Los colores de los parques

No hay parques en blanco y negro. Digamos en gracia de discusión que para pintar un parque se necesita una paleta policroma, porque si bien es cierto que todo depende del estado de ánimo, en particular del pintor, un parque es una sumatoria de emociones. Vamos al parque. Esta invitación ya es más que un arco iris, más que la cajita de colores del escolar, mucho más espléndida que las floraciones del guayacán.

Un parque es, más que todo, un estado interior. Uno puede guardar un parque en sus intimidades y cada vez, según las melancolías o los goces, sacarlo, ponerlo a su disposición, formarle bancas de madera o cemento, sembrarlo de arrayanes o gualandayes, instalarle una fuente, que además puede tener patos, chorritos de colores, matas acuáticas, y, de desearlo, alguna quimera que haga burbujas con su boca. Si quiere, sentará a dos enamorados bajo un almendro, y a un anciano que intenta leer un libro apolillado.

Un parque, en rigor, no requiere lujos: sólo buenos deseos y un poco de vuelo mental. El niño es quien más lo disfruta porque es capaz de crear mientras lo utiliza. Los pájaros para él pueden ser ángeles custodios, el olor a flores puede ser el aroma de un duende burlón, las sillas quizá se conviertan en auto o, para los más dotados, en un avión supersónico. Un parque sin niños ya tiene una carencia, un vacío. Es incoloro. Insaboro. No provoca. Por eso hay que ponerlos allí, a correr, a mirar el cielo, a buscar hormigas.

Y si no hay chiquillos, tampoco habrá crispetas ni algodón de azúcar ni el vendedor de bolis, ni ninguna mamá. Y eso es grave, porque entonces quién podrá escuchar un “quedáte quieto, no corrás más”, un “si te sigues mojando en la fuente no te vuelvo a traer”, o un extraño “qué lindo se ve mi niño montado en aquel árbol”. Un parque ríe cuando hay un vendedor de globos y niños que se alelan mirándolos, queriendo uno, rojo, o verde, o azul, en fin, para tenerlo en sus manos y volar.

Un parque sin dos que se besan, se acarician, se dicen tequieros, no es un parque. Nada más sobrecogedor que una banca ocupada por los amantes, por los que se han citado allí para acercarse, para sentirse, cantarse uno al otro. Celebrarse. Quizá los parques fueron inventados para que en ellos hubiese siempre dos que se aman, que son capaces de escribir sus nombres en el tronco de un árbol, de mirar con ojos embobados a los azulejos que los emulan entre las frondas.

Un parque es la posibilidad de un encuentro. Puede ser que haya gentes que vayan solas al parque para hablar con ellas mismas, para olvidar, para recordar, para hacer menos sola su soledad. Otras van para huir de sí mismas o para buscar a alguno de sus pares, con quienes recuperar el tiempo perdido. Por eso, en ciertos parques, abundan los jubilados, con su piel cansada, manos callosas, ojos de estupor frente al mundo. Conversan. Callan. Y vuelven a mirarse para buscar más palabras.

Hay parques con próceres de bronce y palomas que depositan excrementos sobre sus glorias. Parques con iglesia. Parques difamados, prohibidos. Desahuciados. Peligrosos. “No vas por allá que es un antro de vicio”. Parques para que el vagabundo sueñe. Un barrio sin parque es como un cielo gris sin golondrinas.

Hay parques que cada cual pinta con los colores de su alma. O de sus sueños.

Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello.