No matarás: el primer mandamiento de la democracia


El intento de homicidio contra el senador Miguel Uribe no puede leerse como un hecho aislado ni como una simple expresión del deterioro de la seguridad. Es, más bien, un doloroso reflejo de una herida que en Colombia no ha sanado: la violencia política. Una violencia que, aunque muta, se resiste a desaparecer. Una violencia que no hemos logrado superar como sociedad, a pesar de las lecciones del pasado y de los esfuerzos por reconciliarnos y convivir de forma pacífica.

El volumen “No matarás” del Informe Final de la Comisión de la Verdad nos dice que en Colombia la persecución y el asesinato de líderes políticos, sociales y candidatos ha sido una constante. La Comisión es clara en señalar que “la violencia política ha sido un factor constante de debilitamiento de la democracia colombiana y ha operado como un mecanismo de exclusión sistemática de proyectos políticos alternativos, muchas veces a través de la eliminación física de sus líderes”. Y más adelante insiste en que “el homicidio ha sido utilizado como instrumento para imponer el miedo, inhibir la participación y mantener un statu quo que favorece a quienes se benefician de la eliminación del otro”. ¿Cómo podría entonces interpretarse este atentado sino como una advertencia, un eco del pasado que vuelve a retumbar en el presente?

Por eso la Comisión lo afirma sin ambigüedad: “No matarás, el primer mandamiento de la democracia en Colombia”. Porque en ninguna sociedad que pretenda vivir en paz es admisible que las diferencias ideológicas se salden con sangre. Porque el disenso es parte del alma democrática y no puede ser convertido en objetivo militar.

Nuestra generación fue testigo, muchas veces víctima, de los años más oscuros del conflicto armado interno. Entre 1996 y 2008 se concentraron el mayor número de hechos violentos, incluyendo secuestros, desapariciones, asesinatos selectivos, masacres y desplazamientos forzados. Fue la época de El Salado, El Aro, Bojayá, Mapiripán, La Gabarra. En esos años las FARC secuestraron y asesinaron a 11 diputados del Valle del Cauca, el ejercito ejecuto a más de 6402 muchachos haciéndolos pasar por bajas en combate, los mal llamados “falsos positivos”, y el Bloque Metro de las AUC imponía el terror en Antioquia. Esos y tantos otros horrores marcaron la historia reciente del país y nos dejaron casi 10 millones de víctimas.

Hoy, aunque han cambiado los actores y los escenarios, la lógica de eliminación del adversario persiste. Los sistemáticos asesinatos a lideres sociales y el intento de asesinato contra un senador son una señal de alarma: el derecho a la vida y a la participación siguen en riesgo. Las redes sociales se han convertido en nuevos campos de batalla donde se deshumaniza al otro, se normaliza el odio y se aplaude la agresión. Los desacuerdos no pueden seguir siendo el combustible que alimenta una violencia que apenas se disfraza.
Por eso, más que nunca, es necesario un llamado a la calma, a la moderación y al respeto por la diferencia. Colombia no puede seguir repitiendo la misma historia. Merecemos una democracia en la que nadie tema por su vida al expresar sus ideas. Una democracia que se funde en un mandamiento: no matarás. Porque matar no solo le quita la vida a una persona, también hiere las ideas en las que cree y la posibilidad de construir un país donde todos tengamos cabida.

Debemos soñar con la Paz Grande, una que no se limita al silencio de los fusiles, sino que transforma las relaciones entre los ciudadanos, entre las regiones, entre los partidos y las ideas políticas. Una paz que comienza con el reconocimiento del otro como un igual, no como un enemigo.

En medio de este camino, una pregunta nos interpela desde las páginas del Informe Final: “¿Cómo nos atrevimos a dejar que pasara y cómo nos atrevemos a dejar que continúe?”. Responder esa pregunta con honestidad es el primer paso para que hechos como el ocurrido contra Miguel Uribe no se repitan. Es tiempo de sanar, de reconciliarnos, de buscar las formas para convivir de forma pacífica y, sobre todo, es tiempo de recordar que en una democracia la vida es sagrada.

Daniel Bedoya Salazar

Estudiante de Filosofía UdeA
Ciudadano, creyendo en la utopía.

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