“¿Pescarás con anzuelo a Leviatán, sujetarás su lengua con cordeles? (…) Tu esperanza seria ilusoria, pues sólo su vista aterra. No hay audaz capaz de provocarlo, ¿quién puede resistirle frente a frente?, ¿Quién le plantó cara y salió ileso? Nadie bajo los cielos. (…) En su cuello reside la fuerza, ante él danza el espanto. (…) Su corazón es sólido como una roca (…) La espada lo golpea y no se clava, ni dardo, jabalina o lanza (…). Nada se le iguala en la tierra, pues es creatura sin miedo. Mira a la cara a los más altivos, es el rey de los hijos del orgullo”
(Libro de Job, Capítulo 41, versículos 1 – 26)
Un amigo me hizo la invitación de suscribir el Manifiesto por Colombia, publicado recientemente en algunos medios como la revista Dinero y el diario Portafolio. No pude aceptarla, pues siendo un documento bien intencionado y respaldado por gentes de buena voluntad, lo encuentro profundamente equivocado en su concepción fundamental y tremendamente inoportuno en la actual coyuntura política que es la misma que motiva su publicación. También me asustó su inquietante título de “Manifiesto” y su tono de letanía secular que trajo a mi memoria perturbadores pasajes de la pesadilla orwelliana.
Es un documento profundamente anti-liberal, una exaltación desproporcionada del estatismo colectivista que ha invadido la conciencia de las gentes y tiene en jaque a las más sólidas democracias occidentales y amenaza con destruir las débiles democracias de América Latina, como ya ocurrió en Venezuela y está ocurriendo en Colombia.
En el primer artículo de su profesión de fe estatista, los firmantes del Manifiesto, que se presumen liberales, afirman creer “en un estado que se esfuerza por reducir la desigualdad social”. ¿Hasta dónde reducirla? ¿Cuál es el límite de la desigualdad tolerable? Una vez puesta en funcionamiento y adoptada como norma fundamental de la sociedad, la ideología igualitarista no conoce límite alguno y es por eso que se está convirtiendo, como lo señalará Hayek, en la fuerza más destructiva de la sociedad liberal. La más tremenda confusión intelectual de nuestro tiempo – dice también Hayek – es la que ha llevado a los liberales a transformar el presupuesto fundamental de una sociedad libre, la igualdad ante la ley, que debe respetar y preservar todo gobierno de origen democrático, en la exigencia a ese gobierno de tratar de forma diferente a las personas para igualar su condición material. La realización plena de ese ideal no puede ser la obra de un gobierno limitado verdaderamente liberal sino la de un gobierno con poder ilimitado de emplear su fuerza coactiva para decidir sobre el trabajo de cada cual y su remuneración. Quieran lo o no los firmantes del Manifiesto, el igualitarismo distributivo – en la medida en que va privando al individuo de las señales e incentivos que le enseñan a ser responsable de su propio destino con sus logros y sus fracasos – conduce necesariamente a la instauración de un gobierno que de todo se encarga, un gobierno cada vez más poderoso. El igualitarismo absoluto requiere un gobierno igualmente absoluto.
También proclaman creer, los Manifestantes, “en un estado que lucha contra la corrupción y contra las estructuras criminales que generan” y señalan que la financiación de la actividad electoral de es un medio expedito para romper el vínculo entre la política y la corrupción. Quiero pensar que este artículo de fe está inspirado más en la ingenuidad que en el cinismo. Los grandes gobiernos modernos – que lo regulan todo, que emplean a millones personas y que otorgan subsidios a muchas más – se han convertido en gigantescos dispositivos de corrupción legalizada. Ciertamente la compra-venta de los votos amenaza la preservación de la democracia, pero es una ilusión creer que la financiación de las votaciones por un gobierno grande, cada vez más grande, es capaz de eliminarla porque es ese gobierno grande justamente el que la genera, como genera también las otras formas de corrupción: el soborno y el clientelismo burocrático. Enfrentados los individuos a un gobierno que todo lo puede y del que puede esperarse cualquier cosa buena o mala, nadie quiere verse privado de tener representación directa o indirecta en un legislativo que produce leyes sobre medida, de tratar de influenciar una administración de justicia cuyos fallos pueden agrandar o destruir fortunas y aniquilar a las personas, en fin, de cooptar un ejecutivo que distribuye puestos, contratos, dádivas y toda clase de prebendas enriqueciendo a los unos y empobreciendo a los más.
Creen también los firmantes del Manifiesto, entre los que hay varios economistas, “en un estado que desarrolla políticas eficaces para aumentar el empleo y la formalización laboral”. Personalmente creo que no hace poco el gobierno en este campo, realmente hace mucho y lo que hace lo hace bastante mal desde la perspectiva de los que carecen de empleo o sobreviven en la mal llamada informalidad. Todo el entramado normativo del mercado laboral está hecho para preservar los beneficios de los fuertes sindicatos que agrupan a los maestros, funcionarios judiciales y demás empleados públicos. Salario mínimo, costo de despido exagerado, elevadas cargas parafiscales, transferencias que elevan el salario de reserva, jornada laboral inflexible, etc. todo eso contribuye a que Colombia tenga una tasa natural de desempleo cercana al 10% y a que la mal llamada informalidad cobije al 50% de la población ocupada. El gobierno no tiene que hacer nada para aumentar el empleo, el empleo asalariado y el noble trabajo independiente, que llaman informal, lo crearán las empresas privadas y las personas que quieran trabajar solo con que el gobierno los libere de todas las trabas que impiden la libre contratación en términos de cantidades y precios, de acuerdo con la infinidad de circunstancias de tiempo, modo y lugar que solo conocen los interesados y que escaparán siempre a la mirada de los burócratas del gobierno por más perspicaces que se pretendan.
Nadie puede negar la importancia de la educación “como fundamento del desarrollo económico y social”. Aquí, una vez más, los Manifestantes, proclaman su fe ciega en que en este campo nada puede hacerse por fuera del estado. Hablar de la educación pública en Colombia sin reconocer que, por obra de Fecode y los demás sindicatos de profesores, esta se ha convertido en un remedo educación, que crea más ilusiones de progreso material que medios para realizarlas, y que es una fuente de adoctrinamiento ideológico, expresa una terrible ingenuidad o una descarada hipocresía. En la educación básica han aparecido infinidad de establecimientos privados porque todos los padres de familia que pueden hacerlo, aún con gran esfuerzo económico, tratan de liberar a sus hijos de la coyunda de Fecode. Y los jóvenes universitarios, cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo con el programa “Ser pilo paga”, huyeron en masa de las universidades públicas, convertidas en santuario de terroristas radicales de izquierda, sin que esto parezca importarles a sus directivos y docentes que no hacen más que reclamar aumentos de un presupuesto que gastan sin rendirle cuentas a nadie. Por supuesto que con los impuestos se debe financiar – total o parcialmente, de acuerdo con la condición económica de las familias – la educación de los niños y los jóvenes, pero no entregándolos inermes al monopolio de la educación oficial. La única forma de garantizar una mayor cobertura y mejor calidad educativa, es otorgándoles a las familias la libertad de elegir los establecimientos y las personas a las que encomiendan la educación de sus hijos. La implantación a todos los niveles del voucher educativo propuesto por Milton Friedman es la forma verdaderamente liberal de enfrentar la problemática de la educación en Colombia.
Por supuesto que toda sociedad debe proteger a la vejez desamparada y, no solo a la vejez, sino a todos sus miembros a quienes les vaya verdaderamente mal. La idea de que debe ayudarse a quienes padecen graves carencias es inherente al concepto mismo de sociedad. La discusión radica en la forma que la sociedad aborda la solución de ese problema y define el papel de los agentes encargados de hacerlo. Aquí, como en todos los ámbitos de la vida, los Manifestantes no encuentran posible que eso se haga por un agente distinto que el gobierno empleando para ello sus instrumentos de coacción. Ni las familias, ni las asociaciones voluntarias de individuos parecen estar llamadas a desempeñar papel alguno. Además de socavar los valores de la responsabilidad personal, el esfuerzo y el mérito propios, el estatismo socava los vínculos familiares y de amistad social en los que se apoya la solidaridad. Bertrand de Jouvenel destaca la importancia de distinguir entre solidaridad y redistribución. Cuando una persona recibe una transferencia que le permite adquirir unos alimentos que no puede comprar con sus propios recursos o pagar una atención médica de la que se vería privada sin ella, la sociedad está siendo solidaria. Cuando la transferencia le evita a esa persona un gasto que podría haber hecho de su propio bolsillo, hay redistribución pues su ingreso se ve aumentado en la misma cuantía del gasto evitado. Esta es una cuestión fundamental que debe encarar la sociedad colombiana: alentar la solidaridad con quienes no pueden valerse por sí mismos y combatir el redistribucionismo igualitarista que es el disfraz moderno de la envidia.
Además de los cinco puntos discutidos, el Manifiesto contiene otros ocho, dos o tres de los cuales se refieren a la protección de la vida, la defensa del territorio y la adecuada administración de la justicia. A pesar de estar impregnados de toda la retórica estatista que preside el documento, es imposible estar en desacuerdo con ellos pues se trata de lo que la tradición liberal clásica ha considerado como los deberes inherentes a todo gobierno limitado, aunque curiosamente se omita cualquier referencia al deber de proteger la propiedad.
Los demás puntos reiteran la inquebrantable fe de los firmantes en la omnipotencia y omnisciencia del gobierno ilimitado. Referirme a esos puntos me parece innecesariamente prolijo. En lugar de ello, voy a tratar de un asunto aparentemente semántico que permitirá dilucidar el concepto del estado inmaculado.
En el Manifiesto se habla siempre de “Estado”, así, con mayúscula, nunca de “Gobierno”. Los estatistas prefieren el primer término para referirse a una entidad abstracta que tiene el poder de coacción sobre la sociedad, reservando el segundo para referirse el conjunto de individuos que en circunstancias contingentes están a cargo de ese poder de coacción. Esta forma de hablar tiene implicaciones conceptuales y políticas de enorme trascendencia.
Los gobiernos suelen ser ineficientes, ineficaces, indolentes, incompetentes, imprevisivos, indiferentes, indignos, inoportunos, imprudentes, indelicados, impuros, ignorantes, impasibles y, sobre todo, corruptos. Todos estos y muchos más denuestos, que lanzan los políticos cuando no son ellos los gobernantes, se refieren siempre al gobierno contingente pero nunca al “Estado”, que permanece inmaculado, aunque esté circunstancialmente manchado por las acciones de unos hombres malos que basta reemplazar por los hombres buenos, que están en la oposición, para que el estado y el gobierno, ahí sí sinónimos, recobre su pureza primigenia.
Los economistas de la Escuela de la Elección Pública pusieron nuevamente al desnudo esa ficción, que por supuesto no estaba en la mente de los filósofos y economistas que fundaron la tradición liberal. No dudo de que existan hombres buenos, decía Hume, pero para los asuntos del gobierno es mejor suponer que todos somos bellacos. O, como lo expresó más tarde Stuart Mill, con especial crudeza: “El verdadero principio de un gobierno constitucional exige que se presuma que se abusará del poder político para alcanzar los objetivos particulares de quien lo detenta, no porque siempre sea así, sino porque esa es la tendencia natural de las cosas…”.
Contrariamente a lo que creen los firmantes del Manifiesto, el estado que idolatran no es una elaboración divina dotada de omnisciencia y bondad. Los estados o, mejor, los gobiernos, son organizaciones humanas donde las decisiones se toman por seres humanos no mejores ni peores que los demás. Los firmantes, parecen razonar en dos mundos: en el ámbito de las decisiones privadas los individuos son guiados por su propio interés; en el ámbito de las decisiones públicas, se tornan altruistas, y son guiados por el interés general, por la búsqueda del bien público o la justicia social. Esto es, por supuesto, una ficción, pero, por sorprendente que parezca, sobre esa ficción descansa la confianza ilimitada de los Manifestantes en el Leviatán.
El Manifiesto ha sido y será aplaudido por los políticos de todas las tendencias y todos, incluidos Petro y los dirigentes de las Farc o el ELN, lo habrían suscrito si se lo hubieran permitido. Eso no tiene nada de sorprendente pues, como afirman Buchanan y Brennan, “los políticos de cualquier ideología tienen intereses en común, y la posibilidad que tienen de explotarlos a expensas del electorado es muy considerable”. Esa posibilidad de explotación se materializa por medio del control de ese estado grande, omnipotente, omnisciente e inmaculado que glorifican los Manifestantes y que, en busca del bien común, la distribución del ingreso o la justicia social, queda facultado para cometer cualquier bellaquería.
Además de ser anti-liberal, el Manifiesto es anti-democrático y un poquitín sedicioso, habida cuenta de las circunstancias en las que se publica y de su propósito eminentemente político. La democracia consiste, fundamentalmente, en la realización de votaciones periódicas y en la entrega pacífica del poder según el resultado de esas votaciones. Los gobiernos que se suceden pueden ser malos o buenos. La democracia es – como lo recuerda Popper – el método que tiene la sociedad para deshacerse sin derramamiento de sangre de los malos gobernantes. Por eso, cuando un gobierno resulta malo, no toca más que soportarlo y esperar pacientemente la próxima votación. Cuando la sociedad vota un gobierno vota un programa, y democracia es también aceptar ese hecho. Democracia es tolerar un gobierno que no nos gusta, ejecutando un programa que nos parece repudiable, siempre que se tenga la certeza de que ese gobierno respetará las reglas del juego electoral.
No veo el más mínimo indicio de que el Presidente Duque tenga la intención de perpetuarse en el poder, pasando por encima de los resultados de las votaciones. Por ello no hay razón válida tratar de sacarlo del gobierno antes del término constitucional de su mandato o, lo que es casi lo mismo, de forzarlo a gobernar con un programa diferente de aquel por el cual fue elegido. Esta es ostensiblemente la pretensión de los promotores del paro de noviembre con su desaforado programa de los 104 puntos. Creo que, más por ingenuidad que por malevolencia, los Manifestantes están validando esa pretensión y eso me parece completamente inaceptable. Al igual que la de los 104 puntos, el Manifiesto estatista es una propuesta política enteramente válida, pero, una y otra, deben ser sometidas a la consideración de los electores en su debido momento, sin pretender imponerlas mediante la sedición violenta o la sedición con guante de seda.