Nuestro Papa

“No era un filósofo como Ratzinger, ni un político como Wojtyla. Era un hombre sencillo, común, y por eso ha sido el más cristiano entre todos los papas”.


Renovemos nuestra esperanza y nuestra confianza en los demás,

incluso en quienes son diferentes a nosotros o vienen de tierras lejanas,

trayendo costumbres, formas de vida e ideas desconocidas,

porque todos somos hijos de Dios.


Ha muerto el Papa Francisco y, aunque no soy religioso ni creyente, no puedo evitar sentir el peso de una pérdida irreparable. Porque entre aquellos a quienes llamamos, con cierta ligereza, “líderes mundiales”, fue el primero —y, muchas veces, el único— en levantar la voz contra la injusticia y la miseria a la que son sometidos millones de seres humanos, y en poner en entredicho las convenciones de su propio cargo.

Era de esperar que el primer Papa jesuita le resultara incómodo a muchos, cómo ha ocurrido siempre con los miembros de la Compañía de Jesús. Y era de esperar también que el primer Papa latinoamericano luchara por devolverle la Iglesia a los pobres.

Para quienes (ya) no profesamos la fe católica, Francisco supuso una anomalía. Librado por completo de la soberbia de sus antecesores, convencidos de haberse ganado el Cielo para sí y para los suyos, Francisco demostró la humildad de aquel que se atreve a dudar de todo menos del ser humano. Francisco creía en Dios porque creía en los hombres; su vida fue testimonio de ello. No era un filósofo como Ratzinger, ni un político como Wojtyla. Era un hombre sencillo, común, y por eso ha sido el más cristiano entre todos los papas.

En un mundo individualista, Francisco recalcó el valor de la comunidad. Frente a una humanidad plegada a los fundamentalismos, Francisco escogió la palabra por sobre la espada. En una tierra amurallada, Francisco se dedicó a construir puentes.

No entendí porque tantos hombres virtuosos fueron y son cristianos hasta que Jorge Bergoglio se convirtió en Francisco I. Nunca me sentí más cercano al cristianismo —ni siquiera cuando era católico— que cuando escuché al representante de la mayor religión de Occidente denunciar el genocidio más largo de la era moderna, ese frente al cual la Europa ilustrada y los Estados Unidos de la libertad han guardado un deshonroso silencio.

Es difícil no ser pesimista respecto del futuro de la humanidad cuando se sale a la calle o se ve los noticieros y se encuentra uno con un panorama desolador de odio, injusticia, miseria y violencia. Por eso es que aquellos que, como Francisco, ven en el otro a un hijo del mismo Padre, nos son tan necesarios.

Francisco entendió que la vocación universalista del cristianismo no consiste en la conversión mediante la fuerza o la amenaza del castigo eterno, sino en el testimonio de una vida basada en la misericordia y el amor al prójimo. Así lo entendió y así vivió, demostrando que los ritos no significan nada si la palabra no se vuelve acción cotidiana. Es por eso que quienes hemos rechazado los sacramentos de la Iglesia podemos llamarlo también nuestro Papa.

Juan Sebastián Vera

Sociólogo por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Maestro en Ciencia Política por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.

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