“¿Dónde queda el corazón en la ley de la oferta y la demanda?”
Inicia mi historia en un paseo con mi pareja en el Cerro Santa Ana, conversando y riendo mientras nos sentábamos en un banquito. Era muy tarde, ya las 12:30 a.m., habíamos perdido la noción del tiempo. El lugar es uno de los más bonitos de Guayaquil, al lado de locales como Mami-T, cerca de “The Point”. La vista es relajante, solo observando la ría Guayas fluir, trayendo de aquí para allá plantas, ramas y una que otra botella y tarrina plástica.
En un punto de la noche, nuestra conversación fue interrumpida por un grupo de jóvenes. Estaba la que (yo supongo) era la hermana mayor, de unos 11 años, con un bebé de meses en el hombro derecho y una caja llena de chocolates y cigarrillos electrónicos en el brazo izquierdo. Junto a ella, sus tres hermanos, de no más de 7 años cada uno. Cuando se nos acercaron, al principio no supimos exactamente qué hacer; es esa sensación que te produce a veces el estar frente a una persona pidiendo caridad, mientras tú tienes el bolsillo lleno de monedas: sabes que puedes ayudarle, pero hay algo, algo dentro de ti que te impide hacerlo inmediatamente; ser caritativo es un hábito operativo bueno, en fin, no algo que surge de la noche a la mañana.
Claro que… los muchachos no estaban pidiendo caridad, propiamente dicha. Ellos se nos habían acercado como ofertantes, con un bien, y nosotros éramos prospectos a consumidores, podíamos elegir si comprarlo o no, porque teníamos el poder adquisitivo. Simple lógica del perfecto mercado, la más básica ley de oferta y demanda. Me pregunté si los muchachos habían comido ese día…
También me pregunto: ¿qué hacían niños de menos de 7 años vendiendo chocolates a esa altura de la madrugada? ¿Tendrán clases al día siguiente? ¿No deberían estar durmiendo o estudiando? No sé, solo conozco el hecho de que estaban ahí, frente a nosotros, mirándonos todos al mismo tiempo mientras nos pedían que por favor les compremos sus productos: chocolates y cigarrillos electrónicos.
Yo, si les soy sincero, ya le había dado mi suelto a un borracho que se aproximó a mí “amigablemente” mientras caminaba hacia el lugar. Por otra parte, mi pareja sí pudo sacar su billetera; antes de que le extendiera unas monedas a la hermana mayor, uno de los niños más grandes de entre los 3 se exaltó y como por si acaso, dijo: “no lo compres, el cigarrillo es malo, aunque me pegue mi papi en la casa por esto”.
Quedé perplejo. Un niño acababa de darme una lección de vida, con tan solo una frase, cuya implicación no estoy seguro de que él mismo haya comprendido a profundidad. Su acción no le traía beneficio alguno, no estaba actuando de manera racional y egoísta (¿no era así el ser humano?). Si era nocivo o no, lo debíamos definir nosotros, los consumidores. Podía perder dinero con su intervención, más otras cosas.
Probablemente el niño estaba renunciando a su comida del día siguiente o a la cuota de dinero que le permitiría no ser maltratado por sus padres esa noche. En un gesto de bondad absoluta, el niño nos advirtió que no le compráramos aquello que él identificaba como dañino para nuestra salud, la de aquellos desconocidos, con tiempo suficiente para charlar alegremente un lunes en la madrugada, mientras él vendía chocolates y cigarrillos electrónicos.
Mi pareja terminó de darles el dinero, pero rechazó sus productos. La hermana mayor le sonrió y llamó a sus hermanos para retirarse, sobre todo al menor (de unos 5 años), que seguía intentando venderle un chocolate, esta vez a un precio tres veces menor al normal… tal vez porque se sintió atraído hacia ella, o tal vez por las consecuencias de volver a su hogar sin haber vendido toda la mercadería. Yo solo estaba absorto, mirando al primer niño, escudriñando en su pequeño gesto de humanidad.
¿Habrán tenido hambre, sed o frío? ¿Dónde estaban sus padres en aquel momento? ¿Habían pisado un centro educativo alguna vez? No lo sé, pero ahí estaban, los cinco… ¿emprendedores? Creo que esa es la jerga que utilizan algunos para designar a aquellos que se ven empujados a labores de tal índole.
Una vez escuché la historia de lucha de un hombre que, para que no lo cambien de colegio, le pidió trabajo a un familiar en la bolsa de valores de Guayaquil. Trabajó desde temprana edad, amasando una gran fortuna ya en su vejez[1]. Este niño, vendiéndonos cigarrillos y chocolates en la madrugada, también estaba trabajando desde edad temprana, pero para sobrevivir. Me pregunto si llegará a amasar una gran fortuna cuando viejo, o si se convertirá en un político de renombre. Tal vez no, pues su humanidad podría constituir un gran impedimento.
Escribiendo esto horas después de que haya sucedido, me pregunto si el niño estará durmiendo en este momento, y si comprende la complejidad de su gesto, también si su hermana escuchó lo que él dijo y lo relató a su padre. Me pregunto si su humanidad fue castigada, porque la palabra entra con sangre, y si, cual perro de Pávlov[2], aprenderá por la fuerza y con el tiempo, a convertirse en un homo economicus[3] hecho y derecho.
Pensando en esto, horas después, me cuestiono si realmente hay personas que consideran que la situación de aquel niño en la madrugada era preferible a que el Estado les dé un mísero bono a sus padres (tal vez lo gasten en drogas, dirán). Si verdaderamente consideran que la situación de aquellos hermanos era perpetuada por ellos mismos (porque el pobre es pobre porque quiere, dirán). Si de corazón sienten que hablar sobre el privilegio es innecesario (porque solo existe el individuo y el mercado, dirán).
¿Dónde queda el corazón en la ley de la oferta y la demanda?
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[1] Guillermo Lasso, en una charla dada en la Universidad Casa Grande sobre emprendimiento, en octubre del 2019.
[2] Padre de la corriente psicológica del conductismo. Descubrió que podía producir una respuesta determinada en los animales a través de su exposición a estímulos concretos, lo cual denominó como “reflejo condicional”.
[3] En la teoría económica, el homo economicus es el modelo de individuo que utiliza el pensamiento racional para maximizar sus beneficios. La vida y las motivaciones humanas se reducen en un conjunto de fines y los respectivos medios para lograrlos (como recursos, a veces inanimados, a veces humanos), en un constante cálculo de costos/beneficios. Como bien establece Marçal (2017), el homo economicus como modelo perfecto se encuentra bien delimitado en sus comportamientos y valores: libertad y racionalidad, excluyendo cualquier actitud basada en la empatía o altruismo.
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