ensañaban disparando contra una misma persona, cuentan algunas víctimas, otras relatan que sacaban a los jóvenes de las casas y los mataban o los desaparecían, también hay quienes relatan que mataban a la gente por solo abrir la puerta, no con una bala sino con ráfagas, y a los líderes sociales los fueron exterminando por supuestamente pertenecer a alguna milicia. El año pasado se cumplieron 13 años de esa masacre urbana, y con ello 13 años de impunidad absoluta mientras el máximo responsable está en el Congreso.
Años después la voz de Don Berna, cofundador del Bloque Cacique Nutibara, se empezó a escuchar, y después de extraditado aseguró que esa operación fue planificada y coordinada entre paramilitares y miembros de la IV Brigada, liderada por el general Mario Montoya, quien después sería nombrado comandante del Ejército durante poco más de dos años del Gobierno Uribe. También dijo que en un sitio denominado La Escombrera había cerca de 300 cadáveres producto de la operación en cuestión, un sitio al que siguieron llenando de basura y escombros mientras abajo se podrían los restos de los nadies, y apenas en el 2015 la Fiscalía empezó a explorar esos terrenos.
¿Quién respondió por el luto del que se vistió Medellín durante esos tiempos de terror?