No me había aventurado con la obra de Santiago Posteguillo porque, en general, las novelas históricas me resultan muy intimidantes por su extensión y, sobre todo, porque ese género suele ser el refugio de novelistas mediocres, incapaces de narrar historias que conmuevan el alma y crear personajes de fuerte humanidad. Por sugerencia de mi hijo corrí el riego con la Maldita Roma de Posteguillo, que cuenta la conquista del poder por Julio Cesar, y estoy encantado.
Frente a los practicantes de otros géneros, el autor de la novela histórica arranca con una desventaja: sus lectores potenciales conocen siempre con mayor o menor detalle el principio y el fin de la historia que les va a contar; es decir, para expresarlo en los términos de la estructura clásica de la novela, conocen el planteamiento, el nudo y el desenlace. Y pocas tan conocidas como la historia de Julio Cesar: todos hemos cruzado nuestro Rubicón y sufrido la traición de algún Bruto.
Sin poder contar, por ejemplo, como el autor del thriller, con el recurso de un final sorprendente oculto en una trama llena de engaños, el novelista histórico debe ser muy notable en otros aspectos de la técnica que le hagan sentir al lector que está asistiendo en primera fila a la representación de un drama que le causa emociones similares a las que podía experimentar el espectador de The Globe, con el Julio Cesar de Shakespeare, o el televidente de Netflix o HBO, que ofrecen sendas series sobre Roma en las cuales, por supuesto, Gaius Julius Caesar es personaje central[1].
Como en tantas cosas en la vida, en la novela histórica, el diablillo del encanto está en los detalles, es decir, en la narración de los pequeños episodios cruciales del acontecimiento histórico, reales o imaginarios, que hacen avanzar el relato de forma vívida y novelesca, no como texto histórico o serie televisiva documental. Es ahí, en la creación de esos cuadros o pequeños dramas, en sus diálogos, donde el novelista histórico revela su arte. Como lo señala el mismo Posteguillo, es ahí “…donde el autor ha de usar su ingenio para unir un hecho histórico con otro hecho histórico mediante conversaciones que sean lógicas en cada circunstancia”[2].
El de la pequeña Cleopatra corriendo velozmente y deslizándose por los pasillos del mármol limpio y suave la Biblioteca de Alejandría es entrañable y delicioso, como maravilloso es el diálogo de la niña con el anciano Aristarco[3], el sabio bibliotecario:
– ¿Quizá a la princesa le aburren sus lecturas actuales?
– Eso es justo lo que me pasa, me siguen dando las fábulas de Esopo.
– Comprendo. A lo mejor la princesa debería leer otras cosas ya…quizá debería leer …pero no, es pronto aún.
– ¿Qué debería leer?
– Hay dos libros que todo hablante de griego debería leer. Bueno, que cualquiera debería leer, en el pasado, en el presente o en los tiempos futuros, pero creo que la princesa no es aún lo bastante…mayor.
– Quiero leerlos.
– Por aquí, princesa Cleopatra.
– ¿Qué historias cuentan esos libros?
– Una es de guerra y la otra de un…. largo viaje[4].
Ese día la princesa Cleopatra prestó el papiro de la Ilíada, después vendría por el de la Odisea.
Para perfeccionar su ejercicio en el foro, como abogado o político, Julio Cesar buscó la enseñanza de Apolonio, maestro de oratoria, quien, al cabo de mucha insistencia, lo aceptó como discípulo y lo recibió en su residencia en la isla de Rodas[5]; donde, haciendo implacable uso del método mayéutico, lo lleva a descubrir qué es lo más importante en un discurso, después de descartar la organización y el ensayo:
– Entonces, la clave en un discurso, lo más importante es decir o hacer lo inesperado.
– Lo inesperado, bien calculado, triunfa.
– ¿Y qué es lo más inesperado en un discurso?
– Aquí no hay respuesta que valga para cualquier circunstancia, pero, desde luego, hay algo que siempre sorprende, sobre todo en momentos de gran tensión política.
– ¿El qué?
– El humor…el humor inesperado.
– ¿Y en qué consiste ese humor inesperado?
– En reírse de uno mismo[6].
En la nota histórica final, dice Posteguillo que queda sujeto a la libre interpretación del lector cualquier paralelismo entre los conflictos políticos de la Roma antigua y los de nuestro tiempo. Dejo al lector de esta reseña libre para hacer el paralelo que le sugiere el siguiente párrafo:
“Por un lado, Catilina aglutinó en torno a él a senadores y ciudadanos resentidos con los optimates, pero que no buscaban favorecer al pueblo sino sólo a ellos mismos, como Léntulo Sura, Cayo Cornelio o Lucio Varguntelo. Por otro, llevó a cabo una demoledora campaña electoral populista donde prometió un amplio programa social al pueblo de Roma con la esperanza de ser él el elegido”[7]
Termino señalando que Catilina, como el que pensaron, también tenía un plan para tomarse violentamente el poder en caso de ser derrotado. Catilina no fue elegido cónsul y tampoco pudo ejecutar su plan pues su conjura fue develada por Cicerón en sus célebres discursos en el Senado conocidos como “Catilinarias”. Nuestro Catilina si resultó elegido y no oculta sus intenciones de perpetuarse en el poder recurriendo incluso a la violencia. Pero esa es otra historia.
* Posteguillo, Santiago. (2023) Maldita Roma: la conquista del poder por Julio Cesar. Penguin Random House Grupo Editorial. Bogotá, Colombia, noviembre de 2013. 894 páginas.
[1] El novelista moderno enfrenta una competencia formidable que no tuvieron los grandes creadores del género en el siglo XIX. Si Balzac o Dumas vivieran hoy, muy seguramente trabajarían para Netflix, Amazon o HBO. De hecho, no es imposible que ya lo estén siendo y que sus obras estén alimentando las inteligencias artificiales que sustituirán a los guionistas.
[2] Posteguillo, Santiago. (2023). P. 837.
[3] Inmediatamente se piensa en el gran astrónomo Aristarco de Samos (310 a.c – 230 a.c), el primero en formular la teoría heliocéntrica del universo, 20 siglos antes que Copérnico. Aunque Aristarco pasó la mayor parte de su vida en Alejandría no pudo haberse visto con la princesa quien vivió tres siglos después. Imaginar ese encuentro es justamente la licencia que permite la ficción histórica.
[4] Posteguillo, Santiago. (2023). Capítulo LXXXIII. “La princesa de Alejandría”
[5] En la Wikipedia se encuentran referencias a varios Apolonios: de Tiana, de Perge, de Calcedonia y de Rodas. Se menciona incluso un Apolonio Díscolo o malgeniado, gramático de oficio que habría vivido en Alejandría en el siglo II después de Cristo. El Apolonio de Rodas más célebre es al autor de la historia de Jasón y los Argonautas, quien vivió en el siglo III antes de Cristo. Ignoro si el maestro de oratoria de Julio Cesar es un personaje histórico, pero no es imposible que lo haya sido pues se trata al parecer de un nombre muy común en la antigüedad. Aunque, es también probable que, precisamente por esa misma razón, Posteguillo haya dado ese nombre a un personaje enteramente salido de su caletre. Yo me detengo ahí, en esa especulación, pero me gustaría encontrar tiempo para dedicarle a ese pequeño misterio.
[6] Posteguillo, Santiago. (2023). Capítulo XXXVII. “Una clase de oratoria”
[7] Posteguillo, Santiago. (2023). Página 519.
Comentar