Bajamos de los árboles y salimos de las cuevas porque alguien desobedeció. Porque alguien desobedeció hay luz eléctrica y penicilina. Porque desobedecimos dejamos de tener miedo a las tormentas y dominamos el agua y el fuego. Fue antes la desobediencia que la ideología. Decía Rousseau que todo se torció la primera vez que un hombre cercó un terreno, y dijo “esta tierra es mía” y, además, encontró gente suficientemente simple como para creerle.
Los poderosos siempre han castigado a los que les han plantado cara. Creaban ejemplo. Siempre han perseguido a los que hacían preguntas impertinentes, a los que sabían más que los sabios oficiales y además lo sabían de manera más sencilla. Han odiado a los maestros que explicaban la lengua de las mariposas y a los que llevaban el teatro y la poesía a esos cerros y a esas aldeas donde Dios siempre daba un rodeo. Los poderosos siempre han perseguido a los alfabetizadores, a los que paraban las balas con columnas de periódico, a los que hacían escudos con libros cargados de metáforas y razones. También a los que han hecho visibles a los invisibles, a los que enseñan a decir no con una sonrisa y también a los que enseñan desde el monte a recordar que no hay que vivir de rodillas. Los poderosos han perseguido siempre a los que se han atrevido a entrar en los palacios de los ricos. Siempre han necesitado exterminar a los que querían sacar del gobierno al mal gobierno y sentar allí al pueblo. Pero ahí está Aspasia y Camilo Cienfuegos, Biko y Olof Palme, Gandhi, Durruti y Manuela Malasaña, Guaicaipuru y las trece rosas, Dolores Ibarruri y Sandino. Hoy están también Lula Da Silva y Dilma Rousseff, emblemas de esa revolución que consiste en comer tres veces al día.
Ganamos derechos en la fábrica y no nos dimos cuenta de que los poderosos estaban haciendo trampas con los derechos civiles. En silencio estaban comprando jueces, obteniendo datos sobre nosotros en internet, creando poderes supranacionales para acabar con los países que apuesten por defender a la gente. Los poderosos se parapetaron hoy en los tribunales, resguardados por sus medios de comunicación, y tienen su parte del ejército y la policía. Pero no todos los jueces ni todos los medios ni todo el ejército ni toda la policía. Y ningún poeta verdadero.
Hay algo que el poder no termina de aprender en todo el mundo: siempre nos volvemos a levantar. Nosotros o los que vengan detrás, porque todo por lo que merece la pena vivir lo han construido siempre las mayorías.