La consulta popular anunciada por el presidente Petro no es un ejercicio inocente de participación directa. A través de preguntas cargadas de emocionalidad y formulaciones ambiguas, el gobierno busca legitimar una agenda populista que ya cuenta con límites jurídicos y soluciones vigentes. Esta columna analiza, pregunta por pregunta, las implicaciones técnicas, políticas y legales de una consulta que amenaza con erosionar las bases de la democracia institucional.
Cuando las emociones reemplazan al derecho,
la democracia peligra.
El Gobierno ha anunciado una consulta popular compuesta por doce preguntas que serán presentadas a los colombianos como un ejercicio de participación directa. Sin embargo, es fundamental advertir que esta figura jurídica no es un simple sondeo de opinión ni un mecanismo simbólico: se trata de un instrumento de decisión política vinculante, siempre que se cumplan dos condiciones claras establecidas en el artículo 41 de la Ley 1757 de 2015: que participe al menos el 33% del censo electoral y que la opción por el “Sí” obtenga la mayoría. A diferencia del plebiscito, que se limita a aprobar o rechazar una decisión del Ejecutivo, o del referendo, que busca reformar normas de jerarquía legal o constitucional, la consulta popular tiene un alcance directo sobre políticas públicas. Y por eso, no debe tomarse a la ligera.
El presidente Gustavo Petro ha logrado una leve recuperación en sus niveles de aprobación, y esta consulta parece buscar capitalizar ese impulso político con preguntas cargadas de emocionalidad, populismo y afirmaciones de sentido común que poco o nada tienen que ver con soluciones técnicas o jurídicas reales. Por ello, más allá del contenido, el riesgo está en la forma: si la ciudadanía acude masivamente a votar —por simpatía, desconocimiento o frustración— y se supera el umbral, el Gobierno podrá presentar el resultado como un mandato popular para avanzar con reformas cuestionadas o incluso inconstitucionales. Por eso, el mensaje debe ser claro: NO se debe votar. La abstención es la única manera de impedir que una consulta mal planteada se convierta en política de Estado.
- ¿Está de acuerdo con que el trabajo de día dure máximo 8 horas y sea entre las 6:00 a. m. y las 6:00 p. m.?
La pregunta parece sacada más de un discurso improvisado en una cuenta de X que de una propuesta seria de política laboral. El presidente Petro, en su intervención del primero de mayo en la Plaza de Bolívar, afirmó (con tono sentencioso) que “esto no es Europa, esto es Colombia, donde anochece a las 6 de la tarde”, como si la geografía justificara legislar con base en la puesta del sol. Lo curioso es que, en países europeos —que él mismo toma como ejemplo para ridiculizar—, en invierno anochece incluso antes de las 5:00 p. m. ¿Entonces qué hacemos, presidente? ¿Pagamos recargo nocturno desde las 4:30 en diciembre y lo eliminamos en junio?
Desde el punto de vista jurídico, la jornada laboral ya está claramente regulada por el Código Sustantivo del Trabajo y la Ley 2101 de 2021, que establece la reducción progresiva de la jornada de 48 a 42 horas semanales sin disminución salarial. Además, el concepto de jornada diurna y nocturna también está definido: la jornada diurna va de 6:00 a. m. a 9:00 p. m., y la nocturna de 9:00 p. m. a 6:00 a. m. estando inclusive dentro del promedio de los países de la OCDE. La pregunta no solo es imprecisa, sino engañosa: sugiere que hoy no existe un límite para la jornada o que no hay diferencia entre horarios, cuando la ley ya contempla eso con claridad. Es una formulación populista que apela al sentido común (“¿quién no querría trabajar solo ocho horas y de día?”), pero sin explicar sus implicaciones reales sobre sectores productivos, comercio, industria, servicios 24/7 y economía informal.
- ¿Está de acuerdo con que se pague con un recargo del 100% el trabajo en día de descanso dominical o festivo?
Esta pregunta parte de una falacia básica: hacerle creer al ciudadano que hoy en Colombia no existe ningún tipo de recargo por trabajar domingos o festivos. Es una manipulación directa del sentido común, porque ¿quién no querría que le pagaran más por trabajar en un día de descanso? Pero la verdad jurídica es otra: en Colombia ya existe un recargo del 75% sobre el valor de la hora ordinaria, según lo establece el artículo 179 del Código Sustantivo del Trabajo.
Más aún, ese 75% nos coloca por encima de muchos países de la OCDE. Por ejemplo, en Francia el recargo dominical no es obligatorio por ley, salvo en sectores específicos; en Alemania, trabajar domingos está restringido por norma, pero cuando se hace, el recargo varía y no siempre alcanza ni el 50%. En España, el pago adicional depende del convenio colectivo y no existe una tasa fija garantizada por ley. Es decir, lo que el presidente propone como si fuera una innovación progresista, en realidad es una medida ya vigente en términos prácticos y hasta generosa en el contexto internacional.
Pretender llevar el recargo al 100% suena muy bien en la tarima, pero tiene implicaciones fiscales y económicas que no se explican. Esta es otra pregunta que busca manipular emocionalmente, sin advertir al votante sobre los costos laborales que asumirían pequeñas y medianas empresas, y que terminarían afectando, irónicamente, el mismo empleo que se dice defender.
- ¿Está de acuerdo con que las micro, pequeña y medianas empresas productivas preferentemente asociativas reciban tasas preferenciales e incentivos para sus proyectos productivos?
Esta es una de esas preguntas que se camufla bajo un ropaje de obviedad bondadosa: ¿quién podría estar en desacuerdo con apoyar a las mipymes? El problema es que, jurídicamente, esta propuesta ya existe. Las micro, pequeñas y medianas empresas ya cuentan con incentivos, líneas de crédito subsidiadas y programas de fortalecimiento productivo, muchos de ellos administrados por entidades como Bancóldex, el Fondo Nacional de Garantías o el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo. Incluso la Ley 590 de 2000; modificada por la Ley 905 de 2004, establece con claridad políticas diferenciadas para este sector.
Pero el verdadero problema está en la formulación ambigua y tendenciosa: ¿qué significa “preferentemente asociativas”? ¿Estamos hablando de cooperativas, de asociaciones campesinas, de empresas de economía solidaria? ¿Van a quedar por fuera las mipymes individuales o familiares? ¿Será este un mecanismo para excluir selectivamente a quienes no se alineen políticamente con el discurso del gobierno?
La pregunta, tal como está formulada, no es una propuesta seria de política pública, sino un anzuelo retórico para validar lo que ya está regulado, pero con un sesgo ideológico: empujar al sector empresarial hacia modelos organizativos que responden más a una visión política que a una evaluación técnica de eficiencia o competitividad. De nuevo, una pregunta que apela al sentido común y a la buena voluntad del ciudadano, sin advertirle que está votando por algo que ya existe… pero con una trampa semántica.
- ¿Está de acuerdo con que las personas puedan tener los permisos necesarios para atender tratamientos médicos y licencias por periodos menstruales incapacitantes?
Esta pregunta es un ejemplo claro de cómo se puede utilizar un tema sensible y legítimo (la salud y el bienestar de los trabajadores, especialmente de las mujeres) como herramienta de manipulación política. Lo que se plantea aquí ya está garantizado por la ley colombiana. El sistema de seguridad social permite a cualquier trabajador, sin distinción, solicitar incapacidades médicas cuando su condición física o mental lo requiere, incluyendo tratamientos periódicos o situaciones como los dolores menstruales severos, siempre que estén certificados por un profesional de salud.
En el caso específico de las mujeres, no solo se reconoce el derecho a licencias por causas médicas asociadas al ciclo menstrual si son incapacitantes, sino que existen fallos de la Corte Constitucional que han protegido ese derecho bajo el principio de dignidad y no discriminación. La normativa vigente no impide estos permisos; lo que se necesita es una mejor implementación del sistema, no una consulta populista para reafirmar lo que ya existe.
Formular esta pregunta es, en esencia, una forma de atribuirle al gobierno la conquista de un derecho que ya está consagrado. Es un recurso retórico, no una necesidad legal. El uso de temas como la salud de la mujer con fines propagandísticos es, además, una forma sutil de desinformar y generar adhesión emocional a una causa ya resuelta jurídicamente.
- ¿Está de acuerdo en que las empresas deban contratar al menos 2 personas con discapacidad por cada 100 trabajadores?
A primera vista, esta pregunta apela a la compasión, a la justicia social, y a la inclusión de personas históricamente marginadas. Pero más allá de la aparente nobleza de su intención, lo que tenemos aquí es una muestra clásica del populismo contemporáneo: la creación de antagonismos morales simplificados entre “el pueblo virtuoso” y “las élites indiferentes”, como bien lo explicó Ernesto Laclau. En este caso, el empresariado se convierte en el enemigo insensible que necesita ser forzado por el Estado (representado como garante de la justicia) para cumplir con una cuota moral.
Lo que el presidente Petro busca, según la teoría de Laclau, no es solucionar un problema estructural de inclusión laboral, sino construir una narrativa de poder basada en demandas insatisfechas que ya están en proceso de regulación. La Ley 361 de 1997 ya establece mecanismos de promoción y protección de los derechos laborales de las personas con discapacidad. Además, el Estado ha impulsado incentivos fiscales y programas de inclusión a través del Ministerio de Trabajo. El problema real es de ejecución, no de legislación.
Desde una perspectiva más crítica, como la de Axel Kaiser, esta pregunta ejemplifica cómo el populismo de izquierda recurre a la imposición coercitiva de buenas intenciones, sin importar los efectos reales sobre la libertad económica, la sostenibilidad de las empresas o la calidad del empleo. No se trata de construir capacidades ni de generar incentivos, sino de imponer una moral estatal que convierte al empresario en sospechoso y al Estado en redentor. Así no se hace inclusión; así se hace propaganda.
- ¿Está de acuerdo con que los jóvenes aprendices del SENA y de instituciones similares tengan un contrato laboral?
Esta pregunta es otra pieza más del discurso populista que, como advertía Axel Kaiser, convierte cada necesidad social legítima en una consigna ideológica simplificada, sin considerar su viabilidad técnica ni su contexto legal. Bajo una lógica emocional (“¿por qué no darle contrato laboral a un joven aprendiz?”) se desconoce que el marco jurídico colombiano ya regula con precisión la figura del aprendiz, que no es equivalente a la de un trabajador ordinario, porque su vínculo principal es con la formación, no con la producción.
El Decreto 933 de 2003 establece que el aprendiz del SENA tiene derecho a un apoyo de sostenimiento económico, equivalente a un porcentaje del salario mínimo, y cubierto por seguridad social. Esta figura ha sido diseñada para ofrecer experiencia práctica sin trasladar a los empleadores las obligaciones plenas de un contrato laboral. Y no es un modelo exclusivo de Colombia. En Irlanda, por ejemplo, los aprendices reciben una remuneración parcial mientras cumplen su formación técnica, y en algunos sectores no se paga compensación alguna, como ocurre también en países escandinavos bajo modelos duales. Es una norma internacionalmente reconocida: el aprendiz no es un empleado, es un estudiante en etapa práctica.
Además, la ambigüedad del término “instituciones similares” abre la puerta a un problema de interpretación jurídica. ¿A qué se refiere exactamente? ¿A universidades técnicas? ¿A programas privados de formación para el trabajo? ¿Se incluirían voluntariados, pasantías, convenios empresariales? Este nivel de vaguedad hace inviable cualquier aplicación normativa seria. La pregunta no es un instrumento de mejora educativa, sino un gesto populista que busca rédito político entre jóvenes, vendiéndoles la ilusión de que su formación debe traducirse automáticamente en un contrato laboral, sin explicar cómo, cuándo o con qué recursos.
- ¿Está de acuerdo que las personas trabajadoras en plataformas de reparto acuerden su tipo de contrato y se les garantice el pago de seguridad social?
Esta pregunta encierra una trampa semántica peligrosa. Presenta como un avance en derechos lo que en realidad puede convertirse en una desestructuración del régimen laboral. ¿Qué significa exactamente “acordar su tipo de contrato”? ¿En qué marco jurídico? ¿Qué parámetros delimitan ese supuesto “acuerdo”? La Constitución establece que las relaciones laborales deben estar regidas por principios de dignidad, estabilidad, y protección del trabajador, no por acuerdos individuales que en un contexto de desigualdad, terminan siendo contratos de adhesión disfrazados de libre elección.
La pregunta desconoce deliberadamente que hoy existe una discusión jurídica y doctrinal en curso sobre los trabajadores de plataformas, y que muchos de esos debates se están resolviendo en tribunales laborales, no en consultas populares. Además, abrir la puerta a que cada persona acuerde su “tipo de contrato” es poner en riesgo los contratos colectivos, los convenios sindicales, y cualquier estructura que permita la defensa colectiva de derechos. Es la ilusión de la libertad individual cuando, en realidad, se trata de un mecanismo de flexibilización laboral extrema.
Lo que plantea el gobierno en esta pregunta se asemeja a lo que Ernesto Laclau definía como la construcción de una demanda flotante, que busca aglutinar a distintos sectores precarizados bajo un significante vacío que no tiene anclaje normativo, pero sí una gran fuerza simbólica. Otra vez, más retórica que política pública seria.
- ¿Está de acuerdo con establecer un régimen laboral especial para que los empresarios del campo garanticen los derechos laborales y el salario justo a los trabajadores agrarios?
Aquí el presidente Petro recurre a un viejo recurso del populismo rural: presentar al empresario agrícola como el antagonista histórico de los trabajadores del campo, y usar ese enfrentamiento como base para impulsar reformas con aparente vocación de justicia, pero sin fundamentos claros. La pregunta sugiere que actualmente no hay derechos ni salario justo para los trabajadores agrarios, cuando el Código Sustantivo del Trabajo sí establece disposiciones específicas para el trabajo rural, aunque, como en otros sectores, el problema principal es su baja fiscalización y débil cumplimiento.
Ahora bien, introducir un “régimen laboral especial” plantea serias dudas de constitucionalidad. ¿Qué implicaciones tendría sobre el sistema de contratación pública rural, la política de subsidios agropecuarios o el presupuesto general de la Nación? ¿Se asignarán recursos del Estado para garantizar esos salarios “justos”? Si la respuesta es sí, estamos frente a un posible vicio de iniciativa, pues una consulta popular no puede tener efectos sobre el presupuesto nacional sin pasar por el Congreso, como lo establece la Constitución.
Además, al no definir qué se entiende por “salario justo”, se deja abierta la interpretación política y subjetiva de un concepto que debe estar anclado en el principio de legalidad. ¿Justo según quién? ¿Según el gobierno de turno? ¿Según el precio de los alimentos o la capacidad de pago del productor? Esta pregunta, como tantas otras en esta consulta, no es una propuesta legislativa; es un artefacto retórico diseñado para movilizar emocionalmente, sin advertir sus consecuencias legales y económicas.
- ¿Está de acuerdo en eliminar la tercerización e intermediación laboral mediante contratos sindicales que violan los derechos laborales?
La formulación de esta pregunta raya en la desfachatez política. El gobierno que ha batido récords en la contratación por prestación de servicios (una de las formas más extendidas de tercerización en el sector público) ahora pretende sacar pecho por la eliminación de esa misma figura. La incoherencia es evidente: mientras en la tarima se ataca la tercerización, en los portales de contratación del Estado abundan los contratos de OPS, en muchos casos para funciones misionales, sin garantías laborales ni estabilidad.
Además, la pregunta es jurídicamente confusa. Equipara “tercerización” con “contratos sindicales”, cuando en realidad son figuras distintas dentro del marco laboral colombiano. La tercerización está permitida bajo ciertos criterios de especialidad y autonomía, regulada por la Ley 50 de 1990 y supervisada por el Ministerio de Trabajo. Los contratos sindicales, aunque cuestionados, han sido avalados en ciertas condiciones por jurisprudencia, y su eliminación requeriría un debate técnico, no un grito emocional desde una urna.
Una vez más, la ambigüedad deliberada sirve a un propósito político claro: construir un enemigo difuso (la “intermediación”) y prometer su eliminación sin explicar cómo, con qué herramientas ni con qué consecuencias. El resultado es una propuesta más simbólica que legal, más populista que ejecutable.
- ¿Está de acuerdo que las trabajadoras domésticas, madres comunitarias, periodistas, deportistas, artistas, conductores, entre otros trabajadores informales, sean formalizados o tengan acceso a la seguridad social?
Esta pregunta vuelve a caer en el mismo patrón discursivo: apelar a sectores marginados para movilizar la indignación colectiva. Es una estrategia típica del populismo: identificar un grupo históricamente excluido, apropiarse de su causa, y convertirla en una bandera emocional que permita canalizar votos a través de la empatía. Sin embargo, lo que no se dice es que la mayoría de estos sectores ya han sido objeto de regulaciones específicas para facilitar su formalización.
Las trabajadoras domésticas, por ejemplo, cuentan con legislación que establece la obligación de afiliación a seguridad social, pago de prestaciones y salario mínimo. Las madres comunitarias tienen fallos de la Corte Constitucional que reconocen su relación laboral con el Estado. Y en el caso de artistas, deportistas y periodistas, existen regímenes de cotización diferenciada que permiten el acceso progresivo a la protección social. ¿El problema? No es la falta de ley, sino la falta de implementación y fiscalización.
Esta pregunta tampoco explica cómo se va a financiar esa formalización. ¿Aumentarán las cargas para los empleadores? ¿Habrá subsidios del Estado? ¿Se crearán programas de inserción laboral? Nada de eso se responde. En cambio, se lanza la idea como una consigna vacía, apelando al sentimiento de justicia sin advertir que el gobierno actual ha replicado, y hasta ampliado las prácticas que tanto criticaba cuando era oposición.
- ¿Está de acuerdo en promover la estabilidad laboral mediante contratos a término indefinido como regla general?
Esta pregunta parece escrita con el objetivo de ganar aplausos fáciles, pero plantea una serie de interrogantes jurídicos y económicos de fondo. El contrato a término indefinido ya es la modalidad contractual preferente en el ordenamiento laboral colombiano, tal como lo ha reiterado la Corte Constitucional en múltiples fallos. Sin embargo, esto no significa que las otras formas contractuales estén prohibidas. Al contrario: contratos a término fijo, por obra o labor, e incluso por temporada, responden a realidades productivas legítimas y son herramientas de flexibilidad que benefician tanto a empleadores como a trabajadores.
Plantear que solo debe existir el contrato a término indefinido, como “regla general”, sin matices ni contexto, no solo es impráctico, sino que podría afectar sectores enteros como el agrícola, el turístico, el comercial y el de eventos, donde la temporalidad es esencial. ¿Van a eliminar el trabajo por temporada? ¿Desaparecen las labores por proyecto? ¿Dónde queda la libertad contractual y el derecho del trabajador a elegir el tipo de contrato que más le convenga?
Más aún, la pregunta es peligrosa desde el punto de vista constitucional. El artículo 53 de la Carta establece principios que rigen el derecho laboral, pero no prohíbe la existencia de distintas modalidades contractuales. Imponer una sola figura por vía de consulta no solo es jurídicamente forzado, sino que refleja una visión autoritaria del mercado laboral: el Estado elige por todos. Una vez más, populismo regulatorio con disfraz de justicia social.
- ¿Está de acuerdo con constituir un fondo especial destinado al reconocimiento de un bono pensional para los campesinos y campesinas?
Aquí el gobierno intenta revestirse de solidaridad rural, pero lanza una propuesta que, de aprobarse, podría colisionar con las normas constitucionales sobre el manejo del presupuesto nacional. Crear un fondo especial (con impacto fiscal directo) requiere iniciativa exclusiva del Ejecutivo y aprobación del Congreso. Una consulta popular no puede crear ni modificar partidas presupuestales, como lo establecen tanto la Constitución como la Ley Orgánica del Presupuesto. ¿Cómo se financiará este bono? ¿Quién definirá los criterios de acceso? ¿Se asignarán recursos permanentes o será una política coyuntural? ¿Bono de cuánto? ¿De 1 millón por persona, de 50 mil por persona? ¿Se va a volver a despiporrar?
Además, ya existen mecanismos como BEPS (Beneficios Económicos Periódicos), creados justamente para trabajadores informales o rurales que no logran cotizar una pensión bajo el sistema tradicional. En vez de fortalecer lo existente, el gobierno plantea otra figura paralela, con fines claramente simbólicos, sin explicar cómo evitará la duplicidad administrativa, la fragmentación institucional y el riesgo de clientelismo rural.
Esta pregunta es populismo puro: decirle al campesinado lo que quiere oír, sin aclarar cómo se hará ni si es jurídicamente viable. Prometer bonos sin respaldo fiscal es el tipo de irresponsabilidad que debilita la institucionalidad y convierte los derechos en promesas vacías. La justicia social no se construye con consultas emocionales, sino con reformas serias y sostenibles.
Y entonces, ¿qué hacemos?
Después de revisar una a una las preguntas de esta consulta, no queda duda de que se trata de una maniobra política cuidadosamente diseñada para disfrazar como propuestas nuevas lo que ya está regulado, lo que es inviable jurídicamente o lo que simplemente responde a intereses de campaña. Es una consulta que no busca resolver problemas estructurales, sino movilizar emociones, antagonizar sectores, adelantar la campaña política, distraernos de problemas reales y convertir a la indignación en votos. Si el Congreso comete el grave error histórico de aprobar esta consulta, es imperativo que la ciudadanía no caiga en la trampa: NO SALIR A VOTAR ESE DÍA.
La abstención no es apatía, es una herramienta política legítima cuando el mecanismo consultado amenaza con distorsionar el sistema legal, capturar el Estado por vía emocional y convertir el populismo en norma. Por el bien de Colombia, por la defensa de la democracia institucional y del derecho al disenso, yo invito a no votar, así el presidente me considere; como ya lo ha sugerido contra sus críticos, un “HP esclavista”. La democracia también se defiende diciendo NO con el cuerpo, con la razón y con el silencio activo frente a los abusos del poder.
Cinco píldoras para la memoria
- “Un pueblo constituido por encima del Congreso”: Así como Mussolini apelaba a la masa movilizada para suprimir los contrapesos institucionales, Gustavo Petro habla hoy de un “pueblo constituyente” que debe imponerse sobre el Congreso. En su discurso del 1 de mayo, convirtió una consulta en una amenaza velada contra el equilibrio de poderes.
- “No pasarán”: lenguaje de guerra, no de democracia: El uso de consignas propias de contextos bélicos y totalitarios; como el “¡No pasarán!” lanzado contra congresistas opositores, recuerda la retórica incendiaria de los regímenes autoritarios del siglo XX. Petro no convoca al diálogo, convoca al combate simbólico. Ignorando que el pueblo le constituyó poder al congreso por un periodo de 4 años para que este lo representara y tuviera el poder de legislar. ¡Toda mi solidaridad con los congresistas de oposición y un abrazo fraterno por el buen trabajo que están haciendo, ese si es un democrático: “no pasarán”!
- Petro con guantes y espada, como un caudillo populista: Caminar tras la espada de Bolívar, ataviado con guantes quirúrgicos, es una puesta en escena cuidadosamente diseñada para teatralizar el poder. Como Hitler en sus marchas o Chávez con su uniforme, Petro sabe que el símbolo puede más que el argumento.
- “HP esclavistas”: deshumanizar al adversario: Acusar a senadores de tener “las manos untadas de sangre” o llamarlos “HP esclavistas” no es simplemente una provocación: es una estrategia deliberada para deslegitimar la diferencia, personalizar el odio y justificar la presión social sobre quienes votan diferente. Un terreno peligrosamente cercano al fascismo.
- El presidente que más terceriza, dice odiar la tercerización: Mientras Petro habla contra la intermediación laboral, su gobierno continúa contratando miles de personas bajo prestación de servicios. Así como los populistas clásicos prometían al pueblo lo que sabían que no podían cumplir, Petro finge una cruzada contra lo que él mismo administra.
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