(De cómo un párrafo de Cortázar nos devolvió momentos olvidados)
Lo primero que vi desde la lejanía fueron los enormes barcos fantasmas aquietados sobre un río muerto, el mismo que hace tiempos nos servía, en sus riberas o vegas, para ir de expedición por las varillas con las que confeccionábamos cometas. Después, la lava incandescente descendiendo desde una protuberancia que llamábamos La Verruga, en el morro Quitasol. Y a continuación, escuché las voces de amigos remotos, cuyos rostros apenas recuerdo y con quienes, el 28 de diciembre, solíamos entrenar la imaginación y las mentiras.
El tiempo nos carcome memorias y (¿se podrá decir al mismo tiempo?) nos habilita para la recordación. Cosas que se van. Cosas que llegan. Se recuerda cuando hay un proceso de interconexiones, quizá por un olor, un libro, una historia, una nube de las que en la infancia solíamos transformar en zoológicos fantásticos; la memoria es un tejido más elaborado, de textilería fina, en la que ya aparece la historia.
Suele pasar que a fin de año le da a uno por ejercitar la melancolía, en recuerdos brumosos que se van aclarando, en conversaciones lejanas que apenas son un susurro en la distancia, en la búsqueda de imágenes desleídas en los recipientes de la nostalgia. Y vuelven las necesidades de calibrar el tiempo, de descifrar sus mensajes ocultos, sus misterios. Pasamos. Nos consumimos. Y en vez de cenizas, nos queda lo vivido, lo bailado, lo cantado, lo peleado. Tal vez escombros, quizá edificaciones de esplendor.
Una señora de Cali, Ester Goeta, me envió un párrafo —el primero— del relato epistolar Sobremesa, de Julio Cortázar, que es parte del libro de cuentos Final del juego, publicado en 1956. Lo había leído hace años. Y, cuando vi el párrafo, acompañado de una imagen de hombres que ante una mesa de juego, al borde de una calle, como en un terraza de bulevar, conversaban y parecían jugar al truco o a cualquier otra modalidad con cartas, se me alborotaron las más viejas imágenes, las de infancia y diciembre, las de las reuniones de esquina, las de café de barrio. El tiempo en su labor.
Busqué el libro y torné a leer el relato, un intercambio de cartas, que en realidad tiene otros temas diferentes a los que, aislado el primer párrafo, evoca en la condición de lo temporal, de la recuperación gracias a la memoria del “verdor perdido”. Y volvieron los amigos más remotos, de los cuales ya no tenía nociones de sus rostros, del tono de su voz, de sus gestos, casi de nada, y desfilaron en imágenes cinematográficas de un teatro de infancia las sensaciones (somos en buena parte sensaciones) de lo ausente y vuelto a recuperar por los conjuros de las palabras.
Así, en una introspección, a punta de flashbacks, de retornos emocionales, sentí la textura de aceras y asfaltos, las maneras de recostarnos en las paredes a ver pasar muchachas con trajes recién comprados, los juegos callejeros y los días azules de diciembres distantes. Había globos y balones, cometas y ropa nueva, juguetería y largas caminadas a balnearios en quebradas todavía cristalinas.
Volví a saber (lo olvidamos con frecuencia) que estamos hechos de tiempo, también de sueños, pero estos más bien esfumados. Cuántas veces uno se ha preguntado “¿qué es el tiempo?”, y las respuestas varían, pasando inclusive por las notas de San Agustín hasta por historias cuánticas y ecuaciones incomprensibles. Diciembre tiene esa facultad de despertar los días de iniciaciones, las niñeces transparentes, las adolescencias perturbadoras y las palabras con la que hemos exorcizado el mundo y sus discordancias.
La narración cortazariana me desplegó las alas paralizadas, los recuerdos enmohecidos, las historias sepultadas en tumbas sin nombre. Era el 28 de diciembre, el de los Santos Inocentes, que en otros días los celebrábamos con bromas pesadas, pero, ante todo, con un despliegue sin par de imaginaciones y recursos de lo maravilloso. Por eso, estaban otra vez estacionados en los inexistentes muelles, en las cercanías de las riberas, junto a casitas de cartón y lata, las de los “cordones de miseria” que ya la ciudad exhibía, enormes embarcaciones en las que, desde el barrio bien planeado, se le notaban los muertos tirados en la cubierta y otros doblados en la borda a punto de caer a las aguas.
Volví a ver los trenes, los mismos con pitos largos y columnas de humo desplegadas en las locomotoras, que llegaban desde la invención infantil para decir que en ellos arribaban compañías circenses y la ciudad de hierro, con mentiras simples y cándidas, que los demás, según como las contaras, se creían en su ingenuidad desprevenida y dispuesta a las fantasías. Diciembre tiene esa facultad: vuelven los que se fueron, reaparecen los perdidos, retornan los nombres que ya teníamos olvidados.
La imagen enviada por la amable dama de Cali me devolvió a un tiempo del cual yo ya carecía de nociones. Y me vi a una mesa de bar, y en una esquina barrial, y luego pasé a la confección de globos con papel de China (no faltaban quien los hiciera de páginas de periódico, con escasa autonomía de vuelo), y hubo un “desfile de extrañas figuras” que combinaban días de infancia con los más emotivos y aventureros de la tempestuosa adolescencia.
El tiempo juega con nosotros. Nos moldea (también nos afea, pero nos da cancha y nos pone a ladrar sentados) y hasta nos refina. Se pasea frente a nosotros con su cara burletera y le escuchamos reír cuando nos sorprende llorando creyendo que nadie nos ve. Sí, cuando lloramos porque vemos una fotografía vieja de tipos en rueda jugando a devolver el tiempo, a recuperar el “verdor perdido”.
Ya no vemos barcos fantasmas en el río muerto ni elevamos globos coloridos ni jugamos a la pelota en una calle infinita. Diciembre nos trae lejanos vientos, olores irrecuperables, arpegios de una guitarra que se ha perdido y nos pone a pensar un poco en el tiempo, ese que a veces nos parece una variable física, y casi siempre es una metafísica, la que nos hace imaginar que aún podemos volver a los venturosos días sin tiempo.
(Escrito en Medellín el 29 de diciembre de 2021)
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