Tradicionalmente, una de las maneras más eficientes de explicar y entender las diferencias ha sido pensar las diversas situaciones en pares de oposición. Así, y no solo desde el sentido común, las percepciones sobre cómo funcionan las cosas en el mundo se piensan en términos de oposición complementaria. Una de las nociones que están naturalizadas con respecto a la vida en sociedad, supone que los hombres y mujeres tienen papeles y roles diferenciados, que se ejercen en diferentes ámbitos espaciales.
En líneas generales se mantiene la idea de que el ámbito doméstico, el espacio privado es el ámbito femenino por exclusividad, mientras que en términos opuestos, la esfera pública, el espacio público sería el espacio de los hombres. Así el exterior y el interior se piensan en términos de oposición complementaria: las mujeres pertenecen al mundo interior (lo doméstico) y los hombres “naturalmente” se desenvuelven en el exterior. Esta clasificación polarizada y a esta altura del SXXI casi caricaturesca, sigue funcionando como argumento para legitimar discursos e imaginarios sociales que forman parte del entramado de desigualdad que evidencia el espacio urbano de estas, nuestras ciudades.
Como lo anticipé en la columna precedente, algunas de mis inquietudes están marcadas por la necesidad de reflexionar sobre la vida urbana con una perspectiva de género. Comparto con diversas académicas, la necesidad de mirar con el “lente” del género los acontecimientos de la vida urbana, para entender la forma en que usamos las ciudades sino por sobre todo para desnaturalizar algunos de estos usos y apropiaciones que han hecho de la ciudad y su espacio público un lugar hostil para hombres y mujeres.
En este punto, creo que es necesario afinar la mirada y ahora si, ver en detalle las apropiaciones femeninas del espacio público. En tanto y en cuanto, el espacio urbano ha funcionado como dispositivo regulador de la vida de las mujeres. Por (de) formación profesional, para esta tarea no puedo obviar el soporte académico que dan las lecturas feministas. Una de mis lecturas de cabecera, es el libro de Teresa del Valle “Andamios para una nueva ciudad: lecturas desde la antropología”. En su trabajo, examina varios aspectos den la relación género y espacio urbano: la escasa capacidad de decisión de las mujeres sobre su entorno; el miedo, qué espacios provocan alarma debido al temor a agresiones sexuales.
En aquellas apropiaciones del espacio público por parte de movimientos sociales que apenas señalé como relevantes en la construcción social del espacio público porteño, las mujeres como colectivo no aparecen claramente diferenciadas. En las marchas y las protestas a las que hice referencia anteriormente, el colectivo de mujeres no tenía un protagonismo explícito y diferenciado, aunque si se analizan en detalle, seguramente surgirán las mujeres como miembros activos de los movimientos sociales.
Ahora bien, ¿por dónde empezar? ¿Rastreando la participación exclusivamente femenina en estas manifestaciones en el espacio público? ¿Analizando detalladamente las marchas feministas? Previamente ya había señalado mi interés por partir del llamado movimiento #NiUnaMenos. El surgimiento de este colectivo que aglutina diversos grupos de mujeres con el propósito común de protestar en contra de las diversas formas de violencia contra las mujeres aparece como un caso emblemático, ya que su irrupción en el espacio público no pasó desapercibida y ha ido adquiriendo carácter de excepcionalidad aun cuando (o por eso mismo) es emergente en una sociedad que tiene una arraigada tradición de protesta.