Desde aquel diciembre de 1967, cuando el parque Bolívar, Junín y La Playa se poblaron—en sus árboles de pájaros luminosos del anochecer— con bombillos de colores, la ciudad comenzó a ser otra en las navidades. El alumbrado público decembrino se nos vino entonces como un modo de nuevas sociabilidades y otras maneras de caminar las calles.
Por esos mismos días, en Bello, las fábricas de Fabricato y Pantex, arrumaban en sus mallas que daban a la autopista norte centenares de bombillas, velas y estrellas, que, con el tiempo, se volvieron romería de curiosos que se dejaban obnubilar por aquellos deslumbres. Tras las primeras crisis de los textiles, desaparecieron los bombillitos.
Y así, cuando Medellín estaba atiborrada de empresas de todo tipo, de telas, de bebidas, de alimentos, de hilanderías, de embutidos, las calendas de fin de año eran una posibilidad para la decoración, como una suerte de sana competencia entre las factorías a ver cuál alumbraba más y mejor sus exteriores.
A los luminosos avisos de neón de los almacenes, se sumaron entonces las decoraciones de vitrinas, las de las fachadas y ventanales. Y diciembre se hizo ornamentación en los barrios y la imaginación comenzó a trabajar para buscar las mejores maneras de acoger al último mes del año. De tal modo, que en los barrios populares los festones y las guirnaldas callejeras, a guisa de pasacalles, trasformaron el paisaje cotidiano.
En algunos lugares, los periódicos viejos se aprovechaban como insumo para banderines, atados con pitas o cuerdas sintéticas, para colgarlos de lado a lado. Y se hacían convites a fines de noviembre para enlucir las cuadras, porque diciembre no podía pasar en vano, sin las confecciones de globos y de decorados sencillos, pero hechos con entusiasmo y creatividad.
Era una ocasión para reconocer el vecindario, para la conversación y los proyectos de comunidad. El barrio era una fiesta, con los bombillos colgantes, con las cintas y otros accesorios, todos colocados con primor en puertas y frentes de las casas. Era como si estuvieran en una fulgurante carrera con los de otros sectores, y así, los de Manrique querían superar a los de Campo Valdés, y estos a los de Aranjuez. En fin.
La noche de las velitas era, quizá, la más bella fiesta de diciembre, con los faroles, las candelas, los colgandejos fosforescentes y la muchachada en las aceras. Los niños, con certeza, estaban imaginando cuál sería el regalo del Niño Jesús, mientras los adultos aprovechaban para compartir con el vecino un trago o unas frituras. Era una ocasión particular para prender los equipos de sonido con las canciones de Guillermo Buitrago, que era una especie de insignia de las celebraciones de fin de año.
Tal vez cuando en lo público todavía no estaban las bombillas navideñas, la “diciembredad” era una conexión de la familia y las amistades. Tal como lo recordaba, en una de sus crónicas, Sofía Ospina de Navarro: “Siempre ha sido el mes de diciembre motivo de las más gratas reuniones familiares entre los antioqueños. En cada casa —así sea de menguadas posibilidades económicas— en los días navideños amanece la familia en plan festivo, y se saborean, en un encantador compañerismo, los platos tradicionales”.
Con el aumento de los alumbrados, que se ensancharon hasta el río Medellín, que casi siempre ha estado a la espalda de los habitantes de la villa, diciembre cobró nuevas perspectivas, no solo para los andadores, sino para los negocios de comestibles y suvenires. A la bombillería y las formas de decoraciones, se le sumaron los rebusques populares.
La ciudad se fue convirtiendo, de a poco, en una de las más importantes y asombrosas en la iluminación navideña. Hasta llegar a estar, según un top de la National Geographic, entre “las diez ciudades del mundo más sorprendentes para rememorar la Navidad”. La única vez que en las calles céntricas no hubo alumbrado fue en el gobierno de César Gaviria, por la crisis energética y el apagón que sufrió el país.
Diciembre se ha ido regando, con sus fastos y vistosidades, por las barriadas que, si bien ya no tienen aquellos festones de viejos tiempos, sí hay en buena parte de ellas la alegría de las instalaciones luminosas. Y las mismas, con distintas disposiciones y diseños, se aferran de los árboles de parques como el de El Poblado, Aranjuez, Boston, La Milagrosa, y en avenidas como Carabobo y la 70.
Las iglesias todavía se visten de diciembre y adornan sus frontis y atrios. Hay una transformación del ambiente y el paisaje durante un mes de bailes y evocaciones. Y vuelven a sonar viejas piezas musicales, como La cinta verde, Navidad de los pobres, La víspera de año nuevo y Faltan cinco pa’ las doce.
Las convocatorias a entonar la novena de aguinaldo, aunque ya no tiene, como hace años, el sonido de los cascabeles de tapas de gaseosas, sí están presentes en empresas, en el centro y en los barrios. “Ven a nuestras almas, ven no tardes tanto”, así como las “tutainas” y otros villancicos venezolanos, colombianos, europeos, estadounidenses, en fin, se corean por doquier, en medio de las expectativas de los niños.
Más allá del consumismo, que lo ha invadido todo, diciembre todavía tiene rastros de los días en que, en medio de la sencillez e incluso de ciertas carencias, el tiempo y el espacio se transformaban con la presencia de nuevos olores, sabores y sueños infantiles.
Las luces de fin de año invitan a observar la ciudad de otra forma, a recorrerla con pasos de descubrimiento. Tal vez, en una de esas exploraciones, se encuentre con “el camino que lleva a Belén” y puede que, en el cielo citadino, se tope con los tres reyes magos o las tres Marías, como les decían las mamás a esas “luces” que hacen parte de la constelación de Orión.