Más sabe la escoba por amor que por escoba

Foto: Martín Villaneda

La pasarela de Lina

La ciudad no se detiene, la basura desaparece con la misma facilidad con que aparece, se mueve, fluye y nadie descansa al mismo tiempo. Mientras Sandra duerme, Lina reza un padrenuestro para empezar el día y a Jhon ya le quedan pocas horas para irse a casa.

“Desde que empecé en esto yo no he dejado de barrer. Cuando me diagnosticaron cáncer de útero y ovario no me fui, me quedé en las calles con mi escoba, sin miedo a la muerte, pero con el temor de que mis hijos se separaran”.

Hace frío, y aunque faltan veinte minutos para las seis de la mañana el sol aún no avisa que empezó otro día. Mientras El Centro aún duerme, Lina está lista con su camisa naranjada, chaqueta y pantalón gris, botas negras y gorra en mano porque sabe que en unas horas el calor no dará tregua.

Arrastra la zorra, como se le conoce a la caneca naranjada que lleva consigo, la escoba y el rastrillo hasta la portería del Centro de Acopio B de Empresas Varias en San Juan, en donde reclama las bolsas que se llenaran de basura.

“Mija, eso sí le digo que yo parezco una reina de belleza saludando a todo el mundo”, advierte mientras empieza el recorrido en la caseta de Fabio en Bolívar. Allí la esperan con un tinto. No hay mucho tiempo para saludar, pero sí para comprar dos chocolatinas, cambiar la bolsa de basura del lugar y prender un cigarrillo.

Con la mano izquierda sostiene el recogedor y con la otra la escoba. Así lo ha hecho desde que empezó a barrera las calles a los 40 años. Hoy, a sus 47, recuerda que su hermana la ayudó a conseguir el trabajo y su mamá llorando le suplicaba que no lo aceptara. Era su primera experiencia laboral desde que había abandonado el sueño de ser auxiliar de enfermería.

“¡Lina! ¿te trajiste a trabajar a tu hija?” le pregunta María, la recicladora que la busca con su carreta llena de telas para entregarle la ropa del día anterior que jamás volverá a ponerse, porque estrena todos los días. Su amor por la moda es casi tan grande como el apego que le tiene al bazuco.

La primera caneca de metal está llena. Hay que cubrirla por encima, darle la vuelta y sacudirla tres veces para que quede vacía. Un nudo fuerte y está lista para que el camión recolector pase por ella en unos minutos.

A las 7:00 am barrer las calles es un trabajo llamativo; no hay calor ni transeúntes que le impidan a la escoba moverse con destreza, y la salsa de Latina Stereo suena fuerte en los audífonos. Lina balbucea y sonríe. Es una rubia de cabello corto, ojos verdes delineados y pestañina, piercing en la nariz y uñas abrumantemente arregladas para estar en su oficio.

“Laurita, ¿cómo va lo de empezar a estudiar? Hágalo por su bebé… Oiga, mijo, ¿cómo le siguió esa nariz? Pa´ mí que usted no está enfermo y eso fue que lo mordió la novia”, grita con risas mientras su escoba se acerca una y otra vez al recogedor, retiene la basura y la deja en la zorra.

“Ya llegaron”, dice quitándose los guantes amarillos para encender el segundo cigarrillo de la jornada y mirar como del camión de Espacio Público se bajan cuatro funcionarios y empiezan a despertar a los habitantes de calle; a unos los tocan y a otros los patean. Se pueden llevar las cobijas y la ropa, lo demás para el camión de la basura que viene detrás.

“A mí esto sí que me toca el alma. Espacio Público no entiende que ellos consumen para vivir porque ya no tienen otra opción. Yo hablo mucho con ellos, les digo que se salgan de la calle, que siempre hay alguien esperándolos, pero esto es muy duro”, cuenta la mujer que cada domingo prepara con José Manuel, su hijo menor, 35 platos de comida para repartirlos a los indigentes que le ayudan a mantener el sector limpio.

Cuando va por la tercera caneca vacía y cuarta bolsa amarrada aparece Taramelo, un niño venezolano de 3 años que le suelta la mano a su mamá para correr hasta donde Lina y pedirle que lo cargue porque está enojado, lo despertaron temprano para llevarlo a vender tintos. Las dos chocolatinas que Lina había comprado a Fabio eran para él, a cambio de un beso en la mejilla.

Tiene 3 nietos de su hijo mayor Daniel, pero cuando llega a su casa se siente sola. “Con José Miguel me llevo muy bien, pero él es mayor, tiene una novia y yo soy muy alcahueta, con tal de tenerlo en la casa ella puede quedarse todo el fin de semana”. Cree en el amor, pero rara vez se le ha aparecido en la vida. Quedó embarazada en su primera relación sexual creyendo que “si el tipo se venía adentro, pero yo no terminaba no pasaba nada”. El papá de Daniel nunca respondió y el de José Manuel, tenía esposa y durante veinte años le prometió a Lina que la dejaría para estar con ella. Eso nunca pasó.

Enciende otro cigarrillo. Tiene la destreza para fumar, barrer, recoger e inclusive quitar la maleza que empieza a crecer en los bordes de las aceras al mismo tiempo. “Uno acá tiene que ser rápido, no se puede detener en cada basurita que vea… Es que hay que cogerle el tiro”, me dice a la par que cambia otra caneca. Aunque sí pareciese que no dejara pasar ni un papel. Lo único que no recoge es el excremento de los habitantes de calle. “A eso solo tierrita y chao”.

Las 9:40 am avisan que es la hora de darse el gustico de la semana en la panadería Sweet Donut; una arepa con mantequilla, huevo con aliños y chocolate en leche es su favorito. Por lo general lo trae desde su casa, porque no se puede dar el lujo de pagar $5.000 diarios, pero de vez en cuando disfruta sentarse en el lugar, como disfruta en sus ratos libres escuchar salsa, pero ya no en sus audífonos sino en la cantina en la que se toma unos tragos.

En el recorrido que continua por Bolívar hasta llegar a la 33 se encuentra una bolsa negra que toca con los pies. “Esto está muy pesado, yo no lo voy a recoger”, evocando el día en que, barriendo por el sector de Macro, encontró una bolsa similar, la sintió suave y con cabello, “¡Bendito sea el señor, una cabeza!”, pensó, y llamó a la Policía quién acordonó el sector para hacer la respectiva inspección de lo que resultó ser un gato muerto.

A las 11:30 am, al llegar a la Estación Exposiciones se ubica debajo del viaducto del Metro y empieza a devolverse con un ritmo más lento. Lo que le resta es solo barrer porque ya cambió 4 canecas de metal, 11 naranjadas y 1 de cemento.

“¡Qué más Alejo! ¿Bien o no?” le pregunta al habitante de calle que le ayuda a recoger la basura que tiene a su alrededor y la echa en la zorra. “Bien, mona, usted sabe que acá estamos como siempre”. Alejandro es uno de los pocos diler del sector, pero el más servicial, “para lo que lo necesite Alejo está ahí y no se le roba un peso”. Su mamá lo busca en repetidas ocasiones, le promete casa y le paga la fianza cuando esta en la cárcel, pero él no deja la calle ni a Laura, su novia, que es formal excepto cuando tiene celos y lo apuñala.

El trayecto se hace más corto a pesar de que las piernas duelen y la escoba a Lina se le hace más pesada. Al medio día la gente va y viene, el calor se siente, pero también la hora de irse a casa. “Yo sí termino cansada, Vale, pero amo este trabajo, es una bendición sentirme útil para esta ciudad y no lo dejo ni porque me pagaran”.

Lina guarda la zorra y su escoba para cambiarse y coger el Metro hasta la estación Hospital y caminar dos cuadras hasta su casa y poder descansar. Sandra se termina de poner el uniforme para empezar el turno y Jhon duerme.

Lo que me pongan es un sí

“Vea, mami, al que le gusta le sabe. En esto hay personas muy orgullosas, les da pena y se quejan por todo, pero a mí me parece muy chévere. Yo no sueño con algo más, aquí es lo que resulte”.

Hay algunas nubes que amenazan con que será una tarde pausada, pero el sol esta justo encima de Sandra Yaneth Borja, quién a la 1:00 pm sale del Acopio en el Parque del Periodista empujando la zorra verde, del mismo tono de las mangas de su camisa y el pantalón que le queda ajustado.

Tiene 42 años y a diferencia de muchos de sus compañeros con los que se lleva bien, pero sin mucho acercamiento porque “uno no sabe quién le pueda quitar el trabajito”, a Sandra le toca usar el rastrillo para limpiar las zonas verdes del recorrido desde Colombia hasta San Juan. “Es lo más maluco porque llego, los limpió y volteo a ver y ya hay otra vez basura”.

“Sandrita, ¿cómo le terminó de ir esta mañana?”, le pregunta “el señor”, como ella denomina al hombre que algunos días le pide que le colabore vendiendo correas en el puesto que tiene ubicado por Parque Berrío. “Yo voy y le ayudó, no es mucho pero cualquier peso usted sabe que sirve”.

Le pagan $828.000 que le quedan libres porque la empresa le brinda todos lo implementos necesarios para trabajar, excepto si la dotación es muy nueva y se pierde o daña. “Imagínese que yo una vez entré al baño en un local y cuando salí un indigente iba muy feliz con mi zorrita”, cuenta entre risas. En aquella ocasión, el vigilante del local impidió el robo, pero es muy frecuente que suceda, pues en El Centro todo se vende.

Con ese dinero aporta al mercado y los servicios de la casa que comparte con su mamá y de la cual hace tres meses su hijo se marchó por “un problemita que tuvo con la abuela. Pero yo no olvido a Brayan, tiene 24 años y aun así le colaboro con el arriendo”. Quedó embarazada cuando estaba terminando el colegio y ahí supo que en ese momento no podía perder tiempo estudiando ni tampoco se puede dar ese lujo ahora.

Aquello en su momento les molestó a sus padres que siempre quisieron pagarle los mejores colegios para que fuera alguien en la vida y, aunque han pasado muchos años desde aquello, ella sabe que en especial su padre, quien era inspector de policía, aún le duele verla barrer las calles y se le hace inevitable compararla con sus dos hermanas que viven en Holanda.

“¿Y a usted le gustaría irse”

“… Yo no sé, mami, es que eso ya no se da…”

No deja de barrer en ningún momento, saluda con la cabeza y una tímida sonrisa. Está atenta por si pasa el jefe de zona que, aunque “es una muy bonita persona”, no le permite tener audífonos y le obliga a ponerse el tapabocas que es lo que más le molesta del trabajo, porque de nada más puede quejarse, sabe que a sus compañeros les duele la espalda o el túnel carpiano, pero ella no recuerdo haber faltado por enfermedad.

Chaza por chaza pasa cambiando las papeleras que sus amigos, los vendedores, tienen. No solo lo hace porque le nace, también hay días en que uno de ellos le regala unas chanclas negras “pa´que se las estrene cuando quiera”. Aunque no son muy de su gusto sabe que a su mamá le van a encantar.

Las personas pasan en bicicleta, caminan rápido, los carros pitan, los buses tiran humo, los locales compiten por cuál pone la música más fuerte y el calor completa la atmosfera, pero Sandra se entretiene tanto con su escoba que dice no escuchar mucho. “Mami, yo me desconecto, esto es bastante mejor que estar en una oficina, le aseguro”.

A las 4:00 pm ya se encuentra en Maturín donde barre la plazoleta cercana al viaducto de Metro. Es también la hora de almorzar un consomé de pollo con jugo, cortesía del jefe en el negocio de las correas. “Hay días de suerte y como a uno ya lo conocen le empiezan a regalar cositas”.

Precisamente entre esos regalos que le ha dado la suerte se ha encontrado dinero en el suelo o en las canecas de basuras. Recuerda un día en que durante toda la tarde se quedó pensando en cómo iba a pagar el bus para regresar a su casa en el barrio Kennedy. “Ese día yo no tenía ni doscientos pesos, cuando me voy encontrando un billete de 50. Caminé otra cuadra y otro de 50… Esa tarde yo había llamado a todo el mundo para que me ayudará y vea, me voy encontrando eso”.

Cuando el sol ya empieza a esconderse y los transeúntes caminan rápido para llegar a casa, Sandra baja el ritmo de barrido, ya sabe en qué cuadra tiene que estar a esa hora para no atrasarse, por ello la primera parada, aparte de su almuerzo, que se regala en toda la jornada es para escuchar a la joven venezolana que, junto con su hija de cinco años, empieza a cantar. “Ay no, a mí me fascinan, vienen todos los días y tiene una voz hermosa”.

“Por eso esperaba con la carita empapada,

Que llegaras con rosas, mil rosas para mí,

Porque ya sabes que me encantan esas cosas soy así”

Canta Sandra con voz baja mientras espera que se termine la canción para seguir con el recorrido que más adelante se combina con Jessi Uribe y un reggaetón de J Balvin. “Vea que esto por acá ya está muy limpio. Es que somos dos escobitas porque este sector se considera turístico entonces mi compañero me ayuda mucho”.

Son las 7:00 pm y Sandra ya en San Juan regresa sobre sus pasos empujando la zorra hasta llegar al acopio de donde salió; un poco más temprano de lo habitual porque doblegara turno en el sector del Estadio toda la noche. “Nada de pereza, si hay que remplazar alguien de una”.

Lina duerme porque sabe que no rinde igual si trasnocha, Sandra se perderá la Vendedora de Rosas porque se hará unas horas extras desde el mismo sector en el que Jhon está listo para salir a escuchar música y barrer toda la noche.

El parcero

“Yo en esta vida he caminado todo lo que usted quiera y vea, mi amor, me vine a quedar barriendo”.

Son las 10:00 pm de un viernes y las calles no dejan de mojarse con las pocas gotas que siguen cayendo después del ultimo aguacero por La 70. Sin embargo, para los puestos de comida, los locales con luces de colores, música popular, reggaetón, merengue y lo que usted pida apenas empiezan la noche.

Jhon Jairo Orosco ha sido puntual toda su vida, por eso media ahora antes de empezar el turno ya había reclamado su zorra, escoba, rastrillo y recogedor, y había guardado la bicicleta en la que se transporta desde su casa en el barrio Santa Rita hasta el acopio del Velódromo. “Mi amor es que uno no puede quedarse sin hacer deporte. Yo cojo mi bicicleta y me vengo a trabajar”.

Tiene 52 años que son muy pocos para todo lo que ha hecho en la vida. Ni sus dos hermanas ni él contaron con la presencia de su madre durante su infancia, pero con su padre fue suficiente. Siempre le enseñó a ser el hombre de la casa, trabajar y tener valor para tomar cualquier decisión. Aquello lo llevó, cuando solo tenía 9 años a irse de su casa en Villavicencio y empezar a trabajar en lo único que ha superado su gusto por barrer las calles: la recolección de café, maíz o cualquier otro alimento que le represente estar en el campo.

“Yo me acuerdo que de Villavicencio me fui para Chocó y me conocí todas las playas por allá. En San Pacho me metía al mar y esas olas enormes me revolcaban… Es que eso era muy bueno”. Luego se fue a Urabá a vivir unos años, pero “Camarita”, como le dicen sus compañeros por ser de los llanos, volvió a su casa a pasar los últimos días con su padre que murió cuando Jhon cumplió 27. Esto lo hizo tener el valor para venir a Medellín. “Allá ya no tenía nada por hacer”.

Recorriendo el sector de la 70 con dirección a la Universidad Pontifica Bolivariana canta algunas canciones que le ponen nostálgico. “Es que yo recuerdos tengo muchos, mi niña”. Uno de tantos que lo marcó fue el día en que trabajando en el camión recolector de basura le entró un vidrio al ojo y pensó que lo iba a perder, pero con paciencia y tres citas médicas se recuperó fácilmente.

Con esa misma paciencia entró a la cooperativa en la que trabaja. Se paraba con su chaza de cigarrillo y papitas en la entrada de Empresas Varias para “insistirle a un político que me dejara entrar porque acá todo es con palanca, y véame dónde estoy”.

En los ocho años que lleva en el sector de limpieza de la ciudad siempre lo han reconocido por su cabello despeinado, una sonrisa y los cuatro anillos que se pone en la mano derecha. Para él no hay nada difícil, todo lo que se propone lo saca adelante, inclusive en la época más compleja cuando después de estar cuatro veces tentado a irse al Ejército lo reclutaron. “Me tocaron cuatro combates con la guerrilla por allá cerca a Carepa, y a los ocho meses me pegaron un tiro… Pero después yo pasé muy bueno”.

Y sigue pasando bueno limpiando las calles, porque no se pierde los espectáculos que hacen los borrachos que salen de las discotecas en la madruga o los encuentros de familias en un local en específico que le recuerda a sus siete hijos: 4 mujeres y 3 hombres que viven una ciudad diferente del país.

En cada parada que realiza Jhon saluda a quién le corresponde, pero también es serio cuando la situación no le favorece. “Es que vea, niña, los indigentes son formales si no llevan nada encima, pero cuando se ponen a sacar la basura y la dejan tirada ahí sí hay que frenarlos porque no se puede”.

Con esa excepción Jhon disfruta de su trabajo porque maneja su tiempo y “en las noches siempre pasa algo nuevo, la gente es feliz y el ambiente es Bacano”.

Es así como las 24 horas del día las escobitas barren con placer, son consejeros, determinados, aventureros, pero sobre todo son esenciales; pues quienes limpian la ciudad son, por mucho, más superiores que quienes la ensucian

Valentina Ramírez Gil

Comunicadora Social - Periodista, creativa por pasión y amante de las letras por vocación. Fiel enamorada de las historias de ciudad, del escuchar y de crear conversaciones honestas.