En 1848, cuando el norteamericano Henry David Thoreau publicó Desobediencia civil, sonaba absurdo que alguien pusiera en duda el derecho de un ciudadano de no obedecer a un régimen político que promoviera injusticias como la de invadir sin motivo un país vecino (México perdió por eso el 67 % de su territorio).
Hasta que el ruso León Tolstói escribió Guerra y Paz (Rusia, 1867), nadie se había atrevido a decir tan rotundamente que la guerra era una maldición, en un mundo en el que, como el escritor ilustra en su obra, ir a matarse y matar en nombre de una nación se veía como una fiesta (y esta fue la peor tragedia de la historia rusa hasta entonces, aunque derrotó a Napoleón).
Antes de la publicación en 1914 de Más allá de la contienda, del francés Romain Rolland, nadie había dicho jamás palabras tan contundentes (inspiradas en la tragedia de una guerra de más de 20 millones de muertos) como las siguientes:
“Un gran pueblo asaltado por la guerra no debe defender únicamente sus fronteras, sino también su razón. Hay que salvarla de las alucinaciones, de las injusticias y de las estupideces, desencadenadas por esta plaga. A cada cual su oficio: el de los ejércitos es proteger el suelo de la patria, pero el de los hombres de pensamiento es, como su nombre indica, defender su pensamiento”.
Hasta el momento en que el alemán Erich María Remarque publicó Sin novedad en el frente (1929), ningún escritor había mostrado tan categóricamente el absurdo de que dos hombres desconocidos tuvieran que matarse entre ellos porque su gobierno se los ordenase (y por supuesto sus libros fueron quemados por el nazismo).
En general los escritores y los intelectuales han sido quienes han asumido la conciencia por la paz desde que estos cuatro personajes dieron la pauta, y a ellos se debe en gran parte la contención de la guerra que ha caracterizado al mundo desde 1945, con las terribles e importantes excepciones conocidas por todos.
Fueron los escritores, los columnistas, los que hablan por radio o aparecen en televisión –no tan pocos como antes, incluidos los punteros en las redes– quienes hicieron ese llamado a los candidatos colombianos para firmar el acuerdo de no violencia en campañas, como una exigencia.
Basta revisar las entrevistas, las columnas en los principales periódicos y revistas, y los personajes más leídos en las redes, para ver muchas voces pidiendo que se apague el incendio verbal en el que entramos en estos tiempos preelectorales. Aunque los que se sienten cercanos a los candidatos de derecha menos moderada y de izquierda más enfática no hicieron la tarea, la mayoría de los otros sí. Los que están en campaña azuzan, con una dialéctica elegante y soterradamente agresiva, pero por fortuna hay voces serías que piden serenidad.
Es deber de quienes son oídos –sobre todo los más leídos y escuchados (aunque los que escribimos en medios tenemos alguna pequeña audiencia)– insistir en detener la descalificación verbal y escrita y denunciar sin sonrisas ocultas la artillería pesada de términos inapropiados que se apoderó de las redes sociales y de los lugares públicos y privados. “Es la fiesta democrática”, dirá alguno que no lo haga, e insistirá en que justamente porque hay tiempo de paz nos podemos dar el lujo festivo de tirarnos estos, aparentemente inofensivos, tomates a la cara unos a otros. Pero no creo que sea así.
Algunos candidatos intentan la sensatez cuando están en la silla de descanso, como boxeadores exhaustos, pero en cuanto vuelven al cuadrilátero se desatan al grito de los espectadores y su mánager. Un espectáculo lamentable que algunos dicen que forma parte del show de la democracia, pero que no es así, creo yo.
Como excusa se ponen ejemplos de enfrentamientos verbales similares en democracias de países más estables, pero no se entiende que quizá precisamente por eso es que pueden darse ese lujo. Por ejemplo los europeos, después de haber sobrevivido a siete coaliciones militares contra Napoleón, la Guerra de Crimea y la Franco-Alemana de 1870, solo en el siglo XIX, no midieron sus palabras en el siglo siguiente y vivieron las dos peores guerras de la historia. Hoy se desatan nuevamente, pero porque saben que sus instituciones están bien firmes en el suelo después de tantas vicisitudes.
Nosotros en cambio estamos sirviendo la comida en la vajilla para los invitados y debemos tener más cuidado de que no se quiebren piezas importantes. Venimos de un proceso de paz dificultoso y con consensos encontrados a favor y en contra, de superar un grupo armado de derecha que quería refundar la patria, de tamaña crisis petrolera, de un retroceso en la institucionalización de los partidos políticos, de una crisis de legimitidad de las altas Cortes y de sobrevivir por los pelos a Odebrecht, Panamá Papers y otras lindezas de corrupción, que ni quiero recordar, especialmente a los bogotanos.
El horno no está para bollos. Señores intelectuales, profesores, escritores, periodistas, expertos que tienen acceso a medios: sigamos marcando la diferencia. No alentemos a los jóvenes a descalificar –como ya lo hacen– a los partidos y candidatos contrarios, como si ellos hubieran vivido todas las pestes que sí nos tocaron a nosotros. Que pierdan la inocencia con sus propios fantasmas y no con los nuestros.
Este lenguaje de descalificación en los medios, o de indiferente no apaciguamiento, con importantísimas excepciones, es el producto de viejas peleas casadas que traemos varias generaciones desde la Guerra de los Mil Días en adelante. Pero este es un siglo nuevo, casi sin dictaduras de izquierda ni de derecha, y en Colombia con una paz firmada con contradicciones y sin embargo irreversible, un país con mil dificultades y posibilidades.
La población de hoy es más culta, o por lo menos con más acceso a la información, más interconectada, más globalizada, a la que le corresponde inaugurar el milenio. Dejémoslos que lo estrenen a su manera y no a la nuestra, con su humor gráfico y audiovisual alérgico a los párrafos, pero no con ese lenguaje de Guerra Fría, de Frente Nacional prolongado, de jerga con resonancias narcotrafiqueras del que nos tenemos que librar de una vez por todas.
Via: UN Periódico