Rick levanta la mirada del tablero de ajedrez. Cuando quiere evadirse del mundo sin hacerlo se sienta en su mesa, convenientemente reservada, desde donde puede observar el tráfico de gentes que merodean las salas humeantes de su garito. El calor es sofocante, los sueños de libertad son tan ciertos, tan espesos, que pueden leerse en la frente de cada hombre y de cada mujer, en la ciudad perdida a orillas del Atlántico africano. No así Rick. Sus sueños son otros. Ha peleado en la Guerra Civil española, ha estado en París, esperó bajo la lluvia hasta la desesperación a un amor que no supo, ni pudo, llegar a tiempo. Ahora todo es desaliento.
Rick juega solo, elabora las jugadas y pondera la bondad de las ideas. Son 64 casillas y 32 piezas. Las reglas son claras, no pueden romperse, no deben romperse. Rápidamente la escena se convierte en un drama que aparece en forma de muerte, un peón menos. Rick observa un mundo en miniatura sobre el que ensaya las estrategias y tácticas que pondrá en juego más tarde, en el clímax de la historia, cuando el avión se lleve lejos, muy lejos, los fantasmas de su pasado. Claro. Es Casablanca, paradigma del romance y el desencuentro, de la lucha civil y la resistencia ante la barbarie nacionalsocialista, de la integridad y la caballerosidad frente a las palabras vacías.
El ajedrez nos hace un retrato inmediato de Rick. Quién mejor para expresarlo que Emanuel Lasker, uno de los más grandes ajedrecistas de todos los tiempos, campeón del mundo desde 1894, año en que arrebataría el título a Wilhem Steinitz, padre de la teoría moderna del ajedrez, hasta 1921, cuando lo perdería contra otro prodigio ajedrecista, el cubano José Raúl Capablanca. Lasker sentencia: “En el ajedrez, las mentiras y la hipocresía no sobreviven mucho tiempo”.
Retrocedamos ahora en el tiempo. Decenas de miles de años atrás. El Homo sapiens recorre África, buscando alimentos, pronto llegará a Asia y a Europa, luego a América. Es un animal inteligente, su cerebro ha aumentado frente al de otros primates. Las neuronas se dividen durante la formación del feto y no tienen sitio dentro del cráneo, así que se las tienen que rebuscar formando curvas y surcos, estructuras que brindan posibilidades de innovar gracias a nuevas vías de comunicación que ahora se pueden establecer para los alrededor de cien mil millones de células cerebrales. Los hombres comienzan a comprender las leyes de la causa y el efecto. Pero siguen haciendo lo que hacen otros animales, menos “pensadores”, pero igual de curiosos ante el mundo que les rodea: juegan. Retozan unos con otros y sienten el contacto entre ellos, se prueban, ensayan su fuerza y su destreza, muestran su belleza, disfrutan con el sexo, forman estructuras sociales con familias y matriarcados. Juegan, juegan y juegan.
Pero el Homo sapiens es diferente, no solo juega con su cuerpo, también lo hace con su mente, con esos millones de neuronas extra que han crecido en su cerebro. Con el tiempo, esos juegos mentales se convierten en misterio. Una cueva, un círculo sagrado, unos elementos, quizás unos huesos de cabra o unos palos afilados que se tiran al aire, el ansia por saber lo que no sabemos: caen los huesos de cabra y el futuro ya está escrito. Así comienza la aventura del conocimiento: unos iniciados, el chamán y la hechicera, que quieren dar sentido a las sombras cambiantes de la caverna. Dibujarán un bisonte muerto y el conjuro ya estará hecho, terminará por caer en la trampa de los hombres. Después querrán saber el porqué de muchas cosas y dominar los misterios naturales, necesitarán dialogar con la misma naturaleza que los aterra, el trueno, el relámpago, el viento y la tierra, el fuego, el aire y el agua. Querrán averiguar si las nieves se derretirán pronto, si el bisonte caerá en la trampa y cuándo.
Un día, el diálogo entre los hombres y la naturaleza se extenderá en todas las dimensiones del tiempo y el espacio. El rito de lo sagrado acabará por convertirse en el rito de lo lúdico; el juego permitirá que la batalla con el bisonte, con la tribu cercana, se haga sobre un espacio delimitado, habrá elementos nuevos, reglas y azares que tomarán forma a lo largo de milenios. El juego no es juego, el juego es naturaleza, es sagrado y responde al miedo de elegir y a la necesidad de comprender. A la imperiosa necesidad de reducir la complejidad del mundo a algo que pueda asirse, tocarse, comprenderse. El chamán y la hechicera, usan las reglas para comprender; el jugador de ajedrez, también.
Ahora volvemos a saltar hacia adelante, pero sabemos que una vez que hemos probado el salto en el tiempo encontraremos la manera de volver al pasado. Estamos en Leyden, en Holanda, poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, y leemos un libro singular de la antropología cultural, el Homo ludens, de Johan Huizinga:
El hechicero, el vidente, el sacrificador comienzan demarcando el lugar sagrado. El sacramento y el misterio suponen un lugar consagrado. Por la forma, es lo mismo que este cerramiento se haga para un fin santo o por puro juego. La pista, el campo de tenis, el lugar marcado en el pavimento para el juego infantil de cielo e infierno, y el tablero de ajedrez, no se diferencian, formalmente, del templo ni del círculo mágico. La sorprendente uniformidad de los ritos de consagración en todo el mundo nos indica que tales ritos tienen sus raíces en un rasgo primordial y fundamental del espíritu humano.
Huizinga observa un detalle de gran profundidad y alcance sobre el origen de la sociedad y cultura humanas: el juego es un elemento constructivo, una actividad creadora, que forma a la cultura, que la informa, que le da su peculiar dinámica de relaciones entre las gentes, con sus ritos y creencias, con sus ambiciones, con su altruismo y su generosidad y, claro, también con su avaricia, sus miserias y sus maldades. El juego del cuerpo se traslada a la mente.
¿Pero cómo empieza todo? ¿Cómo empiezan los hombres a ocupar su tiempo con el juego? El juego trasciende el juego, trasciende la metáfora y el modelo. El juego es vida. Es ahí, en ese contexto, mucho, muchísimo antes de la aparición del ajedrez en su forma más o menos moderna, donde podemos entender la pasión que despiertan los juegos. Hagamos entonces una hipótesis razonable. El juego aparece como una forma de conocimiento; un conocimiento que, en su forma más primitiva, se reduce a la causa y el efecto. Poder predecir lo que ocurrirá para que lo desconocido no nos amedrente tanto.
Todo comienza con los ciclos. El día y la noche, el frío del invierno y el calor del verano. Todo vuelve, nada es nuevo salvo la catástrofe que aterroriza al hombre y termina por convertirse en leyenda: la gran inundación, el viento que se llevó al poblado, los rayos que incendiaron el bosque. Lo regular, lo que ocurre todos los días, el ciclo, proporciona seguridad. El sol se eleva por la mañana y se pone por la tarde. Luego viene la luna y las estrellas. Dormiremos y el sol volverá a salir. En el ritmo encontramos algo a lo que agarrarnos. El hombre de las cavernas juega a predecir el efecto a partir de las causas.
Durante el desarrollo cognitivo infantil sucede algo similar. El niño no se cansa de jugar siempre a lo mismo, de oír siempre la misma historia por la noche, de saberse de memoria la película y seguir viéndola hasta la saciedad. Causa y efecto. Ahora pasará esto. El niño está contento porque predice el futuro con seguridad. Una piedra que cae. Siempre cae. Una pelota que bota. Siempre bota. El juego repetitivo, seguro, determinista pero a la vez azaroso, reafirma el conocimiento de las causas y los efectos. Reduce la complejidad y la incertidumbre del mundo exterior poniendo reglas, generando ritos, haciendo círculos sagrados o tableros con casillas. El juego, el rito, la vida. Todos queremos que Messi haga lo que hace siempre, que tire una diagonal de derecha a izquierda con la pelota atada a los pies, que deje atrás a cinco contrarios y lance el zurdazo letal a la red. El jugador de ajedrez que ha interiorizado las ideas de una apertura se siente seguro al jugarla y esa familiaridad reafirma el sentido de pertenencia a un grupo de iniciados. El bar de Rick en el corazón de Casablanca, su mesa apartada, el tablero, las piezas, los movimientos.
Volvamos brevemente sobre el círculo, un ámbito donde existen leyes propias (leyes sagradas), patrones llenos de significados para el iniciado, un elemento de azar que, sin embargo, está regido por leyes sobrenaturales. Juegos de adivinación, oráculos, el I Ching, piezas que caen sobre un círculo sagrado y, de pronto, un tablero. En este nuevo espacio hay casillas que delimitan las posibilidades, piezas que las recorren sorteando peligros para llegar al final del camino en el mismo centro donde se encuentra la recompensa (el viejo bisonte de la hechicera), es el parchís milenario. El tablero se reconvierte en el ashtapada de 64 casillas y los cuatro vértices del parchís son ahora ejércitos, asistimos al nacimiento del chaturanga. Más adelante, los cuatro ejércitos se convertirán en dos y las formas primitivas del ajedrez habrán visto la luz, hacia el siglo VII de la era común.
Durante estos viajes, hemos asistido a una transformación de ida y vuelta, comenzando por el juego animal hacia lo oculto, misterioso y sagrado, para volver nuevamente hacia lo lúdico; una transformación que no nos puede dejar impasibles, ya que se trata del viaje del conocimiento. Formas de comprender la complejidad del mundo. Falta otro viaje fundamental, que dará vida al juego que hoy disfrutamos, un largo camino hacia Persia, norte de África y Europa que lo irá convirtiendo en el ajedrez moderno. Pero esa historia la dejamos para la próxima.