Tardé veinte años para comprender la tremenda disyuntiva de Bolívar. Después de librar victoriosamente una guerra con el imperio español, en una proeza que tan solo se puede equiparar con las gestas de Alejandro, Julio Cesar y Napoleón, Bolívar se encontró que después de haber expulsado al último español ahora su lucha era con los colombianos. Sus propios compatriotas, estos que se encargaron muy pronto de acabar su obra con perfidias, traiciones y egoísmos.
Como Bolívar se rehusó a declararle una nueva guerra a sus propios paisanos, murió en la más profunda tristeza y soledad. Ya mucho antes Bolívar había afirmado que “no es justo destruir los hombres que no quieren ser libres”. Una cosa era luchar contra el opresor, otra muy distinta era obligar al propio vecino que no quería la libertad, eso último, era según él, una perversión en cualquier revolución.
¿Qué hacer con los propios compatriotas que no solo se niegan a la revolución sino que ellos mismos encarnan con ahínco los valores reaccionarios de los imperios exteriores? ¿Qué hacer con los hombres y con las mujeres en Colombia que son portavoces y defensores de los valores más reaccionarios, egoístas, capitalistas, en algunos casos hasta fascistas, todos reivindicadores de las más rancias oligarquías hoy expresadas en el santismo-uribismo? ¿Los fusilamos? No se puede. ¿Los transformamos? Creo que no se puede tampoco. ¿Entonces?
Realizar el ideal bolivariano de libertad y unidad es una quimera en las actuales condiciones. Una cosa es luchar con un enemigo externo, otra muy distinta con el enemigo interno. Uno no puede matar a sus hermanos porque piensan distinto a uno. Por ello el ideal bolivariano no se puede alcanzar de ninguna manera de forma armada, esto es un absurdo, una contradicción. ¿¡Ah… que el vecino se volvió paramilitar y mafioso y además está dispuesto a derramar la sangre de sus hermanos!? Esa ya es otro asunto, lo de ellos es asesinar no pensar ni hacer una revolución. Eh aquí nuestra tragedia, cómo no matarnos entre nosotros, pero además, cómo no dejarnos matar.
Tampoco es dable hacer del pensamiento de Bolívar un evangelio. Pretender que un joven del siglo XXI lea las miles de cartas de Bolívar, sus innumerables biografías, para que luego obtenga una conciencia revolucionaria es un idealismo de profesor de secundaria enredado y de político delirante que ya raya con el absurdo. Creo que el problema en general de la izquierda, es creer, que su “dogma” debe llegar a las ovejas descarriadas del rebaño. Nadie cambia por consejos o por ilustración. Si no se transforman las estructuras cristianas y capitalistas, poco podemos esperar que surjan revolucionarios, lo inevitable es que los godos se multiplicarán, y los franciscos de Paula Santander, los Lauréanos Gómez, y los Álvaros Uribe Vélez se prolongarán hasta el infinito.
Como no se puede declarar la guerra a los godos de la propia patria. Más bien vale hacer ya el duelo por la muerte de Bolívar. Bolívar ha muerto. Se murió y con él se fueron las esperanzas de una sociedad distinta. Está bien muerto. Idealizarlo no ayuda en nada. Los idealismos nos están alejando de la vida real, vida que está bien complicada y enmarañada en nuestro país.
Bolívar ha muerto. Ahora nos toca a nosotros sin él. Tardé veinte años en comprender.
Igual sucede con Nietzsche. Peter Sloterdik ha sugerido que quienes hemos vivido después de Nietzsche hemos tenido las cosas más fáciles, porque Nietzsche nos dejó advertidos de los tres grandes imperdonables pecados originales de la conciencia: el idealismo, el moralismo y el resentimiento. Efectivamente, Nietzsche fue un espíritu libre, que aportó a la humanidad, las razones necesarias para liberarnos de todo eso. Después de él, ningún ideal, ninguna moral, ningún resentimiento puede arrogarse el derecho de tener la verdad. Pero Giorgio Colli también advirtió: “ahora que todos los tabúes han sido superados, ridiculizados, sólo queda eliminar la hipocresía. Pero la hipocresía es el último baluarte donde la fuerza de la moral, rastreada por todas partes, ha encontrado refugio”.
Los católicos y los evangélicos, que son mayoría en el mundo occidental, se empeñan desesperadamente por imponer sus representaciones religiosas, sus ilusiones, sus dogmas. El mundo en que vivimos es aun profundamente, estructuralmente, cristiano.
Los ateos no podemos ser “evangelizadores” de un ateísmo. Cada ateo ha luchado por su libertad, y de la mano de la ciencia o de la filosofía ha encarado al mundo con sus enigmas, con el azar de la existencia, y ha recobrado una genuina y nueva inocencia del devenir. Los ateos somos una minoría y no nos interesa ir por el mundo “liberando” a nadie de sus propias cadenas ni de las cruces que tanto les gustan cargar.
¿Puede existir una visión nietzscheana del mundo? Sí, pero para pocos. Los más grandes filósofos del mundo en el siglo XX han sido nietzscheanos y muchos más vendrán en el futuro. Hay un antes y un después de Nietzsche, poco a poco, se hará evidente esto, pero no hace falta, ni es deseable, hacer una campaña nietzscheana, sería una contradicción.
“¡Alejaos de mí y guardaos de Zaratustra! Y aun mejor: ¡avergonzaos de él! Tal vez os ha engañado. El hombre del conocimiento no sólo tiene que poder amar a sus enemigos, tiene también que poder odiar a sus amigos. Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo. ¿Y por qué no vais a deshojar vosotros mi corona? […] ¿Decís que creéis en Zaratustra? ¡Mas qué importa Zaratustra! Vosotros sois mis creyentes, ¡mas qué importan todos los creyentes! No os habíais buscado aún a vosotros: entonces me encontrasteis. Así hacen todos los creyentes: por eso vale tan poco toda fe”.
Sin darme por enterado me fui convirtiendo en un evangelizador de Nietzsche. Ahora me avergüenzo por ello. Ser nietzscheano es una condición que obliga a renunciar a la pretensión de querer transformar a las mayorías. Con Freud comprendimos que probablemente la religión siempre terminará imponiéndose, no hay otra forma para que subsistan las masas. A lo sumo, los ateos lo que podemos hacer, es luchar, es hacer respetar nuestra interesante incredulidad.
A nadie le quitaré su Dios. Que me respeten que yo viva feliz sin dioses.
He dedicado mi vida a la enseñanza de las vidas y obras de Simón Bolívar y Friedrich Nietzsche. Seré hasta que me muera bolivariano y nietzscheano. Pero ahora que me acerco a los cuarenta años, comprendo que ya es hora de abandonar a los fantasmas.
Con este difícil y extraño escrito los he matado en mí. Estoy haciendo un doble duelo. Hay que proseguir.
[author] [author_image timthumb=’on’]https://alponiente.com/wp-content/uploads/2014/12/Frank-David-AP.jpg[/author_image] [author_info]Frank David Bedoya Muñoz (Medellín, 1978) es historiador de la Universidad Nacional de Colombia, fundador de la Escuela Zaratustra, autor de los libros «1815: Bolívar le escribe a Suramérica», «Tras los espíritus libres» y «Andanzas y Escrituras». Leer sus columnas [/author_info] [/author]
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