“pareciera que en Colombia aun estuviera vigente aquel decreto de guerra a muerte que declaró Simón Bolívar aquel martes 15 de junio de 1813”
Colombia ha padecido la guerra. Y la ha padecido de la peor de las formas.
No hay un capítulo real de paz en la historia de Colombia. Su pueblo, lleno de ignorancia y fanatismos políticos, ha hecho del territorio nacional una batalla, una guerra campal interminable, que se viene heredando hace más de dos siglos, de generación en generación.
Esta guerra incesante, es como una maldición de la cual no hemos sido capaces de liberarnos. Por siglos el pueblo colombiano ha caído una y otra y otra y otra vez en la trampa tendida por sujetos egoístas, que le han arrebatado a los colombianos el sueño de alcanzar la paz tan anhelada.
Se ha vuelto habitual que cada cuatro años, sujetos inescrupulosos se aferren al poder, se perpetúen para cumplir aquel decreto de guerra a muerte que nos heredó Bolívar desde aquel martes 15 de junio de 1813.
Colombia ha padecido la guerra de la peor de las formas. La ha vivido, la ha encarnado, la ha presenciado, y sus dirigentes se han acostumbrado a ella, condenando así al hijo del campesino, del pobre, del asalariado, a ser reclutado y llevado al monte verde a camuflarse para pelear contra otro igual. Las mujeres se han convertido en trofeo de guerra, han sido usadas, ultrajadas, violadas, violentadas; sus vientres han sido rotos brutalmente para ver volar sus fetos desangrados sobre sus cabezas. Los niños no se han salvado de este padecimiento inhumano. Miles, millones, han muerto en medio de las balas, del enfrentamiento armado, en medio del secuestro y el reclutamiento; algunos, los que han sobrevivido, se han visto obligados a sobrellevar la vida en las montañas lejanas con el temor de ser asesinados, quizás como sus padres, en cualquier momento.
No hay límite. Colombia no sabe de límites. Colombia cruzó hace mucho tiempo las barreras de la atrocidad, y se perdió ahogándose en el lodazal que armó con la sangre de sus propios compatriotas. Colombia por años, por siglos ha sido incapaz de saber cuándo y dónde debe parar. La violencia en Colombia ha superado niveles de atrocidad inimaginables; el peor de ellos, acostumbrarse a la guerra.
Y es que es muy fácil acostumbrarse a la guerra cuando esta está lejos de casa, cuando esta está lejos de la ciudad y del colegio privado, cuando esta está lejos del lujo y la comodidad que brinda la ciudad, la capital. Distinto sería si quien vote por la guerra, tenga que mandar a sus hijos al campo de batalla. Le puedo asegurar, lector, lectora, que si así fuera, la guerra en Colombia se hubiera acabado hace mucho tiempo.
Pero otra es la realidad, se la tengo que comunicar. Tanto el guerrillero como el soldado que usted ve y oye en las noticias amarillistas de los medios tradicionales, son pobres, son humildes, son hijos, hermanos, primos, esposos, amigos de este pueblo que tantas almas ha sacrificado. Son iguales aunque quieran hacerle ver otra cosa. Acá no hay un lado malo y otro bueno. Acá hay un montón de bandos matándose entre sí, y en el medio el pueblo colombiano marginado, esa es la verdad. Porque al fin y al cabo esa es la historia de Colombia, como lo diría Jesús Abad Colorado: “la historia de Colombia es la historia de Caín y Abel, un hermano que mata a otro hermano”. Ese es el resumen de la historia de Colombia. No puede haber un lado bueno en una guerra, todos los bandos matan, secuestran, violan, desangran esta tierra.
Pero sí hay que decirlo, hay que recalcarlo, hay que repetirlo. Aquí el lado que más caro ha pagado y ha padecido los estragos y la atrocidad de la guerra, es el de las víctimas directas. Los desaparecidos, los asesinados, los reclutados, los secuestrados, los extorsionados, los campesinos, los hijos huérfanos, las madres desoladas, las esposas viudas, los padres y madres a quienes les arrebataron el sueño de ver a sus hijos convertidos en profesionales.
Esto es Colombia, un padecimiento constante, un montón de cifras atroces, descomunales, pero hay que darlas, hay que repetirlas, hay que comunicarlas. 6.402 jóvenes inocentes asesinados a sangre fría por el ejército nacional para hacerlos pasar como falsos guerrilleros caídos en combate gracias a una orden presidencial y una falsa política de seguridad. Tan sólo en un año, (2021), según la ONU, 57.116 personas desplazadas de sus territorios por la violencia, cifra que se le suma a las 8,3 millones de víctimas de desplazamiento forzado, que según Acnur, se registran en Colombia desde 1.985. En un sólo año, (1989), baleados 4 candidatos presidenciales. El narcotráfico haciendo de las suyas, tomándose el país a sangre y fuego en las dos últimas décadas del siglo XX y que dejaron cerca de 623 atentados, 402 civiles muertos y 1.710 lesionados, 550 policías asesinados por Pablo Escobar, quien pagaba 2 millones de pesos por cada policía asesinado; 195 bombas y carro bombas, (85 contra Drogas la Rebaja, propiedad del Cartel de Cali); 700 heridos y 70 muertos en el atentado al DAS en 1989; 111 pasajeros muertos en una bomba que detonó en un avión de Avianca en pleno vuelo; 15.000 muertos, según los estimativos de las autoridades, en los últimos 20 años relacionadas con la guerra contra el narcotráfico. Cinco mil quinientas de ellas entre 1989 y 1993 durante el auge del cartel de Medellín. En las últimas décadas del siglo XX y en las primeras del siglo XXI, los distintos grupos paramilitares y los distintos grupos guerrilleros, con el financiamiento del narcotráfico perpetuaron una guerra sin límite alguno, donde la muerte atroz se convirtió en cotidianidad, donde se normalizó la tortura y el fusilamiento de ciudadanos en su mayoría campesinos, donde se normalizaron los partidos de fútbol con cabezas decapitadas, donde las violaciones sexuales se volvieron tan comunes como los secuestros, los reclutamientos, las extorsiones y las masacres. El 52% de tierra le pertenece a un 1,5% de la población que la ha obtenido por medio de masacres y desplazamientos anteriormente nombrados. Tan sólo en 2021, 145 líderes sociales fueron asesinados, y desde la firma de los acuerdos de paz en 2016 más de 900 líderes sociales y excombatientes han sido asesinados.
Hay que decirlo, hay que informarlo, hay que comunicarlo. Hubo una época denominada como La Violencia, así, con V mayúscula, que entre 1946 y 1958 dejó entre 113.000 y 300.000 muertos, y el desplazamiento forzoso de más de dos millones de personas, equivalente a una quinta parte de la población total de Colombia, de aproximadamente 11 millones de habitantes por aquellos tiempos. En lo que va corrido del 2022, hasta el día en que escribo estas letras, ya se han ejecutado 32 masacres y han asesinado a 55 líderes sociales.
Esa es la historia de Colombia: un padecimiento, un dolor, un martirio, un sufrimiento constante, diario, cotidiano. Un dolor de cabeza que se aumenta con cada asesinato, con cada alma sacrificada. Un desangre permanente, un reguero de sangre derramada que se desborda por las ventanas rotas de esta casa llamada Colombia, ya tan maltrecha, destruida, deteriorada, vuelta añicos, que no aguanta más padecimientos.
Colombia es un padecimiento.
Nota: en esta ocasión utilizo de nuevo una imagen tomada por Jesús Abad Colorado, que es quizás quien mejor ha retratado el padecimiento de la guerra en Colombia.
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