Para ustedes, ¿qué es la felicidad? Para mí siempre han sido paréntesis, unos a veces más largos que otros, y dentro del paréntesis va escrito lo que nosotros queramos. La memoria es libre.
Uno de mis paréntesis más felices fue ese lapso de cerca de dos años en el que una de mis mejores amigas de la vida, Isabel Cristina Serna, estuvo viviendo en Chile mientras estudiaba su máster en edición. Me siento orgullosa de ella porque es seleccionada de tiro con arco y una exitosa coordinadora en el fondo editorial de la U. Remington y con ella fui inmensamente feliz en el transcurso de esos dos años, entre otras cosas porque dejamos nuestros pasos y huella en más de una docena de los más típicos locales gastronómicos de Santiago, incluida la Fuente Alemana, uno de nuestros preferidos, ubicada en el sector de Plaza Italia, en el límite que une a los barrios de Providencia y Santiago Centro. En la Fuente Alemana se pueden comer, sin temor a exagerar, unos de los más exquisitos sándwiches de Santiago.
Otro paréntesis de gran gozo fueron los cinco años que Alexandra Etman vivió en Chile y en los cuales nos acompañamos en los momentos buenos y no tan buenos. Con Alexandra recorrimos a pie incontables kilómetros de un lado a otro de Santiago, especialmente entre Providencia y el Centro, atravesando no pocas veces la antes señorial y animada Alameda.
Tuve otros paréntesis que rescato con amor desde mi memoria, como cuando uno de mis amigos más entrañables, Vicente Durán Casas (s. j.), solía venir a Chile por trabajo. Fuimos a pasear por Providencia también, por el Centro, por el casco histórico. Y aún más bello fue nuestro recorrido por el Valparaíso antiguo, incluso entramos al clásico Teatro Condell para curiosearlo y tomarnos fotos.
Con mis amigos chilenos también hay paréntesis, algunos bastante extensos, tomándonos algo en el Bar Nacional de Huérfanos o en el sector de Plaza Italia. El sector que va desde la estación Universidad Católica hasta la estación La Moneda tiene escritos en sus caminos, entresijos y locales más emblemáticos nuestras anécdotas.
Cuando Héctor Abad Faciolince ha pasado por Santiago, sobre todo en los remotos años de 2005 y 2009, he sido la orgullosa guía de libros que lo ha llevado a los locales y librerías de viejo más encantadores. Si cierro los ojos ahora mismo, puedo todavía ver la emoción con la que probó el mote con huesillo y su risa de niño, eterno sello suyo, jaloneándome a un local en el que vio alguna antigüedad que le llamó la atención, o a curiosear en la feria de antigüedades que se instalaba legalmente en el paseo Huérfanos.
Hace más de dos años no vivo en Santiago y hace unos cuantos meses tuve que ir Valparaíso para hacer un trámite. Me agarró la nostalgia y no me soltó, entonces se me ocurrió recorrer un poquito del Centro hasta que llegué al antiguo edificio de El Mercurio. Un edificio de arquitectura impresionante, construido en 1920, coronado por el dios Mercurio en la cima. Me alejé por la calle Paseo Ross para tener perspectiva, saqué con cuidado el teléfono para tomar un par de fotos y hui en el sentido contrario, LLORANDO.
De todos esos recuerdos que acabo de inventariar –y para no cansarlos solamente escogí unos cuantos– ya no queda un solo escenario vivo. No, esos escenarios no murieron por culpa de la pandemia, tampoco esos lugares que yo llamo locales emblemáticos fueron fagocitados por la avidez del “más grande que se come al más chico” según le atribuyen al malvado capitalismo. No. Fueron consumidos por el fuego del odio y las piedras del resentimiento. Las puertas y ventanas se cubrieron de fierros pesados para protegerse del “manifestante” y se leen (aún) cartelitos de “Apoyamos las demandas, por favor no destruyas nuestro negocio”, medida desesperada de los locatarios para apelar al carente sentido común del vándalo.
En esos caminos que recorrí, en esos edificios, locales, paredes y calles ahora solo hay consignas y no quedó un espacio para nuestras memorias. Y de todas esas consignas para mí la más triste y vomitiva es la que reza que “Allende vive”, obligándome a recordar que existió ese ser despreciable quien fuera de lo más nefasto en la historia de Chile. Me obligan a guardarle memoria a él por sobre la memoria feliz de mis propios recuerdos en aquellos lugares que estaban a salvo de la podredumbre ideológica del socialismo.
Una minoría aseveró hace dos años, sin mucho sustento práctico, pero aprovechándose del niño remilgoso con pataleta, del adolescente hormonal rebelde, del adulto resentido que si no es feliz él nadie lo puede ser y de que los tres habitan en nuestra sociedad, que la “dignidad” se consigue a través del incendio, del saqueo y de la destrucción. Se cubrieron ellos, sin que nadie los llamara, con las banderas de una lucha extraña y curiosa, que decía defender la desigualdad en la que el pobre era muy pobre porque el rico era muy rico, pero dejó a las personas más humildes y de esfuerzo, justamente, sin metro, sin trabajo, sin futuro.
Una minoría decidió que yo, por ejemplo, no tenía derecho a volver a ser feliz en ninguno de esos lugares, porque probablemente mi ingreso de asalariada de clase media me obliga a empatizar con su causa y a reprocharme el “privilegio” de construir una memoria y una vida en una ciudad otrora hermosa, limpia, feliz. La Plaza Italia fue rebautizada “Plaza de la Dignidad” una vez arrasaron con su prado y sus flores y descolgaron el monumento al General Baquedano, quien en vida nunca imaginó que la batalla que lo aniquilaría sería la que se libra sobre el campo de la ignorancia y que sería la antorcha del odio el arma que lo bajaría de los libros de historia.
Me pregunto, y confieso que lo hago con una no poca dosis de amargura y resentimiento que me transmitieron los mismos que decidieron romper a Chile: ¿qué dignidad es posible si se metieron con nuestros locales y negocios favoritos? ¿qué dignidad hay en la destrucción de los lugares en los que fuimos felices? ¿eso es dignidad?
Los que me conocen saben que no soy creyente. Aún peor, desde que todo esto pasó siento no poca tristeza cuando veo a mi mamá elevando sus oraciones diarias al cielo a través de la ventana, en dirección a la Parroquia de Lourdes, muy cerca de nuestra casa. Y es que si por un instante me detengo a suponer en que Dios existe más allá de la imaginación de quienes lo creen estoy absolutamente segura de que se enfureció tanto de ver nuestra estupidez y ceguera, que prefirió abandonarnos a nuestra suerte.
Este artículo apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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