(De las magdalenas proustianas a las bebidas aromáticas de mamá)
¿Qué olores de mamá puede uno tener albergados en la memoria olfativa? ¿Tal vez el de la leche materna? Es complejo devolverse y sentir un particular efluvio de aquella mujer que, con Edipo y todo, está presente en recuerdos, álbumes, imágenes y un sartal de situaciones, algunas o tal vez muchas de ellas yacentes en la oscuridad de los olvidos. Creo que un olor particular de mamá estaba conectado con aromas de romero, cidrón, limoncillo y otras plantas. Y, me parece, con unos perfumados jabones de tocador.
Y quién sabe cuáles eran los olores primigenios de la infancia, de la casa paterna, de la escuela, del salón de clase, del patio de recreo. Hay antiguos olores de la calle, tal vez conectados con antejardines, o con la variedad de productos de la tienda esquinera, o puede ser con una capa de pintura fresca o con los olores culinarios, sobre todo en casas donde, con un rigor inmodificable, se cenaba a las seis de la tarde. Había unos previos en el que uno aspiraba, penetrando por patios y solares, los aromas de carnes fritas y otros guisos.
No tengo en mi albergue de recordaciones el olor de mi primera maestra, aunque sí el del quiosco escolar, con gaseosas y bizcocho negro, galletas y panderos. Hay olores, en cualquier caso, que nos conectan con las temporadas de infancia, con los traídos de Navidad, los aguinaldos, la pólvora decembrina y los comestibles de época. También con los de aquellas figuras de pesebre, de un caucho particular, con un perfume inolvidable, como lo era el del musgo y luego el del papel encerado.
De papá, ahora que lo evoco, se vienen a veces aquellos olores a fijador y a agua de colonia. Muy de vez en cuando se le percibía en su aliento el olor de la cerveza (no era un bebedor); en cambio, a veces se sentían a su alrededor olores de brisas marinas (al fin de cuentas, era un hombre del Caribe y su ciudad natal, Cartagena, le hacía en ocasiones oler a pasados gloriosos y a murallas envejecidas).
Los olores, creo, hacen parte de nuestra identidad, de las historias hogareñas y de los contactos de sociedad. El cine, o, de otra forma, las afueras del teatro, en aquellos matinales de prodigio, olían a papas rellenas con ají (había muchachos y señoras que se paraban en las afueras a ofrecerlas), a revistas de aventuras (en particular las de Tarzán de los monos), a libritos de Marcial Lafuente Estefanía y otros autores de gestas del Oeste y también a láminas de colección, cromos o caramelos (como curiosamente se les denominaba).
Puede ser que, entre la variedad infinita de olores, no solo en el cine, en las mangas o baldíos especializados en “picados” de fútbol, no pueda eludirse el de los chupetes confitados que iban de modo ambulante aferrados a una vara colorida. Ni el de las crispetas o palomitas de maíz de los atrios de las iglesias. Así como el de los carritos de helados, con campanas de melodioso timbre que en uno seguro tenían el efecto de los reflejos condicionados de Pavlov, que exhalaban un olor muy agradable, en especial a vainilla.
Somos parte de una cultura olfativa. Hemos aprendido a distinguir olores espesos, delgados, fuertes, sutiles. Y también, en medio de esa división que se va produciendo entre olores agradables, evocadores, en fin, con los que ya no representan una gracia, sino, al contrario, una desgracia por sus repulsiones. Los hedores están en otras coordenadas. Y, desde luego, son parte de los procesos civilizatorios y de los avances de la higiene. Los unos como los otros se mezclan en el torbellino de la complejidad cultural.
Los olores, integrantes de la historia, de los procesos sociales, de los cambios en las relaciones del hombre con la naturaleza, tienen distintos significados. Para los antiguos egipcios ciertos aromas eran de una indispensable necesidad y podrían estar conectados con formas de ser, con las texturas de las ropas, las comidas, la religiosidad, el mantenimiento del cuerpo. El olor, y luego el desarrollo de la perfumería, se puede manifestar en su conexión íntima con lo erótico, con la práctica sexual.
Y así como ha habido momentos en que los olores no están en el centro de las sociedades, hubo otros en que era imprescindible. Qué es oler bien. Qué es oler mal. Con qué fisiologías o comportamientos se relacionan unos y otros aspectos, clasificaciones, distinciones. Puede ser que un olor a aceites de plantas, como decir, de coco, o de hierbas aromáticas, no tenga las mismas simpatías en una cultura como en otra. Y que el pachulí sea muy llamativo en Oriente, y que, de pronto, en otras geografías, se conecte con el aroma de prostitutas sin clase, de baja estofa, como había otras, más del catálogo de las hetairas y finas cortesanas, llamadas a expeler aromas de ensoñación.
Hay, claro, una historia de los olores. Como de la higiene, del aseo, del agua, de los acueductos, del alcantarillado y los inodoros. Y por supuesto, del perfume. Este elemento, de fabricación compleja y con secretos en su producción, está conectado con la historia de la sexualidad y, en general, con la del cuerpo. Ha sido, en determinados aspectos, una posibilidad para las atracciones, como también para el encubridor ejercicio de los disimulos y las imposturas.
A diferencia de otros sentidos, el del olfato a veces no ha tenido “buena prensa”. En el siglo XVIII, entre los filósofos no era de buen recaudo ni acogido en reflexiones o estudios ese sentido, que, de otra manera, se relacionaba más con la percepción de lo mórbido de las enfermedades y de los hedores que ellas pudieran ocasionar. Y entonces en el campo de la salud un mal olor era un indicativo de una enfermedad, aunque por sí mismo no daba suficiente información acerca de la nocividad de la misma.
A los malos olores (toda una contraposición frente a los “buenos olores”) se les relacionaba con las pestes, y así entonces las emanaciones fétidas eran la posibilidad de una presencia maligna en el cuerpo. El hedor, asociado a la enfermedad y la muerte. En el siglo XIX, los malos olores estaban unidos también a la búsqueda de causas de las enfermedades, así como a los avances en la microbiología y otras disciplinas, que permitieron la formulación de teorías sobre el miasma.
Las incidencias de los estudios de olores, perfumes, hedores, hacen parte de la historia de las sensibilidades, que puede mostrar diferencias, en particular por tópicos de cultura, entre los pueblos y sus rituales. Debe ser complejo averiguar y desarrollar corpus teóricos sobre el uso del olfato en sociedades antiguas, en los pueblos errantes y en los que ya lograron establecerse en un territorio. Así como de aquellos que van a estar divididos, en particular por las visiones de los investigadores, en civilizados y primitivos.
2.
Debe haber muchos olores olvidados. A veces, tornan a la memoria por alguna conexión inesperada, o por imágenes que aparecen en el cine, la literatura, las artes plásticas… Un olor que atraviesa una calle, por ejemplo, el que emana de una panadería, puede conducirnos a otros días, a situaciones olvidadas. Olor a pan caliente. Olor a pan recién salido del horno. Da para muchas remembranzas y comparaciones.
En el primer tomo de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, hay una situación especial y adjunta al olfato (también al sabor, al gusto). En la primera parte o primera novela, llamada Por los caminos de Swann, una situación que puede parecer sin trascendencia, como es la de probar una magdalena, va a producir los llamados “recuerdos involuntarios”. Un sabor, un olor, estimulan la memoria y provocan visiones hacia el pasado, hacia tiempos tal vez ya enmaletados en la inconsciencia. ¿Qué hay en un olor? ¿Qué despertares nos aguardan por tener de súbito la presencia de un aroma, de una emanación?
En la visión de Proust, una taza de té y una magdalena o bizcochuelo devuelven el tiempo a Combray, a la madre y a la tía Leónie. “Después de la muerte de las personas, después de la destrucción de las cosas, nada subsiste de un pasado antiguo, sólo el olor y el sabor —más débiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles— perduran durante mucho tiempo aún, como almas, recordando, aguardando, esperanzados, sobre la ruina de todo lo demás, portando sin flaquear sobre su gotita casi impalpable el inmenso edificio del recuerdo”.
Y en ese punto, se pueden establecer las clases de memoria, como la olfativa. Hay gentes que tienen más desarrollada la memoria auditiva, o la visual, o la táctil. La olfativa es otra posibilidad de la historia, de los recuerdos, de antiguos comportamientos o situaciones que ya pueden estar perdidas en una tenebrosa atmósfera. Así que perder el olfato puede dar al traste con inmensas aperturas a otros tiempos, a esferas sorpresivas y asombrosas. La anosmia debe ser un trauma dramático. En estos días de pandemia, cuando el coronavirus produce síntomas como la pérdida del olfato y del gusto, el enfermo puede tener la sensación de estar caminando, sin práctica, como un aprendiz medroso, en la cuerda floja de las ausencias.
Y volviendo a la literatura, no podríamos dejar de mencionar a la “regularonga” novela El perfume (Historia de un asesino), de Patrick Süskind, un bestseller con muchos defectos, pero que da cuenta de cómo sería un mundo en el que un hombre tenga desarrollado hasta lo imposible su olfato, como es el caso de Jean-Baptiste Grenuille, nacido en el sitio más putrefacto de París de la primera mitad del siglo XVIII.
Hay libros con perfumes florales, herbales, con el olor de los venenos, con la presencia del olor a sexo, a partes íntimas, con gastronomías y buenos licores. O con los olores de la miseria, de la muerte, de la decadencia. Olores a mar, a ríos, a sangre, a tierra mojada, a tumbas y nacimientos. O, como en un bolero, a “perfumes de humedad” (que también puede ser una alusión a zonas erógenas).
3.
¿A qué huelen las ciudades? Los olores son elementos de la caracterización y la identidad, dan distinción. Ciudades que huelen a telas o a pan, a vapores o a aceite, a maquinaria o a sal marina. Recuerdo que, en los sesentas, Bello, entonces una ciudad industrial y obrera, olía a algodón, como aunque, en ciertos lugares, se percibían los olores del tren y de sus talleres. En algunos baldíos y en ciertas calles se expandían olores, o, más exactamente, hedores a bazofia, a basura arrojada en solares, en casas de inconclusa construcción, en esquinas y orillas de las quebradas.
Y aquí en esta parte no sobra hacer referencias a la higiene, a los olores a sangre de los mataderos, a boñiga y también a orines. En un tiempo, con controles higiénicos precarios, con letrinas y poco ejercicio del baño diario, los hedores eran una presencia inmanente, la cotidianidad plena de miasmas, de podredumbres, de calles ocupadas por caballos y perros y otros animales que depositaban en ellas sus meados y excrementos. Las quebradas en un tiempo, si bien en partes rurales todavía conservaban su cristalinidad y limpieza, en las ciudades ya estaban contaminadas, como pasó, por ejemplo, con la Santa Helena (o quebrada de Aná), en Medellín, corriente histórica, que tuvo incidencia capital en el primer urbanismo y distribución de la vieja Villa de la Candelaria.
Medellín (como otras ciudades de fines del siglo XIX y comienzos del XX) eran infectas. Pese a los avances y aperturas de los discursos higiénicos, las nuevas formas de los procesos civilizatorios tardaban en instaurarse, y a la par de desarrollos extraordinarios como los de la inicial industrialización, la aldea se movía entre las iniciativas de la Sociedad de Mejoras Públicas (creada en 1899) y el desorden y desgreño que se presentaba en calles, plazas, lugares céntricos y extramuros, que la hacían ver como una “Tacita de mugre”.
Así que en medio de olores gratos, como los de las trilladoras, las primeras fábricas de chocolates y otras bebidas, la de las telas y los almacenes de mercancías importadas, había otros paisajes olfativos nada agradables. O, cómo no, ciertas hediondeces y porquerías; las inmundicias, se tornaban en presencias con las que se convivía. Eran otras las sensaciones olfativas. Otras las costumbres.
No eran extraños los hedores a excrementos animales y a mierda humana, como a orina y otros desechos que se acumulaban en calles y caminos. La higiene se fue abriendo paso, los aportes de médicos y salubristas desbrozaron el sendero hacia nuevos comportamientos individuales y colectivos. Pero tardó. Durante buen tiempo se escuchaban los gritos que, desde las ventanas, balcones y buhardillas se emitían para advertir a los transeúntes que de pronto no les cayera una bacinillada de orines o de cosas peores. “¡Agua va!”, era el perentorio aviso.
Después de avances considerables en la higiene, de los nuevos y viejos olores (en los olores también hay cambios, olores que mueren, olores que nacen), la ciudad, digo Medellín, todavía da muestras de comportamientos deleznables. Hay lugares que perfuman por sus árboles, flores, limpieza pública. Hay lugares deteriorados, con mezclas asquerosas de mierda y orín, de vómitos y podredumbres. “Por acá huele a berrinche”, se escucha decir, cuando, por ejemplo, se pasa por la monumental Catedral Metropolitana o por ciertas esquinas céntricas.
Y así como el viento lleva aromas de jazmín de la noche, de francesinas y cadmios, también arrastra miasmas y fetideces.
Coda con café humeante.
La casa, la tuya, la mía, tiene un olor, aromas propios. Hay unas que huelen a libros (que es uno de los olores más gratificantes que hay, tanto de libros viejos como de nuevos); a buena mesa; a café caliente y bebidas aromáticas; a vino. Y también a fraternidad y encuentro; a trabajo y recogimiento. La pandemia le ha dado nuevos usos a la casa. Ha forzado el hábitat, lo doméstico, la mezcla de afueras y adentros.
Hay olores en las casas que nos devuelven a otras épocas, como la de los olores a especias, que daban un clima oriental y miliunanochesco a las cocinas. Olores a fotos viejas (en los álbumes, ya muy poco vistos), a prendas (manteles, carpetas, cubrecamas…) que eran de abuelas o tíos. A recetas maternas, sobre todo en ciertos momentos de celebración o conmemoración. Tantos los olores. Tantas las ausencias.
Ah, vea pues, de mamá acabo de recordar un plato especial que hacía con posta dulce, clavos y trocitos de canela, una carne deliciosa. Olía a sabrosuras y a buen apetito. A veces, retornan, sin saberse cómo, aromas de sus tazas de limoncillo, cidrón, manzanilla, y entonces con el tiempo en reversa nos vamos a buscar el primer olor que percibimos.
Escrito en Medellín el 15 de mayo de 2021
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