“Ante esa manifiesta y definitiva maldad del malo se impone como necesaria la acción “decidida”, “valiente” y hasta arrojada del representante del bien. No importa que en el camino sea necesario torcerles el cuello a unas cuantas leyes o pasar por alto determinados principios de los derechos humanos. Se abre paso sin mayor esfuerzo la justificación del mal menor, del rudo ejemplo aleccionador o, incluso, del daño colateral.”
Los populismos se alimentan de la sed del pueblo. Sed de justicia, de tranquilidad, de equidad y hasta sed de comprensión. Pero esa sed a su vez, suele ser cultivada e inducida desde diferentes frentes para vender “soluciones” a cualquier precio. Cierta oferta de seguridad, que ha sido llamada por algunos como seguridad insegura, es una de la que mayormente se ha impuesto en casi todo el mundo.
Se trata de políticas de seguridad que ven la promoción y vigencia de los derechos humanos como un obstáculo y se amparan en el empleo de ciertas emociones generalizadas en nuestra sociedad según las cuales el que la hace la paga. Sin más, sin atenuantes, sin incómodas preguntas. Tal lógica está fuertemente enquistada en occidente pues lo indican los propios libros originarios, portadores de instrucciones colectivas a seguir, es decir los relatos bíblicos, en los que se preconiza el “ojo por ojo”, lo cual si se le mira con detenimiento, es un comportamiento extraño, ilógico, cruel y hasta repulsivo, pero que ha sido la respuesta generalizada y hasta automática frente a un transgresor o un criminal, a pesar de que, parafraseando al apóstol de la noviolencia, no importe que todos terminemos ciegos.
Evocaré un caso solicitándole al lector que se sintonice con el ecosistema de emociones que moviliza. Un médico sale en horas de la noche de un hospital en Bogotá. Viene de salvar vidas, es decir, de cumplir un papel fundamental para la sociedad. Ha sido una larga jornada y se apresura a atravesar aquel oscuro y desolado puente peatonal. Lleva su maletín y dentro de éste un elemento que le ofrece algo de seguridad. Camina alerta, como todos los que nos enfrentamos a escenarios urbanos nocturnos particularmente solitarios o rubricados con la fama, bien o mal ganada, de “peligrosos”. Ha ganado ya la parte alta de la escalera de acceso y cuando llega a la plataforma del puente se percata que unos sujetos han descendido presurosos de un carro, que los dejó a la entrada de la estructura peatonal, justo por donde él cruzó hace unos segundos. Los tres hombres suben presurosos la escalera del puente y el médico entra en alerta máxima. Ya es una persecución. Vienen a robarle o quien sabe con qué oscuras intensiones, eso es seguro. Todo, o casi todo, queda registrado en las cámaras de seguridad. Pocos instantes después del fatal encuentro entre los potenciales agresores y el profesional de la salud se escuchan impactos de bala. Uno, dos, tres; seguidos de uno, dos, tres cuerpos yacentes muertos en el acerado piso del puente. Son los tres potenciales malhechores que han pagado con sus vidas el intento de robo, de lesiones personales, de secuestro, de tortura y quien sabe que otras posibles fechorías, sentidas y presentidas con particular intensidad en las notas de prensa que emiten los medios, en los que se subraya con palabras medidas “fue en legítima defensa”; o en silencios calculados “se lo merecen, por pillos”. Pero, un momento, el médico huyó ileso del hecho… “por poco”, dice la televisión, la radio, la prensa, el vecino… miren ese cuchillo tirado al lado del cadáver de uno de los atracadores ¡Qué miedo! Con ese temible artefacto pudo haber cobrado la vida de alguien, o quizá desollar por completo a la víctima, es decir, al médico.
Ante esa manifiesta y definitiva maldad del malo se impondría como necesaria la acción “decidida”, “valiente” y hasta arrojada del representante del bien. No importa que en el camino sea necesario torcerles el cuello a unas cuantas leyes o pasar por alto determinados principios de los derechos humanos. Se abre paso sin mayor esfuerzo la justificación del mal menor, del rudo ejemplo aleccionador o, incluso, del daño colateral.
Frente a esos pandilleros y maleantes resulta poco el peso de la ley. Tal vez sea preciso forzar un poco los márgenes y abreviar la extirpación del mal. Es una idea que despierta entusiasmos y desata oleadas de respaldo. En Colombia se vivió con la popularidad de Uribe, en tiempos en que no repugnaba tanto una frase que lo hizo célebre: “No estarían recogiendo café”, pues muchos de quienes lo apoyaban no sabían el abismo de vejámenes y crímenes que entrañaba; ahora sucede, casi al calco, lo mismo con Bukele en El Salvador.
Esos promotores de las políticas de seguridad insegura son expertos en convertir en enemigo a la ciudadanía misma, de quien, paradójicamente, reciben aplausos y aprobaciones. Según esas doctrinas, la delincuencia es una especie de conspiración de gentes malvadas que incurren en el delito porque quieren, porque han perdido el camino o sencillamente porque no se parecen a nosotros, los que “somos más”. No es necesario pensar en construir sociedades con mayores oportunidades, con mejor educación, con más empleo o tenderle una mano a quienes han crecido en la precariedad. Según Bukele y quienes comparten su megalomanía justiciera (también denominada “populismo punitivo”), para los jóvenes solo se precisa construir grandes depósitos a modo de cárcel especial donde ser conducidos, que llamarás Centro de Confinamiento del Terrorismo u otro nombre rimbombante, uniformarlos, raparlos, exhibirlos como una sola masa sometida y anunciar que allí permanecerán indefinidamente confinados, incomunicados y como mano muerta del crimen.
Lo peor de todo es que es un modelo que hace aguas por todas partes, es insostenible por razones humanitarias, institucionales y financieras; no soluciona el problema de fondo porque no “resocializa” a nadie, aparte de que termina siendo un simple show mediático rodeado de inconsistencias, contradicciones y es altamente vulnerable a todas las formas de corrupción ¡Qué inseguridad!
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