No son piropos: Es acoso y está mal

Tengo que caminar dos veces al día todos los días. Soy estudiante de la UPB y voy a pie a coger el bus. Tengo la suerte de no gastar mucho en transporte, de hacer un poco de ejercicio y de darme un tiempo para mí sola. Es maravilloso caminar por la ciudad. Yo quiero que las personas conozcan su barrio y cuiden su cuerpo. ¿A cuántos lugares podríamos ir caminando y preferimos coger el carro?

Es claro que tener un carro es un lujo que cada vez más personas se pueden permitir pero, en lo que a mí respecta, voy a seguir caminando a todos los lugares que me sea posible.

Solo hay un problema: el acoso callejero. Es real. Todas lo sufrimos. Lo padecemos. Y no es castigable, ni punible, ni mal visto.

Me parece indignante saber que muchas personas piensan que la mujer se debería sentir halagada ante los comentarios (o incluso actitudes) que hacen algunos hombres en la calle. “Siéntase bonita”, “Eso es un piropo”, “Agradezca que solo le gritan cosas y no le hacen nada”, me dicen mis amigos cuando llego a la universidad quejándome, generalmente asustada, de lo que me gritan, susurran o insinúan en el camino.

La experiencia más cercana, y verdaderamente indignante al tratarse de empleados de Empresas Públicas de Medellín, me sucedió a mediados de marzo cuando, caminando a eso de las 4 de la tarde, un grupo de 6 trabajadores, que estaban sentados a lado y lado del andén impidiendo el paso de los peatones, me abordó con comentarios insultantes. Es triste porque si solo hubiera pasado esto, a lo mejor no lo estaría contando y me da rabia porque hasta yo me he vuelto indolente ante esta situación. Ellos se sentían respaldados por sus compañeros y el más osado tuvo el valor de ponerse de pie y, entre risas, ofrecerme mucho más que solo un viaje en su moto. Yo seguía caminando con mis audífonos pero tenía mucho miedo, miedo real. Cualquier cosa podía pasar. Este hombre seguía caminando a mi lado cada vez más cerca cuando, de pronto, posó su mano en mi brazo para enfatizar sus propuestas. En ese momento me di cuenta de que ellos podían hacer conmigo lo que quisieran, que estaba indefensa. Se me llenaron los ojos de lágrimas y, aunque no creo en dios, llegó el ángel de la guarda (no, no llegó: se materializó a mi lado porque no lo vi llegar) disfrazado de hombre mortal y en menos de un segundo alejó a este grupo de personas de mí y les dijo, repetidamente, que me respetaran y que deberían estar avergonzados. Me preguntó si estos me habían hecho algo, que eso era para que lo denunciáramos a la policía. Pero no, no me hicieron nada. Nada.

No sé cómo hacerle entender a usted que el acoso callejero no es necesariamente esto. No nos tienen que decir o hacer algo concreto para que la humillación y la vergüenza encuentren lugar. A veces, solo con una actitud o una mirada basta (y sobra, si de intimidar se trata).

Otro punto importante que no puedo dejar pasar es que no todos los comentarios que recibimos en la calle son acoso. La clave está en la actitud de quién lo lanza. Si yo me monto a un taxi y el conductor me pregunta que para dónde vamos, sugiere una ruta y me pone conversación durante la cual en algún punto me dice que “usted que es como una niña tan bonita…” no hay riesgo de que eso sea acoso. Es un comentario lindo. No me hace sentir insegura ni humillada. Yo le doy las gracias y la conversación continúa. Fin. Esos son los comentarios que queremos recibir. Si no tiene algo así para decir, guárdeselo porque el respeto es el mejor piropo.

El acoso callejero no es noticia porque ya nos acostumbramos, porque todos asumimos la misma actitud que asumí yo al pensar “eso no es nada”. Tenemos que esperar a que nos violen para salir en los noticieros; tenemos que esperar que nos agredan para poder denunciar.

Me sucede todos los días. Cuando estoy en el bus, en el Metro, en una esquina, en un centro comercial… también me sucede si voy en falda, o en burka. O si voy sola, con dos amigas o incluso con mi novio.

Al pasar el puente peatonal, siempre saludaba a un señor que vendía dulces en un carrito. Un día, él no volvió y su hijo lo reemplazó en el puesto de trabajo. Este hombre, de unos 20 años, me abordaba todos los días con preguntas sencillas pero personales que me incomodaban, pero que ignoraba casi satisfactoriamente gracias a mis audífonos. Un día, algo sucedía en las escaleras del puente y las personas me impedían el paso. En la calle, había un taxi dejando a una señora. El taxista me vio de pie en la primera escalera y me empezó a gritar obscenidades. El nuevo vendedor de dulces se indignó, mientras yo estaba roja como un tomate (de la ira y del miedo), y le pegó un puño al taxista a través de la ventana. Corrí como nunca. Llegué a la casa y lloré.

Al otro día, ese mismo muchacho se paró en medio de las escaleras y me pidió el número de mi celular, asumió que como era mi héroe, algo le debía. Y como soy mujer, seguro podía pagarle con sexo.

 

 

Isabel Uribe Ochoa

Estudiante de Comunicación Social- Periodismo. Feminista, descomplicada y amante del cine y de la literatura.