Oda al trabajo escondido

La siguiente pertenece a una serie de entrevistas ficticias que el autor realizó a esos personajes escondidos que, ocultos y silenciosos, hacen del fútbol una de las más atractivas metáforas de la vida. Al menos de una parte de ella.

Es verdad que en este mundo hay varias cosas que han cambiado. Muchas, para mi gusto, a peor (sobre todo por el color de los zapatos que se usan ahora). Pero en general, la esencia permanece.

Los futbolistas cambian de equipo. Los entrenadores, ni se diga. Hasta los médicos varían de vez en cuando. Sólo hay dos cosas que no cambian nunca: los hinchas –que podrán ser volubles, pero eso es otra cosa- y los utileros.

También es cierto que en los últimos cuarenta años las cosas se han profesionalizado mucho. Incluso, algunos utileros de equipos grandes me han contado que gracias a que las superestrellas cambian de modelo de botines en cada partido ya no les toca lavar tanta ropa. Ahora les toca cuidar sobre todo que el espejo de cada muchacho esté bien limpio antes de cambiarse en el vestuario.

Yo mido la evolución del fútbol por lo que veo en el Mundial cada cuatro años, y en esencia me parece la misma cosa de siempre. Es verdad que los muchachos de ahora pasan más horas en el gimnasio y que los preparadores físicos miden centenares de estadísticas que antes a nadie le importaban, pero eso no cambia en nada mi trabajo.

Digamos la verdad: yo quería ser futbolista, pero la situación familiar me obligó a trabajar desde muy chico. A los doce años comencé a mover bultos de cemento y ladrillos de una fábrica a otra. El problema es que en la mitad del recorrido tenía que pasar por la cancha donde entrenaba el equipo del pueblo. El sentido del deber me empujaba a continuar mi camino, pero la verdad es que muchas veces me quedaba embelesado, pegado a la reja que separaba la cancha de la calle, viendo entrenar a esos muchachos cinco años mayores que yo. Tampoco eran nada del otro mundo –ninguno llegó a profesional, ni cerca estuvieron- y el equipo era tan malo que a estas alturas ni siquiera existe. Pero era fútbol, y la ilusión juvenil me consumía. No podía pasar por ahí y quedarme indiferente.

Yo no quería seguir trabajando en eso. De hecho, estoy convencido de que mis problemas de espalda se deben a todo el peso que tuve que transportar en esa época. Desde hace unos meses ya no puedo cargar bolsas con más de veinte balones. Por primera vez en años, me he sentido inútil para este oficio. Pero la depresión se me pasó rápido, porque gracias a Dios todavía puedo hacer casi todo.

Si alguien me preguntara cómo llegué hasta donde estoy, yo respondería que no tengo ni idea. Que se lo pregunten al bombero o al policía, que seguramente lo pensaron con antelación antes de decidirse. A mí me tocó esto y punto. Y me considero muy afortunado.

Creo que estoy reflexionando de un modo desordenado.  Lo siento, nunca antes me habían entrevistado.

Sigamos adelante. Me pregunta usted que cómo han cambiado las cosas en este tiempo. Vuelvo a contestar que lo esencial sigue siendo igual. Los vestuarios son siempre los mismos: siempre está el muchacho bromista, que usualmente es que el comete los errores más graves durante los partidos; el capitán, que suele hablar poco y ser como más serio (a los últimos seis capitanes yo los vi llegar siendo muchachos, y es emocionante ver cómo se van haciendo hombres); también está siempre el que es un poquito más engreído, que suele jugar de mitad de cancha hacia delante… en fin, siempre hay un poco de todo. Aunque para mí los más simpáticos suelen ser los arqueros, porque trabajan como burros y ganan mucho menos.

Con los entrenadores sí que se ha notado la evolución del juego. Como soy el utilero más experimentado, es a mí al que le toca organizar los uniformes de competencia antes de los partidos. Gracias a eso he podido asistir a miles de charlas técnicas a lo largo de los años. Ahí sí que he podido ver cómo se ha complicado la cosa: por ejemplo, a la diagonal de toda la vida creo que ahora se le dice ruptura de desmarque, o algo así. Y a jugar de primera y tirar paredes me parece que le dicen crear superioridades. Pero puedo estar equivocado.

Así como los futbolistas, los entrenadores suelen ser también muy parecidos: hay algunos más militares, otros que quieren ser simpáticos, unos que no hablan nunca con los jugadores, otros que hablan demasiado… Pero conmigo se han portado todos muy bien. Trabajar en un equipo chico no es fácil, y el que más lo sufre es el entrenador. Hace muchos años, cuando ya estaba claro que nos íbamos al descenso, oía al director técnico llorando en su oficina cuando ya se habían ido los futbolistas. Es muy duro saber que el sustento de tu familia depende de la voluntad ajena. Gracias a Dios a mí no me pagan ni me echan según los resultados del equipo.

¿Qué si hay algo de mi trabajo que me disgusta? La verdad es que me detengo poco a pensarlo. En esta vida uno se acostumbra a todo, también a las camisetas con sudor ajeno. A veces me molesto con los jugadores desconsiderados, que dejan toda la ropa tirada por el suelo porque piensan que al utilero le pagan para eso. Pero la rabia se me pasa porque soy consciente de que son como niños, pero con sueldo. No lo puedo evitar: a medida que me hago viejo, los veo a todos como a hijos.

¿Qué si me hubiera gustado ser utilero de equipo grande? No tengo ni idea, la verdad. He estado cuarenta años aquí y hemos jugado en tres divisiones. Son muchos los recuerdos, las anécdotas, los sufrimientos… también las alegrías, sobre todo aquella vez que salvamos la categoría en el último minuto. Eso sí que fue un alivio. Jugar en primera quiere decir viajar por mejores carreteras.

Los utileros de equipo grande son buena gente, pero no veo por qué envidiarlos. A lo mejor ganan más que yo, pero tampoco pretendo ser millonario. Este es un trabajo honrado que me ha permitido sostener a mi familia. Además, llevo en este equipo más años que el presidente. A lo mejor cuando me muera le ponen mi nombre al estadio (risas).

¿El mejor jugador que vi? Hace veinte años, aquel zurdo exquisito que ponía la pelota donde quería. El problema es que la bebida y la fiesta fueron más fuertes. La última vez que supe de él estaba jugando en cuarta. Se dice que no corría nunca, pero los tiros libres eran gol seguro.

Creo sinceramente que el fútbol no ha cambiado. Hay nostálgicos que dicen que el de antes era mejor, pero la verdad es que a los jugadores los idealizan desde el momento en que se retiran. Ni los de antes eran tan buenos, ni los de ahora tan malos. Todos en general, bastante normalitos. Los cracks de verdad están en la televisión y jugando en otros lados. Pero como nunca hemos jugado copas internacionales no tengo mucha idea de cómo se hacen las cosas en el extranjero.

Yo sólo sé una cosa: que las canchas de todo el mundo son iguales. Dos arcos, un balón, veintidós muchachos. Los que se enamoran del fútbol se enamoran de eso. Lo que viene después ya no importa tanto.

Luis Miguel Bravo Álvarez

Paisa. Periodista. Filósofo de la escuela de Calvin & Hobbes. Actualmente vivo y respiro en la Ciudad Eterna.