Medellín es la ciudad más desigual de Colombia según el índice de Gini -que mide únicamente el grado de concentración de la riqueza en términos monetarios. También es la ciudad con mayor número de personas que declaran renta en Colombia. Además, se ha reducido el porcentaje de personas por debajo de la línea de pobreza, aumentó el ingreso medio de los hogares aceleradamente y el gasto público en programas de superación a la pobreza -Medellín Solidaria, específicamente- es considerable. Sin tener en cuenta los problemas de medición del índice de Gini o la pobreza monetaria, o el posible sesgo de autoselección en la proporción de declarantes, es claro que la ciudad se enfrenta a un problema complejo, máxime cuando la «vida» y la «equidad» son las banderas del presente gobierno.
El problema es que todos queremos (y me incluyo) atacar la desigualdad porque pensamos que una distribución más equitativa de los recursos sería también más justa y, sin embargo, ninguno de nosotros sabe muy bien para qué esa justicia: tenemos la intuición de que las sociedades más igualitarias son también muy prósperas, pero no sabemos a ciencia cierta si hay alguna relación causal de una cosa y la otra.
En Colombia estamos lejos de instituciones sólidas y una planificación robusta que, sin inducir a los más ricos a la ruina, permitan el florecimiento de una clase media en la que se encuentre la mayoría de los ciudadanos, ojalá culta y políticamente activa. En Medellín, una ciudad que cuenta con un desarrollo social, económico y urbanístico sobresaliente en los últimos años, así como con una clase dirigente hegemónica durante gran parte de las últimas décadas, es hora de que sepamos para qué la equidad, de donde partimos y adónde queremos llegar; que el discurso político se utilice más para gobernar que para contarnos cuentos, para que comencemos a tener coherencia en las políticas públicas y podamos responder adecuadamente cuando nos pregunten por qué, a pesar de que tenemos más, nos la repartimos peor.
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