Los caminos tortuosos de una pasión

En aquella villa con ínfulas de ciudad se escuchaban las campanas de la iglesia de La Candelaria, y ya en su atrio se cocinaban chismes y toda suerte de banalidades, incluidos los “menjurjes bursátiles”, que diría un poeta.

En aquella villa con ínfulas de ciudad se escuchaban las campanas de la iglesia de La Candelaria, y ya en su atrio se cocinaban chismes y toda suerte de banalidades, incluidos los “menjurjes bursátiles”, que diría un poeta. Todavía no había llegado el tren, que apenas venía en Bello, pero ya había una plaza de mercado en la que cabían con comodidad casi todos los habitantes de Medellín, que no sobrepasaban los cincuenta mil. Era el año de gracia de 1913, cuando un grupo de hombres acaudalados, algunos de ellos extranjeros, fundaron un equipo de fútbol: el Medellín Football Club.

El fútbol, un deporte inventado por las clases altas inglesas en el siglo XIX, era una novedad para esos días en una aldea que ya tenía chimeneas fabriles, patronato de obreras creado por los jesuitas, un Bosque de la Independencia que no tenía árboles, y ya el cine y el gramófono ocupaban las horas de ocio de un pueblo dedicado al trabajo. Los muchachos jugaban a las canicas y los trompos, porque un balón era un artículo de lujo. El primero de ellos llegó en 1910, año del centenario de la Independencia.

Y aquel onceno de uniforme blanco, creado por jóvenes de fortuna, comenzó a jugar en las mangas del Bosque y, más tarde, en la cancha de los belgas, donde ahora está el Hospital San Vicente de Paúl. Tenía un sistema impensable hoy: cinco delanteros, tres medio campistas, dos defensas y el cancerbero. Era la semilla, la célula madre, el fruto divino de una escuadra urbana, la que lleva el nombre de una ciudad pionera de la industria nacional, que tuvo durante muchos años una cultura de obreros y artesanos. Los fundadores de una pasión sin límites comenzaban a escribir las páginas de gloria y desasosiegos del Decano del Fútbol en Colombia.

El Medellín Football Club, que a partir de 1939 usaría la casaca roja y la pantaloneta azul, tomaría después el nombre de Deportivo Independiente Medellín, y que de ser un conjunto fundado por miembros de la élite de la ciudad se transmutaría en el equipo del pueblo, en el de los zapateros y los ebanistas, en el de los obreros y las barriadas tradicionales. Es una marca registrada en la urbe, una razón social de descamisados y poetas. Tartarín Moreyra, miembro de los Trece Panidas, detective en Guayaquil, autor de letras hermosas de pasillos y de uno que otro tango, fue uno de los grandes simpatizantes del cuadro en la década del treinta.

Y como una jubilosa conexión con la literatura, el equipo tuvo su sede en la casa donde vivió el tal vez mayor exponente de las letras antioqueñas, el novelista Tomás Carrasquilla, en la calle Bolivia con la desaparecida carrera San Félix. El DIM, tres letras que más que una sigla son una especie de mantra milagroso, está incorporado al espíritu de la ciudad: a su fiesta pero también a sus momentos de crisis; a su pujanza, pero al mismo tiempo a sus temporadas de angustias.

Y aquí en este punto, hay que entrar a caracterizar a los que tenemos al clamoroso Medallo como un amor indisoluble. Creo que el fútbol, así se le puedan mezclar ingredientes de razón, del logos, incluso hasta intrincados conceptos filosóficos, es, sobre todo, una pasión, una emoción sin fin, un asunto de vísceras y de mucho corazón. Un enamoramiento permanente. Y con el Poderoso todo lo anterior se puede llevar hasta las esferas celestiales o hasta los círculos del dantesco infierno.

Una vez, cuando fui a entrevistar a un cantor de tango nacido en Medellín, al verme, de entrada me soltó estas palabras rotundas: “Usted es hincha del DIM”. “¿Por qué lo sabe?”, le pregunté. “Porque tiene los ojos tristes”. Y por muchos años, ese equipazo estuvo ligado a la tristeza. Una larga melancolía que a los que no pudimos verlo campeonar en el 55 y el 57, y a los que no logramos presenciar las genialidades de un portento que para algunos como Di Stefano fue el mejor de todos los tiempos, el Charro Moreno, nos hacía aferrar a esas calendas victoriosas. Esperar cuarenta y cinco años para poder gozar de los fulgores de una estrella, fue una lección de ascetismo, pero, ante todo, de amor creciente por una divisa que ya había hecho del fracaso una filosofía. ¡Cuántos envejecieron y murieron sin saborear las dichas de un campeonato!

Los hinchas del DIM, que todavía soñamos —así no los hubiéramos visto— con los goles de Grecco; con los chanfles de un puntero derecho loco y genial que enloquecía a los rivales, el gran Corbatta; con las atajadas del Caimán Sánchez, o con la exquisitez de Mario Agudelo, hemos realizado una larga carrera en la escuela de los sufrimientos. Durante muchos años estuvimos exiliados del paraíso, pero, con todo, nuestra pasión iba en ascenso. Una vez, en una burla del infierno, acariciamos la entrada al cielo durante unos minutos. Las llamadas “fuerzas oscuras” nos apagaron la luz estelar en 1993.

El DIM, equipo de poetas y escritores, de penitentes y oficiantes de la imaginación, tiene relación con el infarto. Tal vez por eso, uno de sus hinchas más destacados, José Yepes Lema, Malevo, popularizó una frase que da cuenta de las altas tensiones que nos asaltan: “Medellín, nos vas a homicidar”. La escuadra de los desheredados, de los vencidos, de los que pese a las derrotas fueron aumentando el volumen de su sonata pasional, ganó otra vez el reino de la luz después de nueve lustros de desgracias. Y el diciembre de 2002 llenó de bengalas y globos rojiazules el cielo de la ciudad, en una celebración cósmica, tal vez como nunca se haya visto en esta urbe inevitable. Y a partir de ahí ya no fue más el rey de burlas, ni el equipo conectado con el llanto y los desesperos. Era ya el Rey de Corazones. El de la hinchada de más garganta y más swing. El de los proletarios y plebeyos que ya podían sentarse en el trono de los ganadores.

La historia del DIM nos da carácter; nos absuelve de cualquier pecado. Nos hace cantar y mantener los sueños vivos. El fútbol, al que un escritor francés llamó “la inteligencia en movimiento”, puede ser una manera de la religión, de la fiesta pagana, de las pasiones sin límite. Pero nada de eso puede compararse a lo que se siente cuando el Poderoso salta a la cancha y se transforma en una promesa de alegrías. Porque jamás la tristeza volverá a estar unida al sacrosanto nombre del Medellín.

Este histórico libro que el lector tiene en sus manos —tal vez temblorosas—, escrito por el periodista Jaime Herrera, es un viaje por los caminos de gloria, de sinsabores y proezas, de una pasión irreductible, de una pasión bullanguera y tenaz llamada el Poderoso DIM. Que el júbilo esté siempre con nosotros.

(Escrito en Medellín bajo un cielo de estrellas rojiazules)

N.B. Este artículo, que funge como prólogo del libro DIM: un siglo de pasión roja, de Jaime Herrera, retoma vigencia con la consecución el 19 de junio de 2016 de la sexta estrella del Poderoso.

Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello.

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