No más preguntas

“Revisé la historia clínica y comprobé lo que temía. Se le estaba aplicando la dosis máxima de morfina permitida para su peso. No había más recursos para mitigar el intenso dolor que la misma muerte.”


El siguiente artículo busca hacer visible, mediante un relato basado en la realidad de la vida diaria de un médico, los innumerables conflictos que plantea el ejercicio profesional de la medicina y los retos emocionales que conlleva dicha práctica. De antemano pido excusas a los lectores por traerles un artículo alejado de la opinión en temas coyunturales, que ha sido una característica en mi columna en Al Poniente, pero ¿qué mejor forma de visibilizar la realidad de la medicina que con un relato basado en un experiencia personal?

La práctica médica es siempre una experiencia humana.

Hay algo que detesto de mi profesión: responder las preguntas más difíciles en momentos de más dolor. Algunos pacientes por algún motivo creen que los médicos tenemos todas las respuestas y los remedios. La mañana de aquel domingo, víspera de las festividades del municipio, llegué a trabajar a la hora acostumbrada: 7 am. En la entrada del hospital ya se sentía el ambiente festivo, a juzgar por la decoración que estaban colocando y por la música que desde la calle se alcanzaba a escuchar. —Que rico empezar el día así—. Pensé mientras saludaba a algunos compañeros y maestros en el vestíbulo. Al llegar al séptimo piso, las puertas del viejo ascensor se abrieron de par en par y allí estaba ella, mirándome con ojos de angustia; su rostro estaba torcido por una mueca de dolor que no comprendí de inmediato. La miré fijamente por un segundo. De sus ojos oscuros, enmarcados bajo unas cejas finamente tatuadas, salieron unas lágrimas tímidas que rodaron por sus mejillas ligeramente rosadas por el sutil maquillaje que usan las enfermeras. Sus manos delicadas y temblorosas se apresuraron a secarlas, tal vez por el pudor profesional o tal vez un impulso vago e inconsciente de suprimir una demostración de dolor ajeno en público, sobre todo ante mí. Entonces sentí esa incomodidad en el vientre que siempre siento al momento de intuir la fatalidad.

—Lo estábamos esperando doctor. —Rompió el silencio la enfermera jefe del servicio.

En la habitación 705 se encontraba Ana Silva, una mujer de mirada fugaz y llena de alegría, acompañada por su joven esposo, unos pocos embalajes y la esperanza que le daba el deseo de luchar por sus hijos. Cuatro pequeñuelos a los cuales no veía desde hacía una semana.

No los dejaban entrar por las restricciones del aislamiento riguroso que estos casos requieren. Cuando ingresó, sus cabellos de ligeros rizos oscuros le daban a Ana el crédito de una joven madre de 26 años a quien no le faltaban los ánimos para sacar a sus hijos adelante. Hoy, cuando ingresé a su habitación la encontré más calva que ayer, su mirada estaba fija en el techo, se retorcía de manera sospechosa y decía toda clases de incoherencias —se está herniando esta pobre mujer—  pensé mientras la examinaba. Sus signos vitales estaban estables, pero yo sabía que ella estaba muriendo. No me atrevía a mirar a su esposo, no quería pasar por esto nuevamente. Él sostenía entre sus manos la mano derecha de ella y me miraba impaciente, como pidiéndome algo que calmara su dolor.

Revisé la historia clínica y comprobé lo que temía. Se le estaba aplicando la dosis máxima de morfina permitida para su peso. No había más recursos para mitigar el intenso dolor que la misma muerte. Cerré la historia clínica y lo miré a los ojos ¿Qué podía decirle? Intenté poner en orden mis ideas y decirle algo alentador, pero no encontré palabras.

—Doctor… —Me dijo el pobre hombre con voz convulsa, tapándose la boca para contener su llanto. —Se está muriendo ¿cierto?

—Lo lamento, no puedo hacer nada más por ella.

—Y ahora… ¿Qué les diré a los niños?

No pude soportar más aquella tortura que la vida, o debo decir la muerte, le daba a esta joven pareja y a sus hijos y me retiré de la habitación sintiéndome como un perro apaleado.

La luz en los ojos de Ana se extinguieron hacia la medianoche de aquel domingo, víspera de San Pedro. Ahora descansa en paz y yo nunca he podido olvidar sus ligeros rizos oscuros.

Relato publicado en el libro “Narraciones Improbables y Otros Relatos Cortos” de mi autoría.

 

Sanders Lozano Solano

Médico y Cirujano de la Universidad Surcolombiana y Abogado de la Universidad Militar Nueva Granada, es Especialista en Gerencia de Servicios de Salud y Magíster en Educación. Experto en responsabilidad médica, se ha dedicado en los últimos años a su verdadera pasión: la academia y la escritura.

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