«Digamos además que la protesta social, mediante la concentración ciudadana y el uso de la libertad de expresión por medios pacíficos en el espacio público, es un derecho y una conducta deseable en las sociedades contemporáneas, bajo el entendido que las y los ciudadanos que deciden voluntariamente participar en ella, estimulan la producción de cambios positivos en la vida social, política, económica y cultural de un Estado o un pueblo, los cuales no se obtendrían por los mecanismos institucionales existentes.”
A propósito de los sucesos violentos acaecidos en la ciudad de Medellín en la noche del lunes 21 de septiembre, Día Internacional de la Paz, quisiera exponer en la columna de esta semana algunas consideraciones acerca de la protesta social y la necesidad de garantizar su ejercicio en condiciones pacíficas.
Para comenzar, conviene advertir que no es posible declarar la existencia plena de un Estado Social y Democrático de Derecho si no se garantiza el derecho humano y fundamental a la protesta social. Es decir, un Estado donde no sea posible protestar con seguridad no debe ser denominado de esta manera. De allí pues que, en Colombia, tengamos un camino importante que recorrer en esta materia si queremos seguir pregonando la existencia de un Estado de este tipo.
Ahora bien, el derecho humano y fundamental a la protesta social por medios pacíficos no puede ser regulado, no es tolerable que exista ningún tipo de reglamento para ejercerlo, al contrario, lo que sí tiene que existir son políticas y programas que permitan su garantía, su promoción y claro, su cualificación permanente.
Por otro lado, vale la pena también advertir que no tiene ningún sentido crear un reglamento para la protesta social por medios violentos, a todas luces esta conducta está prohibida y conlleva, a quienes incurren en ella, a la comisión de delitos políticos y comunes que son sancionados, por tanto, tiene que ser claro para todos y todas que esta debe ser censurada.
Digamos además que la protesta social, mediante la concentración ciudadana y el uso de la libertad de expresión por medios pacíficos en el espacio público, es un derecho y una conducta deseable en las sociedades contemporáneas, bajo el entendido que las y los ciudadanos que deciden voluntariamente participar en ella, estimulan la producción de cambios positivos en la vida social, política, económica y cultural de un Estado o un pueblo, los cuales no se obtendrían por los mecanismos institucionales existentes.
Pero el problema que convoca este escrito no se relaciona con las protestas pacíficas, las cuales son convocadas en un número de cientos cada año en Colombia y ya sabemos los importantes cambios que están produciendo. La dificultad la encontramos cuando una protesta pacífica termina siendo entendida por la institucionalidad como violenta debido a que exista el uso de la violencia por parte de cualquier actor, bien sea que este se encuentre involucrado directamente en esa protesta o que, durante su ocurrencia, ese sujeto, se adhiera a ella. Una situación que no es ajena a nuestro conocimiento como sociedad, si tenemos en cuenta los sucesos que acontecen en muchas de las grabaciones que se tienen de las protestas sociales que han tenido lugar en Colombia en los últimos años.
¿Cuál sería entonces el accionar deseable de nuestras instituciones a propósito de esta problemática?
En primer lugar, con respecto al uso de la violencia en algunas protestas sociales en Colombia, hay que decir que estos hechos no pueden pasar de largo y convertirse en simples anécdotas periodísticas. Es responsabilidad del Estado investigar y aclarar el origen y los responsables de esta violencia, y es deber de la sociedad participante contribuir con la información que tenga en su haber y que posibilite el esclarecimiento de estos hechos. Esta cuestión es fundamental, toda vez que la pasividad de las autoridades de seguridad y justicia en esta materia conlleva a una constante e inconveniente criminalización en la opinión pública de la protesta social y de quienes la protagonizan, estimulan y frecuentan. Al respecto, pues, es urgente conocer con claridad, si los responsables de estas violencias son personas vinculadas con la organización de la protesta social, o si son individuos externos a esa organización, incluso, si algunos de ellos podrían ser integrantes de la Fuerza Pública o actuar en connivencia con ella, como parecen sugerir muchos de los videos que circulan en las redes sociales.
En segundo lugar, las y los alcaldes deben promover la construcción de pactos entre los actores interesados en la protesta social, no tiene sentido ser simplemente espectadores del distanciamiento creciente entre ellos. Estos pactos sobre muchas materias tienen que posibilitar, entre otros, el aislamiento de los actos violentos en el territorio durante el ejercicio de este derecho. En este aspecto ya tienen experiencia algunos integrantes de la comunidad académica de la Universidad de Antioquia, que con gritos de «fuera» al unísono, han conseguido recientemente alejar «capuchos» de los espacios universitarios. Así pues, tanto los manifestantes como la Policía Nacional tienen que estar de acuerdo previamente en los protocolos necesarios para aislar los actos violentos y sus protagonistas del cuerpo de ciudadanos que participa en la protesta social.
Vale la pena advertir que lo anterior es ambicioso e implica un cambio de mentalidad en lo que tiene que ver con la concepción del servicio policial para acompañar la protesta social. De esta forma, el espíritu general de este acompañamiento no puede estar orientado, únicamente, a proteger la ciudad y sus bienes públicos y privados de las y los manifestantes, sino en proteger también la integridad de ellos y, sobre todo, en llegar a los acuerdos necesarios para salir al paso a las situaciones que puedan presentarse. Tendrá que ser pues una Policía más política y menos operativa.
En tercer lugar, vale la pena mencionar otras acciones que podrían brindar mayores garantías al ejercicio del derecho humano y fundamental a la protesta social. En muchas de ellas las y los alcaldes tienen un papel importante y también los propios participantes. Piénsese, por ejemplo, que se puede crear un registro voluntario de manifestantes que permita aclarar malentendidos, o por lo menos establecer con claridad quienes son parte de los organizadores y promotores y quienes no. Se pueden activar tareas de entrenamiento permanente a la ciudadanía y las instituciones, que permitan establecer cada vez mayor claridad sobre aquello que está autorizado y aquello que está prohibido en los escenarios de protesta. Se puede acompañar logísticamente la organización de la protesta mediante la instalación de zonas de hidratación, unidades de socorro, espacios adecuados para las concentraciones y el desempeño de las vocerías, lo cual redundaría enormemente en los niveles de confianza y diálogo entre los actores. Es posible también diseñar e implementar una ruta de protección especial de la vida de las y los manifestantes, bajo la responsabilidad y dirección del Ministerio Público, bajo el entendido que su ejercicio implica riesgos en sus derechos. Y, finalmente, tiene sentido establecer todos los acuerdos políticos que sean necesarios en el marco de una mesa de trabajo que propicie un diálogo permanente en la sociedad acerca de cómo ejercer este derecho.
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