Caminar cuando la luz de la tarde está mutando, con sus violetas leves y un amarillo quemado en las nubes de ese cielo que, según Lupercio Leonardo de Argensola, ni es cielo ni es azul, tiene su encanto. Si usted es capaz de escabullirse por calles poco transitadas, si elude a la hora del hambre y el cansancio la jauría de motocicletas y carros con detonaciones, podrá disfrutar de una urbe que tiene fachadas insinuantes y antejardines sin mucho excremento de perro.
Antes de abordar calles menos alborotadas por vehículos, es posible que desde un balcón se escape el sonido de dados sobre un tablero de parqués y voces infantiles que se desprenden de una camioneta blanca, de transporte escolar. En una esquina, donde conversan varios concurrentes en una tienda enrejada, un tipo en muletas y con ropa más o menos raída, dice con voz de guasa: “Vean, pues, que me llamó una pelada para decirme que estaba en embarazo mío, y yo le respondí que si el bebé nacía en muletas, sí era mío”. La risa colectiva se perdió entre una brisa tibia que venía del Parque Obrero, donde unos colegiales estaban en la parte alta de una escultura, con sus morrales en el pedestal, y ellos, sueltos y despreocupados, como si fueran un elemento más de la obra.
El camino tiene mascotas con traíllas y señoras en sudadera. Y, no faltan, en el gimnasio al aire libre, los que muestran con ínfulas sus músculos de flexiones, lagartijas, pesas y otros ejercicios de fuerza. Tampoco los anuncios de iglesias salvadoras y panaderías con sillas plateadas y luces blancas. Hoy, por esta vía de contaminación vehicular y cielo sin gallinazos, me iré camino del puente, que aún está lejos, pero convoca para cruzar la Santa Elena, en la que en otro paseo y muy cerca del Brooklyn Bridge había un tipo en calzoncillos, rodeado de agua turbia, lavando sobre una piedra una prenda que desde arriba parecía un pantalón desecho.
Hace unos días, junto a la desmirriada “pantalla de agua” (sin agua y sin nada), del Parque Bicentenario, se extendía por el lugar en el que había parejitas de enamorados fumando y chupando paletas, un hedor de quebrada Santa Elena, muy parecido al que expele el río Medellín en los días de calor. Se erigía la hediondez de las aguas turbias. Más arriba, en los exteriores del Museo de la Memoria, los perros corrían en un juego divertido en el que sus amos parecían estar felices.
Desde el puente, que se eleva en el lugar que antes, hasta hace unos años, se llamaba la Vuelta de Guayabal, se podía (y se puede) apreciar la ciudad del oriente, con hacinamiento de edificios a granel, con torres desmesuradas en Loreto, con la cada vez más escasa vegetación de las lomas del Seminario. Las torres eclesiales de Nuestra Señora del Sagrado Corazón y de La Milagrosa, atrapaban los últimos rayos de una tarde de estío, de luces moradas y naranjas, sin modestia.
Ah, y en la vieja y ya inexistente Vuelta de Guayabal, en la que hubo una iglesita y jíbaros de cierta alcurnia, donde llegaban a “mercar” tabacos achocolatados los de otros barrios, hubo, hace tiempos, una matanza de muchachos. Los fusilaron contra uno de los muros de la vieja factoría de Coltejer (Coltefábrica), la misma que se elevó con chimeneas y arquitectura en forma de sierra, desde 1907, con sus obreros que carnavaleaban a la salida de sus turnos en los cafés de los alrededores, y se murió en las postrimerías del siglo veinte para dar paso a varias urbanizaciones, como las Villas del Telar.
Por este viejo sector, antes el barrio La Toma, de una calle principal larga y estrecha, la 51, llamada Ricaurte, hubo bares a diestra y siniestra, algunos con nombres de tango, como El Torrente, y también el Monterrey y Copa de Oro…, ya desaparecidos, y en todo el puente de “Brooklyn” (el mismo que intervino el belga Agustín Goovaerts) estaba El Barcelona. Lo único de aquellos días que se preserva es la Santa Elena, la misma que noveló Jaime Sanín Echeverri en Una mujer de cuatro en conducta.
Así que por esa misma callejuela, que todavía conserva algunos pasajes o inquilinatos, la carramenta es hoy una especie de estampida de contaminación y ruido. Desde el puente nuevo, puro cemento, se observan en árboles orilleros de la quebrada, prendas femeninas colgantes: brasieres y calzonarias. Y no es que se trate de una instalación artística. No. Más bien, de una curiosidad que debe tener alguna historia. Como antes, por esos mismos lares, en los alambres eléctricos, colgaban zapatos viejos.
Muy cerca de ahí, por la carrera Bélgica, sobre una mesa de acera, de las que sacan en las tiendas y cantinas para los circunstantes, un hombre y una mujer tomaban a pico de botella sendas cervezas. Lo extraño, según la vista del caminante, y todo en fracciones de segundo, era que lo hacían sincronizados. Primero la botella arriba, las caras al cielo, tomadas con la derecha de cada uno, y terminaron al tiempo, y al tiempo depositaron los envases sobre la mesa. Quizá no se dieron cuenta de su perfecta simultaneidad.
Y en una heladería de Ayacucho con Suiza, una escena similar sobre una mesita redonda. Una pareja (ambos entrados en edad) chupando cono, la crema en sus bocas, mirándose con fijeza uno al otro, las manos izquierdas sobre la mesa, a punto de rozarse, todo en una coordinación y simetría que ni si la hubieran ensayado. Los últimos rayos de la tarde los iluminaban y no había duda: estaban enamorados.
Después, cuando ya la tarde agonizaba, sobre Nariño con Ayacucho, un señor atravesó la calle y no se percató del automóvil que venía. Sintió quizá el ruido del motor muy cerca y corrió sobre la cebra. Se resbaló. Cayó. El vehículo se detuvo. Le ayudé de la mano y se levantó con la cara asustada. Y muy atardecida. Siguió después, muy lento, hacia arriba, por la ruta del tranvía.
En la hora pico, con calles atiborradas, con humos y ruidos, en ese momento que llaman la hora del retorno, la caminata se hace insalubre. Uno busca caminos sin tanto tráfico. Pero, igual, contra la nube de esmog de Medellín parece no haber salvación. La luz ha cambiado. No es ya la del malva crepuscular, sino la de sombras alargadas, mortecinas. Hay un aire triste en las fachadas y una risa de desagravio en dos colegialas que corren quizá porque saben que su casa está muy cerca y el descanso también.
Los pitos y los motores suenan como la voz ronca de un monstruo mitológico que presiente que en medio de la selva de cemento, gases y pocos árboles, no tiene salvación. Y, al fin de del camino, podés ver que el cielo de Medellín ni es cielo ni es azul.