París, es una mujer madura con atributos de quinceañera

Caminé con cierto temblor en las extremidades, como cuando vas a la primera cita con la mujer que amas y sabes que, sin importar lo que hagas, te verás algo estúpido.

Al ver las tumbas de los gigantes que había leído me sentí un poco insecto.

 París al amanecer es una de esas raras ciudades en las que tienes la impresión de que te puede pasar algo que valga la pena.

Pierre Assouline


Cuando Ingrid me dijo que viajaríamos a París no le creí. La miré. Ella era la parisina que hacía de la materia gris del cotidiano un aroma floral. Y la imaginé como pedazo de París. Pues, cada ciudad era tan diversa como sus habitantes. Pensé que cada habitante era un pedazo de ciudad que respiraba por lo que había trozos de ciudad con atuendos a la moda, con ropa ajustada al cuerpo, con ropa prestada, con la agenda llena de itinerarios fantásticos de museos, bares, cafés, restaurantes, cines, teatros. Y yo amaba y vivía con un trocito de París.

Cuando llegó la preparación del viaje recorrí ―en primera instancia― la Ville Lumière desde las páginas de algunos autores que conocía. Encontré una ciudad erigida en el papel como un personaje que convive con poetas y artistas.

La ciudad festiva

Vi la ciudad del libro “París era una fiesta” de Hemingway, que encierra las noches de bohemia de los años 20. El autor, después de la primera guerra mundial, vivió una libertad desaforada e instintiva. Y en la primavera de 1925 conoció en el barrio Montparnasse a Scott Fitzgerald. Su relación fue intensa, de amor y odio. Hemingway decía: “Llegar a todo aquel nuevo mundo de literatura, con tiempo para leer en una ciudad como París, era como si a uno le regalaran un gran tesoro”. Y se entregó con todos los sentidos a esa experiencia. Mientras el creador de “El Gran Gatsby”, en relatos como “Regreso a Babilonia” acudía a la París nocturna, la del alcoholismo y los excesos. Al final, daba la sensación de que a Fitzgerald se lo bebió París mientras Hemingway se bebió la ciudad.

También está la obra de Émile Zola, nacido en París en 1840. En su obra ―igual a un cuadro naturalista― los mercados son ejes transformadores de los barrios y las personas. Por ejemplo, su novela “El vientre de París” se desarrolla en el mercado de Les Halles entre frutas y verduras, carnes y embutidos, pescados y quesos.

O la novela “Nuestra Señora de París” de Víctor Hugo, más conocida como “El jorobado de Notre Dame”, es una oda a la arquitectura gótica y a la iglesia medieval parisina.

O el clásico de Julio Verne, “París en el siglo XX”, recrea una ciudad futurista, masificada, tecnológica. Una ciudad donde en los colegios dejan de estudiar griego o latín y los árboles se talan para generar kilos de papel. Aparecen trenes ultraveloces, automóviles que funcionan con gasolina, la red telegráfica mundial (Internet) y la silla eléctrica.

O la ciudad que como agua corría bajo los pies de Cortázar y le hacía cosquillas. La París que aparece en “Rayuela”:

“¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua.”

La ciudad marginal

La misma ciudad cambia desde la óptica del escritor latinoamericano que la vivió de manera caótica, excluyente y peligrosa. Cito un puñado de escritores.

El chileno Roberto Bolaños muestra una París de lugares transitados y tristes. Se ve en la novela “Monsieur Pain” donde el personaje principal reflexiona: “El laberinto, el gusto por el laberinto, se apoderó de mí: cada pasillo que surgía, cada escalera y ascensor eran una tentación a la que claudicaba, afiebrado, caminando a ciegas bajo la luz inconstante de las galerías”. También, en sus “Detectives salvajes” muestra una París donde la existencia del latinoamericano se arrastra por la vida e intenta contactar los grupos poéticos de la capital.

Y en esta ciudad, angustiante, vivió el poeta peruano Cesar Vallejo que encarnó al marginado latinoamericano. Además, predijo sus días finales en el poema: “Piedra negra sobre una piedra blanca”: “Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París ―y no me corro―/ tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.” Más adelante dice: “César Vallejo ha muerto, le pegaban/ todos sin que él les haga nada;/ le daban duro con un palo y duro”.

Asimismo, se ve la ciudad en Julio Ramón Ribeyro, el peruano que la habitó casi cuatro décadas. Aparece en cuentos, prosas y diarios como: “Solo para fumadores” donde dice: “París me parecía poblado por marcianos. Al llegar la noche, con apenas un café en el estómago y sin fumar, estaba al borde de la paranoia”.  También en “La juventud en la otra ribera”, “Papeles pintados”, “Prosas apátridas” y “La tentación del fracaso”.

Igual, fue una ciudad difícil para colombianos. Como es el caso de Gabriel García Márquez en los años 1956 y 1957, antes de que fuera famoso. Llegó a París a cubrir algunas noticias europeas para “El Espectador”. Pero después de que Gustavo Rojas Pinilla ordenara cerrar el diario, Márquez fue un inmigrante desempleado. Recicló y cantó en el café L´Escale. Fue perseguido por la policía porque parecía árabe y más de una noche estuvo preso con argelinos en una comisaría de París.  Pero en el Hotel de Flandre, en el Barrio Latino, escribió “El coronel no tiene quien le escriba”.

O “Cuaderno de París” de Pablo Montoya, escrito en el 2002. Narra la experiencia de un inmigrante latinoamericano en la capital francesa y desde su desazón la hace palpable: “París […] a veces permitía que dejara ir mis dedos por entre sus tetas revolucionarias”, y terrible: “muerte danzaba alrededor de las teas. Y se envolvía feliz en las lenguas rojizas. Envueltos en el miedo nuestros cuerpos copulaban una y otra vez en los rincones de esas moradas en penumbra. La peste. Ambos la sobrevivimos.”

La ciudad que percibo

Aterrizamos en París y sentí un extrañamiento que bordeaba el Déjà vu. Tal vez me sucedió lo que planteaba italiano Italo Calvino cuando decía que una vez un lector llegaba a París tenía la sensación de llegar a un sitio que ya conocía. Pero nada me era familiar.

Nos hospedamos en el Hotel Montecristo, ubicado en la Rue Pascal, 75005. Ingrid tenía una capacitación durante toda la semana, así que yo estaría solo con París. Puse los destinos que quería ver en la aplicación MAPS.ME.  Y salí del hotel que era un homenaje a “El conde de Montecristo” de Alexandre Dumas, novelista que decidió alejarse del ruido de París. Miré el mapa de la ciudad que parecía un caracol conformado por 20 distritos. El hotel estaba en el quinto distrito (le cinquième arrondissement). Caminé con cierto temblor en las extremidades, como cuando vas a la primera cita con la mujer que amas y sabes que, sin importar lo que hagas, te verás algo estúpido.

Cada día anduve un promedio de seis horas. Los días eran largos. Había sol unas 16 horas. Fui al Pantheon, la Place Monge, la Gran Mezquita de París, Le Petit Labyrinthe. Iba en silencio porque no quería perderme detalles de la arquitectura, las calles, las personas, las flores. Además, si hablaba, podría no contactar con París que parecía una mujer mayor, sabia, distante, pero con atributos de una muchacha de quince años. Una muchacha que me mostraba uno de los lugares más cercanos a Dios, la Catedral de Notre Dame. Vi la colosal construcción de más de 800 años que casi desaparece en un incendio en 2019. De lado del Siena parecía un enorme mamífero en cuidados intensivos, lleno de tubos y andamios.  Me senté frente a la Catedral ―en un escenario de tablas― y miré hacia los campanarios con cierta inocencia a ver si me topaba con Quasimodo. Luego, tal vez como hizo Cortázar al llegar a la ciudad en 1951 y de la nunca más se fue, recorrí el Siena. Las personas comían, bebían, conversaban y recibían el sol tímido de la primavera. Era un espectáculo. Este río era una enorme serpiente que atravesaba la ciudad y posaba con naturalidad en las obras de pintores como Monet, Cézanne o Renoir. Otro descubrimiento fueron los libreros que tenían kioscos con libros viejos, arrugados y amarillos.

Como un perro callejero del tercer mundo olfateé y lamí el aire. Clavé la retina en el paisaje. Llegué a la Torre Eiffel que me pareció un montón de crucetas de hierro. Era más bella en las fotografías. Así que traté de ver la A gigante que representaba la torre, la A de Adrienne. Fue la joven que conoció Gustave Eiffel y de la que se enamoró con locura y no pudo esposar.  Después, fui Trocadéro, L’arc de Triomphe, La Place de la Concorde, Louvre Palace.

En la tarde, con los pies adoloridos me quedé en una de las alas del Jardin du Luxembourg. Había en París muchos jardines, parques y zonas verdes para que la naturaleza se expresara. Era una ciudad que le apostaba al regreso de los pájaros, insectos y pequeños animales. Volvía a establecer contacto con lo más antiguo e importante de la civilización: la naturaleza. Al final, toda conquista del hombre con el paso de los siglos no es más que un ripio minúsculo o alimento para polillas.

Me sumergí en el Barrio Latino y Montparnasse. En estos barrios Neruda conoció al escritor y periodista judío Ilyá Grigórievich, se alojó William Faulkner y murió Oscar Wilde quien dijo que “los mejores norteamericanos mueren en París”.

Fui al cementerio Père-Lachaise donde están las tumbas de Jim Morrison, al que todavía las señoras le llevan flores. Y los escritores Cyrano de Bergerac, Molière, Marcel Proust, Oscar Wilde, Miguel Ángel Asturias, Guillaume Apollinaire y Honoré de Balzac. Pasé por sus tumbas y escuché un ruido dentro del pecho, como de chapola enloquecida que quiere morir en la llama de una vela. Al ver a los gigantes que había leído me sentí un poco insecto. También estaba el cementerio de Montparnasse donde descansaban ―si es que hay descanso― Julio Cortázar, Guy de Maupassant, Marguerite Duras, Charles Baudelaire, Samuel Beckett y Carlos Fuentes, entre otros.

 

Utilicé lo menos posible El metro que era inmenso, de olores singulares y de árabes. París, desde mi miope experiencia, era una ciudad para caminar, al ritmo propio, para poder percibir la mayor cantidad de detalles posibles. De esta forma podía conversar, en el viaje a pie donde era un regalo perderse, con esa mujer fatal que era la ciudad. Algo de esto debió sentir el poeta Eliot: “El principal peligro de París es que es un estimulante muy fuerte”.

Después de mucho caminar y hablar un francés que era igual a triturar maíz para alimentar gallinas, un francés de sonido brusco, mal cortado y amarilloso; me senté en la terraza del Café Saint Médard, entre la Rue Censier y la Rue de Bazeilles. Pedí un café y me quedé ahí, observando. Ese descanso lo celebró cada uno de mis músculos. Miré a todas partes y me di cuenta de que cada café era un hervidero de tramas, personajes, dramas, comedias. En esos pequeños mundos había infinitas posibilidades. Por ejemplo, bastaba evocar el café de Flore, Le Select, el café de La Paix, Les Deux Magots, La Closerie des Lilas o La Rotonde. Lugares que visitaron Jean Paul Sartre, Antoine de Saint-Exupéry, André Gide, James Joyce, Simone de Beauvoir, Ernest Hemingway. Sonreí por mi condición de escritor anoréxico, pero de ego robusto. Sacudí la cabeza y recordé la novela: “En el café de la juventud perdida» de Patrick Modiano, premio Nobel del 2014. En esas páginas se veía la París bohemia de los sesenta donde Jacqueline Delanque ―la protagonista―  visitaba el café Condé para olvidarse de la amargura de la vida.

Busqué la libreta de apuntes para escribir cualquier cosa porque estaba en París. Pero la página fue hectáreas de silencio. Dejé el bolígrafo sobre la mesa e imaginé que París era una mujer que amaba los gatos. Era una buena imagen para registrar. Pero cuando alcé el bolígrafo, de la nada, apareció una mujer rubia, delgada, de vestido. Iba en bici y el viento la peinaba. La mujer cantaba a capela una ópera. Pasó por la round point y se perdió por la Rue Mouffetard. Se fue como una de esas avecillas que vaticinan la despedida del sol. Al final, como decía Rick Baline en el film “Casablanca”: “siempre nos quedará París”.


Todas las columnas del autor en este enlace: Juan Camilo Betancur E.

Juan Camilo Betancur E.

Fredonia, 1982. Periodista. Publicó el libro de micro-cuentos Los errantes (2013), la novela La mujer agapanto (2017) y la novela El escritor mago. Libro 1: la sociedad (2021).

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