(Caminando por el ayer y el ahora de una vieja calle de Medellín)
Las calles tienen algo de lo que uno fue o quiso ser. Son parte de una vivencia con distintos grados de intensidad y conocimiento. Proporcionan sustanciosos ingredientes de la educación sentimental y de los primeros pasos para saber un poco más sobre la ciudad y sus circunstancias. Hay calles que transmiten emociones particulares, que se quedarán en la memoria colectiva o individual por alguna razón (o sinrazón). Hay algunas que, de por sí, son emocionantes e ineludibles. Y aunque no hayan sido habitadas por uno, solo con una relación de caminante, de transeúnte, y seguro de flâneur en formación, hacen parte no tanto de lo que se llegó a ser, sino de lo que fue y ya es memoria.
Voy a invitarte, amable lector, a pasear por una vieja calle del centro de Medellín, la que yo viví y anduve, en la que me detuve y entré a algún cine, una librería, diversos almacenes, o simplemente recorrí con la vista atenta y los otros sentidos dispuestos al reconocimiento y la pesquisa. O solo por ver muchachas bonitas.
La calle Maracaibo, que nace en Bolívar y termina en Berrío (para otros puede ser a la inversa) es un recorrido de adolescencia temprana, de los días de helados en una esquina cercana al Hotel Nutibara y las películas en el Ópera, teatro de cierta distinción que hoy es un abigarrado centro comercial de celulares. Es también una entrada nocturna a unos restaurantes que estaban detrás del Nutibara, como el Cirus y otro de cuyo nombre no me acuerdo, en el que recalaban bohemios ebrios a degustar caldos, consomés con menudencia y frituras que les repararan al menos la confusión alcohólica y el estómago vacío.
En la esquina que da al pasaje Nutibara (carrera 50A) había en los setentas una librería, me parece que se llamaba Nueva Cultura, donde hubo luego una sucursal de la Científica, en la que se conseguían todos los libros de la Editorial Progreso de Moscú, así como a la vuelta, en inmediaciones de la Plazuela Nutibara, en los altos del Edificio Continental, se adquirían las publicaciones chinas, desde Pekín Informa hasta las obras completas de Mao Tse Tung (al que luego le cambiaron el nombre por la nueva fonética: Mao Zedong).
Recuerdo un sábado de 1976, cuando entré de mañana al Teatro Ópera, un lugar en el que se presentaban las películas de los cineclubistas de la ciudad, donde me topé con un homenaje póstumo al Gran Timonel chino, como le decían, en los que se escuchaba de parte de los asistentes un vibrante coro de “gloria eterna al camarada Mao”. Muchas veces había entrado a aquella sala de buena pantalla y sonido agradable a ver no sé cuántas películas, no solo las que proyectaba el cineclub Ukamau, sino las que programaba el teatro, muchas de las que se conocían como cine arte que tiempo después solo proyectaba el Cine Libia, de la calle Perú.
Enseguida del Ópera estuvo muchos años Rigoletto, un bar de meseras atractivas con las que se podía contratar una noche en Estambul o cualquier otra imaginación que incluso nada tenía que ver con la obra de Verdi en la que aparece el famoso bufón jorobado. Y diagonal a este cine estuvo la Librería Aguirre, a la que uno de pelado ni se atrevía a entrar porque estaba plena de señores muy intelectuales, de conversas de alto turmequé. Se conseguían revistas y periódicos extranjeros (años después, se mudó a Sucre, donde murió la librería) y su vitrina era una atracción de libros raros.
La calle era plácida entonces y además de casas tenía almacenes elegantes. De Junín hacia Sucre, en un tiempo, digamos a comienzos de los setenta, estaba un atractiva repostería y cafetería con nombre de volcán: Mauna Loa, donde vendían las más sabrosas milhojas de Medellín. Y, al frente, una casona de bonita arquitectura, diseñada, según supe después, por el belga Agustín Goovaerts, el mismo que, por ahí cerca, concibió el Teatro Junín y el Hotel Europa.
Maracaibo (que aparece en una noveleta de María Cristina Restrepo: La vieja casa de la calle Maracaibo) era una posibilidad de caminar en medio de amplios caserones y, al llegar a Sucre, un edificio de apartamentos y la posibilidad de tomar hacia La Playa o hacia Caracas, que en los setenta era una zona de placidez, de poco tráfico vehicular y de una mezcla de sector residencial con algunos comercios y, en la mitad de Sucre hacia Caracas, el Teatro Sinfonía. Diagonal a este estuvo muchos años el granero mixto de Don Lao, un señor medio cascarrabias y de eterno temblor en las manos.
Subir hacia el oriente por Maracaibo era introducirse en una delicia de paisaje urbano, con casonas de teja, republicanas, de muchas ventanas e inmensidades en su interior. Recuerdo la de la familia Restrepo, con Ángela, que pintaba paisajes y bodegones al pastel, y Jairo, abogado de la Universidad Pontificia Bolivariana, que vivió un período en La Esperanza, una finca parroquial de Copacabana, en inmediaciones del barrio El Pedregal.
Cuando irrumpió la avenida Oriental en la década del setenta, todo cambió. Las casas grandotas desaparecieron y fueron otros sus usos. La callecita La Unión, por donde luego se trazó y discurre el río de cemento de la Oriental, modificó el entorno, aunque Maracaibo, con novedades en su arquitectura, mostró otras facetas. Se abrió el muro del edificio Colseguros, en una extraordinaria escultura del maestro Eduardo Ramírez Villamizar (Muro abriéndose) que casi nadie contempla y tiene una especie de movimiento sutil y de juego aéreo, con el color naranja, que atrae y es muy vistoso. Y, tras una ligera curva, Maracaibo camina hacia El Palo, luego de pasar, por ejemplo, por el Salón Mariela y dejar en el recuerdo una taberna de otros años, el Rubicón. También un cafetín que ya no existe donde se congregaban ajedrecistas.
Llegar a El Palo es encontrarse, a un lado, con el clásico Centro Colombo-Americano, que Paul Bardwell elevó a altos escalones de la cultura, sobre todo cinematográfica. Con sus dos salas de cine, su biblioteca, su restaurante y otros servicios académicos, es un lugar para la apreciación artística, del cine y, claro, para el aprendizaje del inglés. De Maracaibo hacia arriba, hacia Girardot, donde el caminante se topará con el parque del Periodista, estuvo La Boa, el café de Iván Zuluaga, donde departían poetas y escritores, vestigios del nadaísmo, y donde, además, Manuel Mejía Vallejo escribió parrafadas de Aire de Tango y notas sobre La casa de las dos palmas.
Diagonal a La Boa estaba, y está aún, un caserón de fachada republicana, uno de los pocos que aún se conservan en la zona, que era donde vivió toda su vida el abogado Álvaro Mejía Restrepo, sibarita y de un sentido amplio de la cultura y la existencia, que dejó su penúltimo whisky sin beber (o apenas iniciado) a la hora final de la partida. Mejía era, como el poeta Marcial, el de “la noche libre de tristezas”.
Maracaibo, cuyo nombre evoca la gran batalla naval de los patriotas al mando del almirante Padilla contra los realistas en 1823, sube con levedades y calma hacia Córdoba, en un tramo que hoy es de lugares para la reunión, el baile de la noche y la salsa. Su encuentro con Córdoba sucede hoy frente a una clínica diagnóstica y un edificio residencial, El Pergamino, que antes fue una tienda mixta o cantina esquinera, donde conversaban estudiantes, profesores y otros “patos” de la UPB y de distintas partes.
Maracaibo curvea sobre una glorieta virtual y se desliza hacia su final (ya dije, que para otros podría ser su comienzo) en la carrera Berrío, y en su mitad le da nacimiento a Mon y Velarde o carrera 41 que se prolonga hasta Villa Hermosa. Es ya una zona de menos tráfico y un poco más de sosiego en la soberanía del barrio Boston.
Maracaibo, como casi todas las calles, es y no es, es pasado y presente, a veces más propicia para nostalgias y recordaciones que para la apreciación del ahora. Tuvo su tiempo de brillo. Hoy, en algunos tramos, muestra trazas del viejo esplendor y siempre cuenta alguna historia de amor o de desventuras. Tuvo cines y librerías y sede de periódico y una emisora con radioteatro (Radio Visión) y el paso uniformado de bellas colegialas. Y en algún recodo, se puede escuchar, a la distancia, al Benny Moré que entona “mi son Maracaibo”. Se los digo: la nostalgia es gozar con tristeza.
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